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Refutación del artículo “Drogas y relativismo cognitivo”, de Rolando Astarita

Drogas y prohibición: echar la culpa a las sustancias, eso sí que es reaccionario

Fuentes: Rebelión

El texto que publicó Rolando Astarita el pasado 19 de abril en Rebelión.org, titulado « Drogas y relativismo cognitivo «, no sólo encubre con la pátina del racionalismo materialista la desastrosa, totalitaria y brutal política prohibicionista en materia de drogas, sino que la pretende hacer pasar como idea de origen popular y reivindicativo y encuadrarla […]

El texto que publicó Rolando Astarita el pasado 19 de abril en Rebelión.org, titulado « Drogas y relativismo cognitivo «, no sólo encubre con la pátina del racionalismo materialista la desastrosa, totalitaria y brutal política prohibicionista en materia de drogas, sino que la pretende hacer pasar como idea de origen popular y reivindicativo y encuadrarla en la tradición marxista.

¿Es tarea de la ciencia y los científicos decirme qué debo y qué no debo ingerir? ¿Se pueden utilizar supuestos criterios científicos para obligarme o prohibirme en lo referente a qué introduzco yo en mi cuerpo? ¿Es propio de la izquierda y del marxismo alimentar la idea de que establecer mi dieta farmacológica es algo que ha de decidir la ciencia?

¿Hace falta un estudio científico para saber que una motocicleta es un artefacto sumamente peligroso? Por si fuera poco, no sólo lo es para el que se monta en ella; también puede afectar a terceras personas. El que se monta en una moto tiene serias probabilidades de morir a causa de su uso, no digamos de sufrir heridas de mayor o menor gravedad. Y puede también causar graves trastornos y la muerte a otras personas. ¡Montar en moto es peligroso! Ernesto Guevara lo sabía, lo mismo que su amigo Alberto Granado, cuando decidió recorrer América montado en uno de esos cacharros de dos ruedas. A ratos, en el camino, sintió un gran placer (que probablemente dejó huella indeleble en su memoria, o sea, en la bioquímica del cerebro, alterando, entre otros, los índices de dopamina), y en varias ocasiones tuvo accidentes que podrían haber tenido consecuencias graves. Hoy en día, probablemente no podríamos disfrutar de los deliciosos diarios de viaje del Che y Granados si a alguien se le hubiera ocurrido la genial idea de prohibir las motos porque la evidencia científica puede demostrar su peligrosidad.

El problema de los enrevesados planteamientos de Astarita en su texto un tanto oportunista es que da lecciones de tal modo que demuestra que no ha entendido nada del asunto. Yo no conozco el manual argentino contra el que despotrica; francamente, dudo que se trate de un texto apologético de las drogas. A partir de lo que Astarita critica, colijo más bien que ese manual simplemente trata de hacer ver que el uso de las drogas no es una cuestión únicamente bioquímica o farmacológica; más bien, se trata de un fenómeno crucialmente atravesado de variables de orden cultural, social, histórico y económico. Esto es elemental para entender el fenómeno del consumo de drogas prohibidas y sus consecuencias, y es lo que permite aprehender esa realidad sin caer en un discurso tan absurdo como lamentar que no le prohibieran a Ernesto Guevara montar en moto, o quejarse de la baja percepción de riesgo que pueda tener la gente acerca del uso de tales artefactos tan placenteros como peligrosos.

