1 Después de las «burbujas» económicas, toca apretarse el cinturón. Hemos estado viviendo por encima de nuestros medios, gastando lo que no teníamos, endeudándonos en exceso: ahora toca evaluar sobriamente la situación, y adecuar los gastos a los recursos disponibles. Pero no estoy hablando de la crisis financiera y económica que empezó en 2007. Me […]
1 Después de las «burbujas» económicas, toca apretarse el cinturón. Hemos estado viviendo por encima de nuestros medios, gastando lo que no teníamos, endeudándonos en exceso: ahora toca evaluar sobriamente la situación, y adecuar los gastos a los recursos disponibles. Pero no estoy hablando de la crisis financiera y económica que empezó en 2007. Me refiero al capitalismo industrial que comenzó a mediados del siglo XVIII.
2 ¿Cabe pensar que, en algún sentido, estemos viviendo tiempos «normales»? Después del crash financiero global de 2008, hasta los columnistas de prensa y los ministros de economía dicen que vivimos tiempos excepcionales: que han saltado por los aires las reglas de juego inamovibles hasta ayer mismo. Pero importa darse cuenta de que esta no es solo una crisis financiera; ni solo una crisis económica que puede transformarse en una gran depresión mundial. Va mucho más allá. Vivimos en un mundo de las muchas crisis. Pero la más básica es la crisis de nuestra relación con la biosfera: aún no hemos aprendido a habitar esta Tierra. Llevamos un par de siglos -y sobre todo, el medio siglo último- viviendo dentro de una máquina infernal. Si crece, destruye (lo ecológico, pero no sólo lo ecológico). Y si no crece, devasta (lo social, pero no sólo lo social): ¿No ha llegado la hora de salir fuera de esa máquina diabólica?
3 Todo el período del capitalismo y la sociedad industrial -los dos últimos siglos de historia humana, para abreviar- cabe considerarlo como una gran burbuja especulativa: podríamos llamarlo, de manera bastante precisa, la burbuja termoindustrial, o la burbuja fosilista industrial. Ahora tenemos ya muy poco tiempo para ingeniar una civilización industrial sostenible. En las burbujas inmobiliaria o financiera, los especuladores «toman prestado del futuro» y la pompa de jabón estalla cuando se hace evidente que esas deudas no podrán ser reembolsadas. En la burbuja fósil, hemos estado tomando prestado -muy irresponsablemente- del pasado: la gigantesca riqueza de hidrocarburos fósiles acumulada a lo largo de millones de años. Ahora comenzamos a ver el fondo del arcón: el tesoro se acaba.
4 ¿Puede haber un fin de la historia? Claro: pero no en el sentido de acabamiento y grandioso cumplimiento a lo Hegel y Fukuyama, sino en el mucho más trágico que se vincula con el desplome de la civilización humana (quizá incluso la desaparición de la especie humana). Tal desastre -que está en nuestro horizonte inmediato al menos desde la introducción de las armas nucleares a partir de 1945- es hoy una posibilidad aún más acuciante que antes, a medida que vamos entreviendo la dinámica de un posible colapso civilizatorio bajo la doble presión del peak oil y el calentamiento climático. Bruce Hoeneisen Frost en 1999: «El límite natural de la capacidad de sustentación de la Tierra, una vez que se agoten el petróleo, el gas natural y el carbón (y suponiendo que la humanidad tenga la sabiduría de no usar reactores nucleares), será de aproximadamente tres mil millones de personas. Esta es la población que pueden sostener las fuentes renovables de energía. (…) El siglo XXI es el período de transición que divide en dos la historia de la humanidad. Por un lado la era del crecimiento ilimitado [basado en los combustibles fósiles]; por otro, la era de la limitación material.» Ligero, lento, cerca, silencioso, solar. Cinco adjetivos que bastan para definir esa otra manera de estar en el mundo que necesitamos desesperadamente ¿y de la que no vamos a ser capaces?
5 ¿De qué trata la economía? La respuesta convencional -que hoy prevalece-reza: trata de la reventa con beneficio («generación de valor añadido»). Nosotros, por una parte, tenemos que reivindicar la respuesta de la economía política clásica, la de Aristóteles y Adam Smith y Karl Marx: trata de producir bienes y servicios útiles para los seres humanos. Y, por otra parte, tenemos que señalar los límites de esa respuesta clásica, reformulándola a partir de las aportaciones de la economía ecológica (que trata de conectar el mundo del valor económico con sus bases biofísicas) y de la economía feminista (con su énfasis en la importancia de la reproducción social y los cuidados). Herman E. Daly en 1971: «El steady-state [o la sostenibilidad] exigirían menos de nuestros recursos ambientales, pero mucho más de nuestros recursos morales.»
