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La indignación toma las plazas

Dos Mayos muy diferentes

Fuentes: Rebelión

He leído en medios de prensa o en Facebook vinculaciones de las jornadas de Mayo con Mayo del 68. No podría haber comparación más errónea. Es cierto que ambos fenómenos comparten un fondo de rebelión, pero, cuando comparamos ambos fenómenos en relación con la moral común, la common decency -presente, de distinto modo, en la […]

He leído en medios de prensa o en Facebook vinculaciones de las jornadas de Mayo con Mayo del 68. No podría haber comparación más errónea. Es cierto que ambos fenómenos comparten un fondo de rebelión, pero, cuando comparamos ambos fenómenos en relación con la moral común, la common decency -presente, de distinto modo, en la obra de Orwell, de Pasolini (piénsese en los Escritos Corsarios), o de, en francés, Albert Camus, y que ha sido recuperada posteriormente por Bruce Bégout, Simon Leys, Jean-Claude Michéa o Bernard Crick, en su importante estudio sobre Orwell- no pueden resultar más contrapuestos. ¿Qué es eso de la moral común? Ni Orwell, ni Camus, ni Pasolini, ni Michéa ni ninguno de los citados puede considerarse como un autor reaccionario, ni como un autor anti-político (de hecho, uno de los trabajos más importantes de Bernard Crick lleva el título de En defensa de la política). Pasolini, Orwell y Camus, no puede olvidarse, participaron, tanto como intelectuales, como de un modo más «práctico» (cómo si la participación intelectual no fuese de por sí un modo práctico, cuánta razón tienen quienes alegan que no hay una diferenciación clara y tajante entre teoría y praxis) en política. Pero todos ellos, dando respuesta a la pregunta sobre la moral común, desconfían de la moral del político -tanto más de las ideologías, de los partidos- como de la moral del hombre de negocios, y, frente a ambos, que sostienen una visión de la realidad alejada de los problemas y vivencias del hombre común, reclaman la moral de ese hombre común.

En un intento quizás demasiado idealista -pero no por ello menos certero- entienden que el hombre común, aún viciado, indefectiblemente -y aún con esos vicios, y, en parte, precisamente, por esos vicios, que hacen imposible cualquier tentación de angelismo- por los mecanismos del mercado y de la política, por la lucha por la supervivencia, por los egoísmos particulares, es capaz -frente al homo economicus o al cabecilla político- de mirar a otro hombre y ver, en él, a un semejante, a alguien a quien le une un vínculo común de fraternidad. No es preciso que sean iguales -de hecho, la manía por la igualdad perfecta, por la indiferenciación, por la tabula rasa- no es más que otra ideología que sustrae al hombre común de su propio ser- pero sí son igualmente hombres. Hay entre ellos un vínculo de comunidad por el cual no pueden tratarse como si no fuesen hombres y por el cual se genera entre ellos un mundo común que apuestan, desde ese momento, por mantener. El reconocimiento de la comunidad, la generosidad, el dialogo, la no voluntad de dominar forman, pues, partes fundamentales de esa moral del hombre común, frente al lider de partido o el mandarín intelectual, que sólo espera atraerlos a sus filas para venderlos después al mejor postor, o al capitán de industria, que piensa que sería feliz en un mundo donde todo se valorase según su valor de cambio, esto, es su precio, y no por su valor de uso, mucho menos por atributos que puedan estar por encima de cualquier tipo de utilidad, por lo menos en un sentido estrecho de dicha palabra.