¿Entender la cuestión de las drogas como mucho más que bioquímica del cerebro es, como afirma Astartita con cierto descaro, una forma de relativismo epistemológico ? Con un grado inaceptable de demagogia, este autor ridiculiza el punto de vista de quienes intentamos entender el uso de drogas teniendo en cuenta factores históricos, sociales, culturales y económicos; buscando la simpatía de las madres antidroga argentinas, pretende que «bajar a tierra» esta concepción, según él relativista , es algo así como «que si una madre ve que su hijo está descompuesto y desesperado por más droga, que no razona, etc., lo importante no es esa «realidad», sino la «concepción» de la madre que está determinando su «percepción» de algo que, tal vez, no exista. En esencia, nadie puede saber si el chico está drogado, debido a que nuestras concepciones están infestadas de ideología dominante, que genera pseudos problemas. Por eso, y siempre según este enfoque, lo más probable es que «chico que está drogado» sea uno de esos tantos «pseudo problemas», creados por el capitalismo estadounidense.» El corolario de esta ingeniosa parodia es la habitual retahíla prohibicionista sobre los estudios que demuestran que la cocaína… ¡actúa sobre los niveles de diferentes neurotransmisores del cerebro! y aún más… que la cocaína, aunque científicos mantienen que los cerebros se recuperan con relativa facilidad si el uso es esporádico, ¡puede crear adicción porque proporciona placer al que la consume!

A partir de esta sarta de manipulaciones y obviedades, el autor desplaza el debate acerca de qué pasa con las drogas hacia una toma de postura filosófica que nada tiene que ver con el problema. Y cae, de este modo, en lo peor que le puede pasar al que se pretende materialista : el reduccionismo. Del mismo modo que la antropología cultural hace tiempo que mostró cómo Marvin Harris decía auténticas chorradas cuando asociaba los grados de agresividad de los yanomamo a una mayor o menor carencia de proteínas en la alimentación 1 , el enfoque que explica la conducta de los yonkis de hoy en día a partir de la química de los opiáceos es poco menos que un auténtico fraude. El que la prohibición, de cuyo origen hablaremos algo más adelante en este texto, junto con otros factores menores de orden sociocultural, sea central en la interpretación del fenómeno por algunos llamado yonkismo no es de ninguna manera una forma de relativismo ; apenas es una perspectiva intelectualmente honesta y mucho más cercana al fenómeno que estudia que la que se basa en estereotipos revestidos con la pátina de lo científico y que esconden auténticos prejuicios morales y culturales. ¿Se puede ser materialista y aún racionalista si se intenta explicar la cosa acudiendo a categorías propias de las ciencias sociales para evitar el reduccionismo absurdo inducido por la creencia en la maldad intrínseca de las sustancias? Por supuesto que sí, ya es hora de dejar de marear la perdiz.

Un ejemplo puede bastar, si bien la Historia general de las drogas de Antonio Escohotado, o el trabajo de Juan Carlos Usó Drogas y cultura de masas: España (1855-1995) , nos muestran muchos otros en el mismo sentido: el psiquiatra español Enrique González Duro estudió en su obra Consumo de drogas en España el fenómeno de la adicción a opiáceos en España en los años sesenta. En este país se dio la curiosa circunstancia de que no se adhirió plenamente a la Convención Única de Estupefacientes de 1961 hasta la reforma del Código Penal de 1971, de modo que los adictos a opiáceos vivían su adicción con toda legalidad. Les entregaban morfina a través de una cartilla. González Duro informa de que, de estos adictos, sólo recibían especial atención médica los pocos que llegaban a niveles de adicción de hasta cinco y siete gramos diarios de la sustancia pura… cantidades que bastarían para matar por sobredosis a más de una docena de los adictos actuales por vía parenteral, dado el grado infame de pureza que se ofrece en el mercado negro. Lo curioso del caso es que estos grandes adictos eran médicos, militares que habían regresado de Vietnam con la adicción, alguna gente de ambientes más o menos marginales, con frecuencia gente común que llevaban una vida más o menos normal. Ninguno de ellos exhibía ninguna conducta ni remotamente comparable con la de los drogadictos actuales, no obligaban a sus familias a una vida de contención y sacrificio, no delinquían de ningún modo, ni siquiera mostraban episodios comparables a los de tantos alcohólicos cuya adicción los conduce a comportamientos lamentables ante sus seres queridos. No vivían descompuestos y d esesperados por más droga. En España, aparecieron la droga y los drogadictos , lo que se suele entender por yonkis, bien entrados los años setenta, una vez se aplicó decididamente el ordenamiento jurídico prohibicionista. En todo este periodo, la bioquímica cerebral de los opiáceos siguió siendo la misma. En lo que la gente se inyectaba varió sensiblemente, eso sí, el nivel de pureza: en la actualidad, los adictos se meten mucha menos morfina (o diacetil morfina, es decir, heroína), pero han aumentado brutalmente sus riesgos de morir por intoxicación y sobredosis (por un pésimo calibrado de la pureza de lo que se compra), o de contraer el SIDA y otras enfermedades. Y aumentó tremendamente la percepción social de riesgo en torno a la droga . Antes de la prohibición, sencillamente el problema apenas existía , más allá de la mala salud de un puñado de personas que persistían en el hábito.

