Traducido del griego por María Enguix y revisado por Mina Marmara
Soy de los que luchan contra lo absurdo de la represión y desean lo mejor, esperándose lo peor. Por la simple razón de que, por mi oficio, sé hasta qué punto es invencible la fuerza de la estupidez de los profesionales de la política que hacen uso del poder como burócratas coloniales de los Estados Unidos.
Como psiquiatra, me atrae el juego intelectual de las posibles interpretaciones que promete la aplicación de la teoría de la alienación o de la economía de la energía psíquica.
Como neurólogo, estoy convencido de que la adicción a las sustancias psicotrópicas (sobre todo a los opiáceos) es una cuestión biológica y se explica satisfactoriamente tras el descubrimiento de los receptores específicos para la morfina en el cerebro (1973) y del aislamiento de las endorfinas y de las encefalinas (1975 y 1976).
Pero como ciudadano activo, estoy convencido de que el problema de las «drogas» es ante todo un problema político y económico, que presenta muchos factores sociales y algunos psicológicos, médicos y neurofisiológicos.
Y voy a defender esta postura intentando demostrar que en Grecia, pero también en el resto del mundo, antes de que se recrudeciese la política represiva contra las sustancias ilícitas, las operaciones que reportaban mayores beneficios se hacían con dólar o ecu, mientras que en la actualidad las operaciones más rentables se hacen con heroína.
1. El mercado negro: con divisa heroína
En Grecia, un país de 10 millones de habitantes, medio retrasado en el plano político, económico y cultural, 80.000 adictos a la heroína adulterada constituyen un inmenso mercado negro cuyo volumen de negocios anual asciende a 500.000 millones de dracmas [1.430 millones de euros al cambio actual]. Estos 80.000 adictos representan el 0,8 % de la población, lo que significa que 1 de cada 125 griegos es adicto a la heroína adulterada.
Si consideramos que en términos medios la dosis diaria de cada adicto es de 625 miligramos, vemos que el consumo diario de esos 80.000 adictos asciende a 50.000 gramos de heroína adulterada (lo que equivale a 50 kilos diarios o 18.000 kilos anuales, 40 de los cuales son incautados anualmente por las autoridades policiales; es decir, en torno al 0,2 % del total).
Estos 18.000 kilos se venden al consumidor final, que se los inyecta en vena por un precio que oscila entre 25.000 y 30.000 dracmas el gramo [73 y 88 euros al cambio actual]. Es decir, en Grecia la facturación anual en el mercado negro de heroína adulterada es del orden de 500.000 millones de dracmas (suma que, debido a su procedencia ilegal, tiene además la máxima ventaja de evadir los impuestos legales).
En Grecia, la facturación anual de la heroína adulterada es superior al total de beneficios económicos de las 50 empresas mercantiles e industriales más importantes del país. En 1992, su volumen de negocios anual cuadruplicó la suma de los beneficios de todos los bancos que operan en el país, cuya cifra ascendía a 89.000 millones de dracmas [261 millones de euros al cambio actual].
Gracias a la política represiva del poder contra las sustancias ilícitas, se forma un inmenso mercado negro donde las grandes organizaciones criminales que lo controlan son las que se embolsan todos los beneficios económicos y la sociedad es la que carga con todo el coste de sus efectos secundarios (pagando un alto precio en vidas humanas y en dinero público derrochado para mantener un mecanismo persecutorio, judicial, penal y hospitalario, a estas alturas sobresaturado y cuyo funcionamiento es pésimo, y para crear y mantener unidades especiales de «desintoxicación», supuestas comunidades «terapéuticas», etc.).
2. Las consecuencias políticas: narcototalitarismo
Con este aterrador fortalecimiento económico, el crimen organizado, que controla la distribución y la comercialización de las «drogas», puede sobornar en masa a funcionarios del gobierno y del Estado, lo que eterniza el círculo vicioso del uso de las sustancias ilícitas y la represión (además de garantizarle al crimen organizado beneficios cada vez mayores), y expone a las instituciones democráticas a un peligro inminente.
Prohibir el uso de ciertas sustancias psicotrópicas supone una seria amenaza para cualquier sociedad abierta. Y frente a esta amenaza no es posible defenderse de ningún modo, mientras los gobernantes insistan en mantener una política represiva catastrófica contra las sustancias ilícitas.
3. Adictos: salto de altura
Gracias al carácter represor y demonizador con que se encara el tema de las «drogas» y gracias al «celo» de las supuestos servicios antinarcóticos (policiales o no), los adictos a los opiáceos, que se calculaban en torno a 2.000 en 1980, dieron un sorprendente salto a la cifra de 20.000 en 1985 (tasa de crecimiento de 1.000 %) y se dispararon hasta 80.000 en 1990 (tasa de crecimiento de 4.000 %). Y el número sigue creciendo.