Es, precisamente, por esa moral común por la que apuestan los jóvenes -y no tan jóvenes, pues hay gente de todas las edades- que llenan estos días las plazas y las calles de nuestras ciudades, apuestan. Su apuesta desconfía de los políticos, sobre todo de los políticos que forman los dos gemelos partidos principales, cuyo discurso les parece cada vez más ajeno a la realidad que ellos viven, pero no por ello deja de ser una apuesta fundamentalmente política, política en su esencia. Buscan el renacer del espacio público -precisamente el lugar donde la política se realiza, sobre esto ha escrito Hannah Arendt- del poder público -frente a los dos grandes partidos, que no sirven de contrapeso al poder económico, que están cooptados por él, que no son sino cara y cruz de la misma moneda- y buscan hacer todo eso sobre la base de la refundación de la polis sobre la única base posible, la idea de comunidad. No rechazan la vida común, la moral común, todo aquello que les acerca a las gentes del común, sino que es esa moral y esa vida las que quieren restaurar. En el sentido más noble de la palabra, más auténtico, son conservadores, porque pretenden restaurar y conservar el legado de una cultura, una ciudadanía y una idea de comunidad que han sido casi borrados por las fuerzas del mercado. Lo que se está viviendo estos días no es una revolución, sino que es, precisamente, un intento de resistencia frente a un régimen político-económico que es revolucionario precisamente porque quiere la subversión de todos los valores. Basta leer el Calígula de Camus para aprender sobre lo subversivo de la tiranía y lo tiránico de la subversión. Tanto la tiranía como la subversión quieren alcanzar lo que es imposible porque está fuera del alcance humano, porque no es humano, quieren, por tanto, meter al hombre en un lecho de Procusto para formarle no como es, sino como ellos quisieran que fuera.

Una de las frases más elocuentes, maravilloso aforismo, que han surgido estos días, y que explican las concentraciones es aquel de «No somos antisistema, es el sistema el que está contra nosotros». Es lo que el otro día explicaba también en Radio Nacional una oyente, Cristina, cuyas sabias palabras han recorrido Internet como un reguero de pólvora. No pretenden una subversión gratuita, porque sí, frente a algo que se pueda identificar como orden, sino que, frente al desorden, frente a la tiranía, frente a la subversión, pretenden un orden en el que se sienten tratados como hombres. (Como mujeres y como hombres, si se quiere.) Sus reclamaciones no son utópicas. La juventud actual, frente a lo que se pensaba, no es amorfa ni pasota -si acaso, sí nihilista, por buenas razones- sino más bien rebelde, pero rebelde en un sentido que entronca con Marshall Berman, con Walter Benjamin o con Günther Anders. No es revolucionaria ni utópica. La revolución y la utopía, la subversión de todo valor concreto, ya la traen ellos, los poderosos, ya la trae el neoliberalismo. Lo que pretenden, por contra, es echar el freno, y recuperar la vida.

Frente a la juventud del 15 de Mayo, la juventud de Mayo del 68 sí pretendía un alejamiento de la vida común. Una moral hedonista que les alejara de los lazos con el hombre de la calle. Esta es una crítica que ya hace Pasolini en sus Escritos corsarios. Adoptan, dice, una particular vestimenta, un particular peinado, porque quieren ser distintos de todos los demás hombres, quieren repudiar cualquier idea de legado común. Tachan la tradición legada de necesariamente machista, patriarcal, racista, clasista. Desprecian al hombre común frente al que albergan un sentimiento de superioridad. Es cierto que aceleran el camino hacia la igualdad entre el hombre y la mujer, pero ése es un camino que ya se estaba recorriendo. Es cierto que su propio hedonismo les lleva a una crítica de la civilización industrial, pero terminan descubriendo que esa civilización industrial puede perfectamente dar respuesta a ese hedonismo alimentando el consumo. En el Mayo francés los obreros, habituados a una tradición de larga y dura lucha por sus derechos, terminan hartos de los que califican como señoritos. Se alistan en partidos de izquierda, pero son los responsables de convertir el socialismo -que es cierto que ya no es que fuese demasiado reivindicativo cuando ellos se unieron- en social-liberalismo, eso sí, muy feminista, muy anti-racista e, incluso, como si se viviesen tiempos pasados, anti-fascista. Con la crítica al paternalismo, al machismo o su guerra a la diferenciación cultural, disolvieron los últimos vínculos que servían de obstáculo al capitalismo. Fuero utópicos, para después poder seguir a ciegas por la senda del utópico neoliberalismo, o las ilusiones, siempre falsas, del intervencionismo humanitario. No, no hay nada por lo que declararse herederos de aquella generación, que es la que convirtió el mundo en un lugar inhóspito y distópico. Toda recuperación de vida y comunidad ha de partir de una crítica de raíz de la herencia del 68.

Nada en absoluto, por lo tanto, tiene que ver los dos Mayos, más allá de caer en el mismo mes del año.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.