6 George Monbiot en 2002: «El capitalismo es un culto milenarista, elevado al rango de religión mundial. (…) Igual que los cristianos imaginan que su Dios los salvará de la muerte, los capitalistas creen que los suyos los librarán de la finitud. A los recursos del mundo, aseveran, les ha sido garantizada la vida eterna. Pero basta una reflexión breve para mostrar que esto no puede ser verdad. Las leyes de la termodinámica imponen límites intrínsecos a la producción biológica. Incluso la devolución de la deuda, el pre-requisito del capitalismo, resulta matemáticamente posible solo a corto plazo. Heinrich Haussmann ha calculado que un simple pfennig invertido al 5% de interés compuesto en el año cero de nuestra era sumaría hoy un volumen de oro de 134.000 millones de veces el peso del planeta. El capitalismo persigue un valor de producción conmensurable con el reembolso de la deuda. (…) Una razón por la que fallamos en comprender un concepto tan simple como el de finitud es que nuestra religión se fundó sobre el uso de los recursos de otras personas: el oro, el caucho y la madera de América Latina; las especias, el algodón y los tintes de las Indias orientales; el trabajo y la tierra de África. La frontera de la explotación les parecía indefinidamente expansible a los primeros colonizadores. Ahora la expansión geográfica ha alcanzado sus límites, el capitalismo ha desplazado su frontera del espacio al tiempo: «acaparar recursos de un futuro infinito. (…) Todos los que están en el poder hoy saben que su supervivencia política depende de cómo se roba al futuro para entregarlo al presente.» Y también ese robar al futuro para entregarlo al presente tiene límites que hemos alcanzado ya o estamos a punto de alcanzar; pero el de las gentes como Monbiot es el tipo de mensaje veraz que casi nadie parece tener interés en escuchar. Una teoría económica -y todavía más, una práctica- que solo atiende al ‘valor añadido’, sin preocuparse nunca del valor sustraído: ahí se muestra la fenomenal ceguera voluntaria de esta civilización. El ‘inversor’ es un demente megalómano que piensa que el mundo le debe un 6 ó un 8% anual. (También hay locos furiosos que están convencidos de que se les debe un 20%.) ¡Y a esos psicópatas ha entregado el capitalismo el control del mundo! A los demócratas, que creen que la gente debe gobernarse a sí misma, los ‘realistas’ no dejan de echarles en cara su incorregible ingenuidad: ellos saben bien que quienes gobiernan y gobernarán son esa camarilla demente a la que llaman ‘los inversores’.
7 El desajuste último, el que condena de forma inapelable a este sistema económico -con sus pompas y sus obras–, es una idea errónea: tratar de vivir dentro de un planeta esférico y finito como si se tratase de una Tierra plana e ilimitada. Como si los recursos naturales fuesen infinitos, como si la entropía no existiese, como si los seres humanos fuésemos omnipotentes e inmortales. Mercantilización nihilista en lo económico, individualización anómica en lo social: esa es la propuesta del sistema. Mi amigo Rafael: «No me voy a morir sin ver el final del capitalismo». Y no es ningún jovencito, sino un jubilado (muy activo)…
8 Si miramos la cruda realidad de frente, probablemente habría que decir: la suerte está echada. La crisis financiera de 2008 probablemente fue la última oportunidad de quebrar a tiempo la desastrosa hegemonía neoliberal de los últimos decenios; la ‘cumbre’ de Copenhague en diciembre de 2009 probablemente fue la última oportunidad para salvar el equilibrio climático del planeta. Solo puede uno hacer pie en la pequeña repisa del ‘probablemente’: esperar lo inesperado, decía el viejo Heráclito, porque en otro caso, con seguridad, no lo hallaremos. Esperar lo inesperado, desearlo, convocarlo, no dejar de luchar por materializarlo. El siglo XX fue trágico. El siglo XXI multiplicará la tragedia.
9 Futuralgia: dolor por la vida que podría ser, por la plenitud que cabría alcanzar. Rabia contra quienes nos amputan nuestras posibilidades mejores, en una época tenebrosa -la nuestra- donde el porvenir se halla trágicamente amenazado. Ardiente desconsuelo, sin resquicio por donde pudiera colarse la indecente denigración de lo humano. Ferocidad, ninguna. Pero sí rabia: la rabia de una futuralgia que abrasa.
10 No me cansaré de repetirlo: nuestros héroes culturales deberían ser Sísifo -el que no deja de empujar su peñasco montaña arriba, pese a que rueda cuesta abajo una y otra vez- y el barón de Münchhausen -el que trata de sacarse a sí mismo del pantano tirando de su propia coleta–. Si es que estamos aún interesados en ser humanos, en llegar a ser humanos.