Ante esta tenebrosa perspectiva (que se preveía con exactitud matemática), los profesionales de la política han decidido tomar algunas iniciativas para la galería, que no abordan ni por asomo la cuestión de las «drogas», sino que provisionalmente exculpan sin más al poder estatal de su participación en la creación y el empeoramiento del problema de las «drogas» a ojos de la sociedad griega.
Dentro de este marco, en 1983 el Estado planificó el «experimento» de la comunidad pseudoterapeútica Ítaca (con la aplicación del programa fascista Daytop, que es de los más desacreditados por la comunidad médica internacional) y en 1996 probó el «experimento» del suministro limitado de metadona a 300 de los 80.000 adictos que la necesitan.
Es un fraude, una farsa y pura charlatanería por parte de los gobernantes ignorar sistemáticamente los datos científicos relativos a la adicción y falsear la realidad, negándose a aceptar que si insisten en sus queridos métodos represivos, lo único que consiguen es agravar el problema que, en teoría, desean combatir.
Porque en términos de lógica elemental es objetivamente imposible poner el más mínimo freno al veloz desarrollo de este tumor maligno producido por la combinación entre la adicción a las sustancias ilícitas y la represión.
4. Detenciones y condenas
Según los datos de la policía, las detenciones por delitos de «drogas» se incrementaron de 784 en 1981 a 3.065 en 1989 (es decir, un aumento del 400 % aproximadamente, con una media anual del 40 %).
Estas cifras distan mucho de la realidad, debido a la naturaleza del delito y a las singulares relaciones de favores mutuos entabladas entre perseguidor y perseguido, como prueban incluso las declaraciones públicas de los oficiales de los servicios «antinarcóticos», según las cuales «sólo el 20% de los detenidos llega a los juzgados».
Durante los años 80 (1980-1989), la persecución penal y las condenas impuestas siguieron una escalada similar, con el resultado de que actualmente, de los 4.916 individuos retenidos en cárceles griegas, 1.524 (es decir, el 31 % del total) están acusados de delitos relacionados con «drogas» o cumplen condena por ellos.
Y en su aplastante mayoría se trata de adictos que trafican a pequeña escala o de simples consumidores, si consideramos el hecho de que, de los 1.524 detenidos, 22 cumplen cadena perpetua (1,4 % del total) y 47 cumplen penas superiores a los 15 años (3 % del total). ¿Acaso corrobora esto la aseveración de que la justicia aplica mano dura con los traficantes de «drogas» y no con sus víctimas?
5) Muertes: Ad Majorem Dei Gloriam
Según los datos oficiales (que son dudosos por varias razones de peso), las muertes por heroína adulterada pasaron de 5 en 1980 a más de 200 en 1996; es decir, aumentaron un 4.000 % (lo que corresponde a una media anual del 400 %).
Por supuesto la cifra real de muertes por heroína adulterada es mucho mayor, teniendo en cuenta que los familiares de la víctima se esfuerzan por ocultar la causa real de la muerte para rehuir el estigma social.
Catalogar todas estas muertes con términos médicos neutros como «sobredosis», «edema pulmonar» o «embolia» es ocultar el hecho de que la responsabilidad de las muertes recae exclusivamente en la política represiva del poder contra las sustancias ilícitas. Política que estimula el incremento constante del precio de la heroína adulterada vendida en el mercado negro y permite obtener extraordinarios beneficios con cada nueva adulteración, por mínima que sea.
La prohibición y la persecución de las «drogas» son las responsables exclusivas de las muertes por sobredosis, debido a la ignorancia y a la mala información que imponen respectivamente qué es una dosis y cuándo es excesiva. Porque, naturalmente, ningún adicto toma heroína para suicidarse, sino para obtener los efectos psíquicos y biológicos de su acción. Por tanto, sólo la ignorancia puede empujarle a tomar una «sobredosis» mortal.
La política represiva contra las sustancias ilícitas también es culpable de las muertes por edema pulmonar y embolia, que no son causadas por la heroína en sí misma, sino por las sustancias con las cuales se adultera (almidón, talco, quinina, estricnina o cristal pulverizado, entre otras) para engrosar los beneficios económicos.
6. Las dos opciones posibles (aparte de la «Solución final»)
En 1990, la Comisión Interpatidaria para las «drogas» del parlamento griego calculaba que el número de adictos a la heroína en Grecia «en los próximos 5 años dará un salto de 80.000 a 300.000». (Periódico Ta Nea, 17/11/90.)