¿Un factor como la prohibición atañe a la experiencia concreta del consumo de drogas de los chicos argentinos de los que habla Astartita? El ejemplo histórico citado, junto con un poco de sentido común, es una muestra clara de que así es. ¿Y cuál es el origen histórico de la prohibición? Mejor documentación histórica que la que nos muestra Escohotado en su Historia general de las drogas difícilmente se podrá encontrar al acceso de la gente común. Ahí se podrá comprobar que el puritanismo estadounidense que encabezó el prohibicionismo tenía un extraordinario trasfondo racista. Se atacó mayormente a las drogas de las que por aquel entonces se consideraban razas pueriles utilizando el ya impresionante poderío mediático de la oligarquía estadounidense del primer tercio del siglo XX, que queda muy claramente expuesto en Una historia popular del imperio americano , de Howard Zinn, en lo tocante a algunas de las guerras coloniales del momento. Los mismos medios que sirvieron de acicate para la invasión gringa de Cuba fueron los que, entrado el siglo XX, protagonizaron una campaña contra la Coca Cola, bebida sudista que contuvo cocaína hasta 1909 y que era mayoritariamente consumida por negros. A los negros cocainizados se les atribuían todo tipo de crímenes, en especial violaciones de mujeres blancas, mientras se atacaba al mismo tiempo directamente a sus derechos civiles mediante leyes segregacionistas y linchamientos. Ni que decir tiene que chinos y mexicanos eran también razas pueriles que se volvían demoniacas con sus drogas tradicionales -opio y marihuana, respectivamente-, y fueron precisamente cocaína, opiáceos y marihuana las sustancias que protagonizaron la primera ley prohibicionista, la ley Harrison de 1914, que, para evitar enmiendas constitucionales, encubrió las restricciones a la libertad en disposiciones de orden administrativo.

Sin embargo, Astarita, en su artículo, interpreta las cosas de otra manera muy distinta, dando la razón a la infame campaña mediática reaccionaria de la época que bien describe Escohotado en su Historia de las drogas. Según Astarita, «sólo cuando empezaron a verse los efectos perniciosos del consumo, a fines del siglo XIX, se levantó el clamor público por restringir su uso. Recién en 1903 la Coca Cola fue obligada a quitar la cocaína de la fabricación de la bebida.» ¿Clamor público o clamor de la prensa reaccionaria? Para tejer su idea del supuesto progresismo de la prohibición, Astarita adorna su punto de vista con las tribulaciones de Engels ante el alcoholismo de la clase obrera inglesa, aunque bien podría haber citado a Marx en El capital , cuando se queja de la escasa pureza en morfina del opio con el que proveen a la clase obrera inglesa 2 .

También vende como progresista la prohibición apoyándose en el papel de Gran Bretaña en las guerras del opio en China, como si una mera cuestión de provecho comercial colonialista hiciera progresistas a los Manchúes que mandaban en el gigante asiático. Antonio Escohotado, en su Historia general de las drogas y en el artículo imprescindible » La prohibición, principios y consecuencias» (véase la nota 7), explica que, tras la derrota frente a los ingleses, «en China, la legalización del opio redujo del 160% al 5% el índice de aumento de las importaciones.» Las guerras del opio se produjeron cuando este fármaco era un bien de primera necesidad no sujeto a ninguna restricción en Europa, ni en la mayor parte del mundo… sin que hubiera ni por asomo ninguna percepción de un problema de la droga . Siguiendo con este razonamiento, si el problema fuera la sustancia, ¿cómo es que no surgió absolutamente ningún movimiento prohibicionista en Latinoamérica o Europa… antes de que el lobby racista-puritano gringo consiguiera extender la prohibición al mundo entero? Los movimientos antidroga fuera de EEUU son, en todos los casos, posteriores a la prohibición, porque esa estampa de las madres sufrientes por sus hijos drogadictos no se generaliza hasta que se mezcla definitivamente la sustancia con el crimen y el estigma. Esto no es relativismo ni negar la consistencia biológica del ser humano; esto es sentido común y conocimiento de la Historia.

Mención especial merecen las alusiones de Astarita a la supuesta utilización de las drogas para debilitar afanes revolucionarios. Alude, entre otros casos, a la denuncia de las Panteras Negras de EEUU acerca de la presunta introducción de drogas en los barrios negros para debilitar la resistencia; ¡la prohibición garantiza precisamente esto, sin necesidad de la intervención del Departamento de Estado! Es obvio que cuando las drogas -que se han consumido siempre y seguirán consumiéndose- se prohíben, se distribuyen a través de un mercado negro que se desarrolla con especial facilidad entre las capas sociales más marginadas, las que menos tienen que perder. Es el caso de los guetos negros norteamericanos. Las drogas legales están en las farmacias, las tiendas y los supermercados; las ilegales, se encuentran más fácilmente en los barrios más atacados por el paro y la marginación. De ahí que, si somos intelectualmente honrados y creemos que sería conveniente, desde el punto de vista de la militancia, sacar el mercado de drogas de las barriadas marginadas, la única salida es la legalización. Decir otra cosa no es racionalismo , es lo contrario: un prejuicio que sólo hace daño a los afectados.

Por otro lado, las organizaciones obreras y de izquierda de finales del siglo XIX y comienzos del XX lucharon sobre todo contra el alcoholismo, pero jamás se les ocurrió que hubiera un problema con el trío cocaína-opiáceos-marihuana. Nunca propusieron la prohibición del alcohol. De hecho, los grupos más beligerantes en la lucha por la sobriedad eran precisamente anarquistas, en España la Federación Anarquista Ibérica (FAI); nada más lejos del ideario ácrata que la prohibición. Por si fuera poco, el régimen prohibicionista como tal no se impuso en la URSS hasta el final del mandato de Gorbachov, como muestra Escohotado en su obra ya citada. Mientras existió un régimen de tolerancia por simple olvido de la cuestión por parte del poder, no existió problema de las drogas en absoluto en la Unión Soviética. Fue después de la prohibición, sobre todo a partir del golpe de Yeltsin, cuando empezaron a aparecer los drogadictos como los entendemos en el mundo prohibicionista.

En fin, los ejemplos históricos no se terminan… pero surge una cuestión: ¿cómo es posible que lo que comenzó como iniciativa de un lobby ultraderechista, puritano y racista, a través de leyes de corte administrativo que fueron transformándose paulatinamente en preceptos penales, se acabara convirtiendo en una prohibición general que abarca a toda la Humanidad? Ante esto, dos consideraciones.

La primera: el carácter racista de la prohibición del trío cocaína-opiáceos-marihuana posiblemente ayudó a que se pusiera en vigor sin grandes cambios en el ordenamiento estadounidense, mientras que la famosa prohibición del alcohol exigió toda una enmienda constitucional. Esta última prohibición se convirtió oficialmente en un gran problema que se resolvió haciendo regresar esta droga a la legalidad. ¿Por qué no se ensayó lo mismo con las demás? ¿Porque eran más dañinas? Es sabido que en lo tocante a toxicidad, potencial adictivo y relación con problemas psiquiátricos, el alcohol es una droga dura y peligrosa como la que más. Es de las pocas cuyo síndrome de abstinencia, por ejemplo, puede resultar en muerte en un tanto por ciento importante de los casos3, cosa que desde luego no sucede con, por ejemplo, los opiáceos; por si fuera poco, el síndrome de abstinencia de la cocaína se sigue definiendo como psicológico y el de la marihuana sencillamente no existe. Las causas para la discriminación negativa de estas drogas hay que encontrarla en otro lado: se trataba de sustancias de algún modo secundarias y propias de grupos sociales minoritarios, cuando no directamente marginados.

La segunda: el arrebato puritano resultó, a la postre, muy rentable. Políticamente, dio lugar a una guerra de sabrosos réditos propagandísticos. Dio mucho juego a la fontanería de los estados, en particular de EEUU: sin ir más lejos, el conocido caso Irán-Contra que se saldó con la condena de Oliver North, incluía el tráfico de opiáceos en beneficio de los servicios secretos estadounidenses para armar bajo mano al mismo tiempo a los rebeldes afganos contra la URSS y a la Contra nicaragüense. Económicamente, las drogas prohibidas se han convertido, según la ONU, en el tercer negocio a escala global, tras el petróleo y las armas; el volumen gigantesco de los activos que maneja este comercio ha inflado sin ninguna duda el volumen de los paraísos fiscales, el blanqueo de dinero negro y la corrupción estatal. Neoliberalismo en estado puro: todo un sector de la economía que escapa a toda regulación estatal y que casa a la perfección con la quiebra de la economía legal en los países sometidos a ajuste estructural4.

Por otro lado, no se nos puede quedar suelto un argumento de Astarita con el que pretende alimentar el prohibicionismo de las sustancias a cuenta del derecho a la información. Si decimos que las condiciones del uso son importantes, no estamos negando los peligros potenciales de las sustancias. Es un mito infame decir que por probar la heroína, la cocaína o el cáñamo vas a ser un adicto porque se trata de sustancias que anulan completamente el buen discernimiento de un ser humano adulto. Esto es una patraña, por mucho que se disfrace de espantosos análisis sobre neurotransmisores y se construyan conceptos ad hoc como el de «craving» para explicar el ansia del adicto por encontrar cocaína5. Las encuestas muestran que, por ejemplo, el 32 por ciento de los españoles de 15 a 64 años de edad han probado el cannabis alguna vez en su vida, mientras que sólo un dos por ciento confiesa consumirlo a diario; es decir, sólo el 6,25% de los que prueban el cannabis lo consumen luego diariamente -lo cual probablemente tampoco es lo mismo que decir que son adictos-. Con la cocaína pasa algo parecido: el 10,2% de los españoles dicen haberla probado alguna vez, mientras que sólo el 2,6% afirma haberla consumido en el último año y apenas el 1,2% afirma consumirla diariamente. En el caso de la heroína en polvo, el consumo es, en general, muy bajo y marginal, con graves riesgos extraordinarios asociados precisamente a las condiciones sociales del entorno en el que la prohibición sitúa su mercado. Aun así, según el Plan Nacional sobre Drogas español, sólo uno de cada seis individuos que la prueba pasa a consumirla diariamente6. La conclusión es evidente: a pesar de las distorsiones informativas que la prohibición impone, el peso de la sustancia en sí como vehículo de una adicción ingobernable, que justificaría su prohibición y el alarmismo como información, es precisamente muy relativo y, sin duda, un problema muy minoritario entre los usuarios de las sustancias.

Para ampliar estas ideas, nada mejor que analizar otro de los argumentos de Astarita en el artículo citado. Según él, el ejemplo de la lucha contra las empresas tabacaleras en EEUU es un claro ejemplo de lucha progresista, a favor de la información clara acerca de los peligros de la nicotina. La objetividad de la sustancia se convierte en el eje de su planteamiento. Curiosamente, Astarita no se plantea la prohibición como solución para el problema del tabaco. Basta con obligar a las compañías a no engañar a los consumidores. El concepto de prohibición, tan determinante, brilla por su ausencia en la mayor parte del artículo, como un lastre que arrastra en silencio todo su argumentario. Escohotado, en el interesante artículo ya citado de su web 7 , observa el caso de algunas sustancias psicoactivas, de uso ancestral, que no están sujetas a prohibición, sino a olvido , como son las solanáceas con atropina y escopolamina: «No generan actualmente incidentes criminales ni el menor interés colectivo« . Para poner las cosas en su sitio, es importante la información veraz y la limitación de la publicidad, nunca la prohibición. El problema de las tabaqueras no es el tabaco, es su carácter de empresas multinacionales obsesionadas con el lucro, pero esto sucede también con todo el sector farmacéutico, el armamentístico, petrolero o de la automoción. El problema no es el tabaco, es el capitalismo. Más pernicioso que vender esa droga es tener que vender millones de automóviles al año, que causan más de un millón de muertos por año, contaminan el ambiente de las ciudades y contribuyen al efecto invernadero… 8 En cualquier caso, nunca se puede pedir al mercado negro la transparencia e información veraz que los activistas estadounidenses han conseguido para el mercado del tabaco.

En conclusión

No se puede pretender hacer pasar por racionalismo la ignorancia. Para pensar no se deben confundir las cosas. Definir el objeto de estudio no es fácil, y aquí no caben reduccionismos. Si queremos pensar verdaderamente qué pasa con las drogas, es un grave error ignorar los asuntos cruciales para poder entender aunque sea un poco del asunto.

No se puede ignorar la importancia de la prohibición para dar lugar al problema. No se puede ignorar la importancia del uso y de las condiciones del uso frente a la naturaleza de las sustancias. Casi cualquier cosa que ingerimos o utilizamos puede ser peligrosa, todo depende de cómo se use, de las condiciones del acceso y de las construcciones socioculturales, ideológicas, que visten su uso. No se puede ignorar la Historia, que muestra hasta la saciedad las consecuencias brutales del prohibicionismo, y señala con el dedo a sus verdaderos beneficiarios. No se puede olvidar la importancia del negocio que se ha generado, de dimensiones catastróficas, y lo que implica para los estados y los pueblos.

Refugiarse en la supuesta maldad intrínseca de los compuestos químicos con la excusa del objetivismo científico es querer cerrar los ojos, y las asociaciones de víctimas deben abrirlos de una vez. Ante todo, mucho antes que de la droga, son víctimas de la prohibición y lo que ésta genera en el capitalismo. Si las drogas se legalizan, habrá sin duda problemas de salud de una pequeña porción de usuarios, pero desaparecerán la mayor parte de los problemas más graves que afrontan las familias de los drogadictos actuales, relacionados todos con la prohibición: el oscurantismo y falta de información veraz, la adulteración y el uso de sucedáneos infames como el crack (con los daños colaterales que implican para la salud), la relación con la delincuencia y las redes criminales, la ubicación de los principales mercados de drogas en las zonas marginales de la sociedad, fuera de todo control y del acceso de las redes de cuidado y prevención…

Por último, queda un cuestión que hemos dejado para el final porque tiene que ser objeto de un desarrollo detallado en otros textos más adelante, pero que no se nos puede quedar en el tintero. Hasta el momento, han sido pensadores de corte liberal o ultraliberal quienes han defendido con los mejores argumentos y la mayor seriedad la libertad personal en este asunto. El propio Antonio Escohotado en España, o el psiquiatra Thomas Szasz, autor del interesante ensayo Nuestro derecho a las drogas, son ejemplos claros de esto. Sin embargo, ya encontramos entre algunos de los autores más interesantes de la izquierda marxista planteamientos que pretenden hacer regresar a Marx a sus orígenes republicanos y a hacer de la libertad individual una de las máximas de la izquierda, que no se ha de entregar nunca más al enemigo9. Con el asunto de las drogas, es central el respeto al derecho del ser humano adulto a buscar la felicidad por los medios que considere adecuados, y al autogobierno del propio cuerpo; hablamos por tanto de un socialismo de mujeres y hombres adultos, que toman libremente sus propias decisiones, y cuya dieta alimentaria y farmacológica sea esencialmente autodeterminada, sin perjuicio de que el Estado y la colectividad en general pongan a su disposición toda la información veraz necesaria para que cada uno decida con pleno uso de sus facultades.

Notas:

1. Excelente refutación de las tesis de Harris, que jamás conoció directamente a los Yanomamo, por parte del discípulo de Levy Strauss Jacques Lizot, en su artículo Guerra y proteína entre los yanomami, publicado en la revista Archipiélago, Nº 7 (1991), páginas 54 a 64.

2. Nota 39 al pie del capítulo XXII del libro I de El Capital: «Leyendo los informes de la última Comisión parlamentaría inglesa encargada de investigar la adulteración de víveres, vemos que en Inglaterra se llega incluso a falsificar los medicamentos, sin que esto sea, ni mucho menos, una excepción. Así, por ejemplo, examinando 34 pruebas de opio compradas en otras tantas boticas de Londres, resultó que 31 estaban adulteradas con adormidera, harina de trigo, pasta de goma, arcilla, arena, etc. Muchas no contenían ni un solo átomo de morfina.» Curioso que Marx no celebrara la ausencia de morfina en la mercancía vendida a los obreros…

3. Véase, por ejemplo, Evolución clínica y factores pronóstico en el síndrome de abstinencia alcohólica , tesis doctoral de Rafael Monte Secades, Universidad de A Coruña (España), 2008.

4. Dos textos interesantes acerca de todo esto:

Sobre las relaciones entre actividades encubiertas de los estados y tráfico de drogas, y para hacerse una idea del volumen económico del asunto, véase «¿Quién se beneficia del comercio de opio afgano? «, artículo de 2006 de Michel Chossudovsky disponible en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=38222.

Sobre la relación entre narcotráfico y ajuste estructural, la entrevista a Michel Chossudovsky para la agencia Alai-Amlatina titulada «Las movilizaciones en Washington contra el FMI y el banco mundial», que se puede encontrar en http://www.rebelion.org/hemeroteca/sociales/chossudovsky_washington.htm.

5. Antonio Escohotado, en su Historia de las drogas , relata el caso de la prohibición del café en la Rusia zarista entre los siglos XVIII y XIX. Las penas por consumir esta droga incluían la mutilación de orejas y nariz. La Historia cuenta que no era infrecuente encontrar en la Rusia de aquellos tiempos auténticos consumidores compulsivos, a menudo desorejados, cuya descripción perfectamente encaja con el famoso craving de los cocainómanos.

6. Encuesta Domiciliaria sobre Alcohol y Drogas en España (EDADES-2009). Plan Nacional sobre Drogas, Gobierno de España. Se puede descargar en: http://www.pnsd.msc.es/Categoria2/observa/estudios/home.htm.

7. La prohibición, principios y consecuencias, en: http://www.escohotado.com/articles/laprohibicionprincipiosyconsecuencias.htm

8. Muy interesante a este respecto es el documental Super size me , de Morgan Spurlock, que muestra de qué son capaces las multinacionales de comida rápida como McDonalds para incrementar sus beneficios, aunque sea a costa de un severo daño a la salud de los consumidores.

9. Es el caso de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero con su importante volumen El orden del capital , editorial Akal, 2010.

Obras citadas:

González Duro, Enrique. Consumo de drogas en España. 1979. Editorial Villalar.

Escohotado, Antonio. Historia general de las drogas. 1989. Alianza Editorial.

Usó, Juan Carlos. Drogas y cultura de masas: España (1855-1995). 1996. Editorial Taurus.

Zinn, Howard. Una historia popular del imperio americano. 2010. Ediciones Sinsentido.

Szasz, Thomas. Nuestro derecho a las drogas. 2001. Editorial Anagrama.

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