Ante esta perspectiva es evidente que existen dos posibles opciones:
O bien adoptamos una postura realmente liberal, antiprohibicionista y antirrepresiva con respecto a las sustancias ilícitas que nos garantice la eliminación del cáncer del mercado negro, el crimen, la enfermedad y la muerte; o bien seguimos con la misma política represiva que viene aplicándose desde hace varias décadas con estrepitoso fracaso y cuyas trágicas consecuencias no ignoramos.
Paréntesis: Por supuesto, existe una tercera opción, pero la menor referencia a ella provoca la execración hipócrita en cualquier sociedad «civilizada». Se trata de la «Solución final» con la que se cerró la gigantesca empresa nazi de «depuración» de los pueblos de Europa. Una forma especial de regresión a la barbarie que arranca con la legislación sobre «limpieza étnica» y se cierra con Auschwitz, poco antes de ser remitida a Nuremberg. Lo pongo en conocimiento de los dirigentes de nuestro país. Tal vez ellos tengan más «suerte» que sus colegas nazis.
En el primer caso, con la adopción de una política liberal antirrepresiva, la sociedad, eximida del coste de las tragedias individuales y sociales causadas por la represión, puede centrar su atención y todas sus fuerzas en las desgracias que ha heredado de la paranoia represiva.
En el segundo caso, si se sigue insistiendo en lo absurdo de la represión, tendrán que superarse muchas veces los «objetivos» de sucesivos planes quinquenales, con el fin de construir en todo el planeta decenas y decenas de cárceles, psiquiátricos y comunidades «terapéuticas», y formar a un número indefinido de personas que asuman el papel de manipuladores y vigilantes de seres humanos.
Los políticos que gestionan el poder siempre optan por lo segundo. Y cuando su fracaso se torna evidente, al ser incapaces de cuestionarse si se han equivocado o no, buscan las responsabilidades fuera de casa.
Ayer la culpa era de la carencia de un marco legislativo «actual» (y lo idearon en una noche, con una traducción del Decreto-ley 104/1973 al griego demótico [1] rebautizándolo como Ley 1729/1987, que en lo sucesivo modificaron con la Ley 2161/1993, siempre de conformidad con las directrices estadounidenses). Hoy la culpa es de la «falta de infraestructura» (!) que no permite la «correcta aplicación» de la ley. Mañana la culpa será de la inexistencia de la «ley adecuada» que no permite el funcionamiento de la «infraestructura actual» porque, cómo no, las leyes también sufren el deterioro del tiempo, y así sucesivamente.
Mientras tanto, no dejan de incrementarse los precios de la heroína adulterada en el mercado negro, crece la criminalidad, se multiplican las detenciones y los juicios, aumentan las muertes, proliferan las enfermedades, se endurecen las grandes organizaciones criminales, se fortalece el poder estatal y se debilitan las libertades individuales en nombre de la imposible protección de la sociedad contra un enemigo inventado por los gobernantes.
Α. Koestler cita en su autobiografía una anécdota ocurrida durante el II Congreso de la Unión de Escritores (Moscú, principios de la década de 1930): mientras se debatía en torno al sentido que debía conferírsele a la muerte en la existencia humana, alguien sorprendió a todos los presentes al plantear la siguiente pregunta: «¿Y qué pasa si a alguien le atropella el tranvía?». Tras unos minutos de inmovilidad y silencio, el ministro comunista de transportes y comunicaciones tomó la palabra para declarar: «En la sociedad socialista perfecta, el sistema de transportes funcionará tan a la perfección que no habrá accidentes».
En la sociedad perfecta (!), sea cual sea, quizás no existan adictos. Sin embargo, hasta entonces existen y seguirán existiendo. Y justamente su existencia es lo que pondrá eternamente sobre la mesa la oportuna pregunta:
«¿Y qué pasa si alguien muere porque le obligamos a inyectarse nuestra heroína adulterada y para conseguirla malvende sus bienes materiales, su cuerpo, su salud y su libertad?».
Y esto es precisamente lo que hace apremiante la necesidad de tomar conciencia de una vez por todas de que «mientras exista gente tirada en la calle y víctimas entre matorrales, apartados por la barrera de la alucinación, nuestra civilización será una falsedad» (Α. Κoestler).
Ochenta años de represión son ya suficientes para evidenciar fuera de toda duda el carácter vano, el descrédito científico y la peligrosidad social y política de la política represiva «antinarcótica» que aplica el poder estatal, mediante la cual ha abocado a la sociedad al círculo vicioso del continuo fortalecimiento recíproco de la represión y la adicción, incapacitándola para protegerse de una y de otra.
En mi opinión, el «problema de las «drogas»» no incumbe a los gobernantes de turno (cuya demostrada incapacidad, o intereses particulares, les aleja de cualquier óptica que no sea la demonizadora). Incumbe única y exclusivamente a la sociedad, cada día más consciente del callejón sin salida al que se ve abocada, a la incapacidad de escapar del círculo vicioso aniquilador donde la ha apresado el poder y a la imposibilidad de desbloquear el falso dilema entre adicción y represión, puesto que una presupone la otra y se desprende de ella. Incumbe a una sociedad que, tras 80 años de lavado de cerebro sistemático, comprueba con sorpresa que:
a) Los que se oponen a la prohibición no son marginados sociales (como publicitan sin escrúpulos los profesionales de la represión y de la «terapia»), sino, por el contrario, ciudadanos activos: científicos de todos los campos del conocimiento, políticos, periodistas, escritores y artistas de cualquier ideología (a excepción de los dos extremos de la esfera política). Se trata de una amplísima alianza de gente cuya labor social nos ayuda lenta pero firmemente a entendernos a nosotros mismos y a concebir nuestro mundo.
b) Los que apoyan la prohibición y la represión constituyen una red polimorfa de «salvahombres» formada por ciertos políticos, funcionarios del gobierno y del Estado, jueces y policías, abogados y médicos, y sobre todo «cazahombres» y «guardahombres», a cuya cola se añade como un remiendo la avanzadilla de los jenízaros «terapéuticos»: ciertos ex-adictos que invierten en la bolsa de la descomposición individual y social las acciones de su implicación personal en el «túnel de las drogas», asumiendo el papel de «salvadores» y «terapeutas» profesionales con sus antiguos «colegas».
Todos estos modernos «cruzados» constituyen en su conjunto una oficiosa institución inquisitorial que se encarga de proclamar a los cuatro vientos (siempre sin perjuicio para ella) la salvación de nuestra alma, dejando nuestro cuerpo en manos del comercio ilegal de las «drogas», de los perseguidores y de los torturadores (profesionales expertos en la exterminación de las víctimas que actúan como «cazaculpables»).
La religión política de los profesionales de la política es la opresión monoteísta que reproduce sin cesar y a gran escala los problemas que, en teoría, desea combatir.
«Cada vez cobra más fuerza la creencia de que la política es un oficio (aún necesario, por desgracia) que ejercen individuos con poca sesera para la ciencia, poco talento para el arte, poco conocimiento y experiencia técnica. El poder, se mire por donde se mire, es cosa de los altavoces ideológicos y los duchos en la táctica del secretismo y la adulación», afirmaba Ernst Fischer.
Por tanto, si queremos terminar en serio y de una vez por todas con el mercado negro, los círculos del narcotráfico y sus efectos en nuestra sociedad, debemos controlar duramente a la camarilla de políticos que nos gobiernan e imponerles nuestro derecho a establecer no sólo quién ha de gestionar el poder (pues seguramente carece de importancia), sino también cómo ha de gestionarse.
Los ochenta años de represión de sustancias ilícitas constituyen un «Juicio Final» contemporáneo: detenciones y abusos. Juicios y condenas. Tragedias individuales y familiares. Criminalidad y prostitución. Explotación económica y sexual. Enfermedad y muerte. Debilitamiento y retroceso de las instituciones democráticas. Un exceso de auto de fe que se autorregenera sin cesar, convirtiendo en mero valor de uso el valor en sí del ser humano, para gloria del poder.
Esta pesadilla sólo puede atajarse si se aplica una política liberal antirrepresiva frente a las sustancias ilícitas, basada en cuatro ejes fundamentales:
1) Despenalización del uso de todas las sustancias psicotrópicas.
2) Despenalización del cultivo de pequeñas cantidades de cannabis para uso personal.
3) Distinción entre sustancias psicotrópicas basada en un criterio de peligrosidad.
4) Disponibilidad de las sustancias adictivas (o «duras») bajo control médico.
Sin embargo, los burócratas coloniales de turno que gobiernan nuestro país nos desoyen y lo que hacen es restaurar sin más la política represiva de sus predecesores. Porque es propio de los profesionales de la política proceder mal. Mientras nosotros sigamos permitiéndoselo.
1. En 1975 se establece el griego demótico, o vernáculo, como lengua oficial del Estado; hasta esta fecha las leyes se escribían en cazarévusa, variante arcaizante y depurada de la lengua griega. [n. de la t.]
Fuente: http://web.auth.gr/virtualschool/1.2/TheoryResearch/CongressGrivas.html
María Enguix es miembro de Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística.