Economía: el hombre solitario y sus objetos. Un padre y un hijo, después de un vago cataclismo nuclear, arrastran un carrito de supermercado, cargado con un puñado de enseres, por las carreteras borrosas de un mundo en el que todos los colores -cielo, aire, tierra- se han fundido en una espuma de leche sucia. Todas […]
Economía: el hombre solitario y sus objetos.
Un padre y un hijo, después de un vago cataclismo nuclear, arrastran un carrito de supermercado, cargado con un puñado de enseres, por las carreteras borrosas de un mundo en el que todos los colores -cielo, aire, tierra- se han fundido en una espuma de leche sucia. Todas las relaciones, todos los vínculos, todos los cálculos, el conjunto de proyectos y razones que garantizan la continuidad social, se han reducido a unos cuantos objetos supervivientes y a dos o tres impulsos inmediatos. Es mejor evitar a los otros seres humanos, fuente sólo de amenaza, y es una suerte encontrar restos de comida o de menaje entre los escombros. Cada hallazgo -la varilla de un paraguas, un par de pilas, una manta- prolongan unos días una vida que por eso mismo es absurdo conservar. Para conservarla, en todo caso, es necesario vigilar, cuidar, administrar, racionar las propiedades. En definitiva, hacer permanentemente economías.
En la extraordinaria novela de Cormac McCarthy impresiona esta reaparición de las cosas, anuladas en el mercado por su propio exceso, tras la catástrofe. Pero en este sentido, como en tantos otros, La Carretera recuerda al Robinson Crusoe de Defoe, del que es al mismo tiempo una interpretación y una prolongación. Las semejanzas son patentes: en ambos casos los supervivientes parasitan sin cesar los pecios de un mundo destruido para reproducir una existencia solitaria, con un niño -real o figurado- como toda compañía o contrapunto, convertidos sus propios cuerpos en «restos» comestibles, objeto de la codicia antropófaga de cálculos humanos paralelos. Es verdad que media un abismo mental entre la atmósfera colonial de Defoe, solar y prometeica, en la que el macho blanco, como la araña su tela, es capaz de extraer de sí mismo civilización en las condiciones más adversas, y -por otra parte- la extrema languidez apocalíptica de McCarthy, aferrado a un vínculo postrero y a la esperanza remota de «restos» también de bondad entre los escombros; pero podemos decir que ambas novelas describen un mundo pre o post-social estricta -desnudamente- económico: marcado, es decir, por la gestión individual de recursos escasos, por la administración cicatera y egoísta de la escasez.
La economía, ¿es el arte de administrar los restos de un naufragio? Como es sabido, el punto de partida de Marx fue el de criticar justamente la visión fraudulenta de este horizonte catastrófico en el que emergía, como mónada natural, un individuo puro, emprendedor, capaz de construir por sí solo, contra la naturaleza y contra los otros hombres, un mundo paradójicamente habitable para todos. Es lo que él llamaba las «robinsonadas» de Smith y Ricardo, el mito fundador de un capitalismo que, al contrario, «había desarrollado las relaciones sociales al más alto grado» y en el que el individuo aislado no constituía «el comienzo de la historia» sino su «resultado». El hombre, dice Marx, es en sentido literal un zoon politikon, «no solamente un animal social sino un animal que sólo puede individualizarse en la sociedad». Robinson no encarnaba la nostalgia por la vida natural, el retorno al ser humano original sino, a la inversa, el anticipo del «hombre nuevo» que se preparaba desde el siglo XVI y que alcanza su expresión más depurada en el siglo XX, tras la segunda guerra mundial: Robinson Crusoe aislado en medio de la abundancia del mercado.
La crítica a las «robinsonadas» tenía, en todo caso, una larga historia. Ibn Jaldun, antepasado árabe de Marx y Maquiavelo, ya había dejado claro a finales del siglo XIV en su Al-Mugaddimah que «las diferencias que se aprecian en las condiciones y las instituciones de los diversos pueblos dependen de la manera en que cada uno de ellos procura su subsistencia: los hombres no se han reunido en sociedad sino para ayudarse a lograr los medios de vivir», y ello porque «el poder de un individuo aislado no sería suficiente para obtener lo necesario ni podría por sí solo procurarse lo que hace falta para el mantenimiento de la vida».
Mucho antes, por supuesto, el filósofo Aristóteles, al que habían leído Ibn Jaldun y Marx y al que éste último toma prestada la expresión zoon politikon, había establecido para siempre la necesidad de comprender al ser humano individual a partir de la colectividad de la que forma parte y no al revés: «La ciudad es una de las cosas naturales (para el hombre), y el hombre es por naturaleza un animal social; y el que es insocial por naturaleza y no por azar o es un mal hombre o es más que hombre».
Y sin embargo, ¿no hay algo teóricamente fecundo en mantener a la vista la idea de «naufragio» o «catástrofe» como fuente, y no colapso, de la sociabilidad? ¿Como garantía de racionalidad? Y en cuanto a la imagen del hombre a solas con sus cosas, ¿no encarna precisamente la triste victoria de la condición económica sobre la condición política o social? ¿El gancho biológico por encima del cual no ha logrado elevarse ninguna sociedad humana hasta la fecha, salvo desigual e injustamente? Aquéllos a los que no se deja llegar a ser hombres, aquéllos que están por encima del hombre, son insociales e impolíticos por igual y lo son justamente porque están atrapados, porque siguen atrapados, en la Economía.
Que Aristóteles se ocupe de la economía en su Política es muy revelador. Como es sabido, en su sentido original, «economía» remite a la «administración o gestión de la casa», pero la casa, para un griego libre, era al mismo tiempo parte integrante y negación de la polis. La casa es la «familia», con todo lo que ello implica de jerárquico e intestinal: término derivado del latín «famulus», «servidor», describe el conjunto de mujeres, hijos, esclavos y objetos propiedad de un solo amo. En su calidad de amo, en familia, el varón ateniense es un individuo a solas con las cosas y no es todavía, por tanto, un zoon politikon, un ciudadano, el hombre que uno llega a ser cuando sale de casa para reunirse -no con objetos y propiedades- sino con iguales. «El hombre es acción, no producción», dice Aristóteles y la economía, que se ocupa de la producción y utilización de los bienes, se ciñe al espacio doméstico de las cosas sujetas, animadas o inanimadas. La economía es una tekné para amos solitarios, forzados a administrar su islote, que deben aprender a tratar a las mujeres y a los esclavos no menos que a hacer cuentas y a conseguir el mejor trigo o el aceite más barato. Por eso mismo Aristóteles se niega a ver ninguna continuidad entre el «gobierno del amo» y el «gobierno de la ciudad», pues uno -dice- se ejerce sobre cosas y el otro sobre hombres: «el gobierno doméstico es una monarquía (ya que toda casa es gobernada por uno solo) mientras que el gobierno político es de libres e iguales». El amo, como Robinson, se yergue solitario en el centro de una pequeña colección de enseres rescatados -con mucho trabajo, aunque sea ajeno- del naufragio general.
La extensión de la economía al conjunto de la polis se llama «tiranía». La polis, sometida a la voluntad de un solo hombre, es reducida a la «condición doméstica» y sus ciudadanos tratados como «famuli», como esclavos, mujeres y niños; es decir, como objetos administrados por el tirano. La casa ahora tiene los límites de la ciudad, la familia delimita las fronteras del Estado; todo es, digámoslo así, «economía». Pero esta extensión de la vida doméstica al conjunto de la polis, la conversión del amo en tirano, la privatización de la vida pública, tiene que ver con el paso de la «economía» a la «crematística», según la distinción que hace el propio Aristóteles. La economía, por así decirlo, define el marco de los bienes de consumo que podemos utilizar personalmente y sus límites coinciden con la satisfacción de necesidades materiales finitas; la riqueza propiamente «económica» es tan limitada como los objetos en los que está contenido su valor y los cuerpos que acometen su producción y su disfrute. Todo lo contrario ocurre con la «crematística». Economía pervertida, economía «desmedida», la crematística no conoce límites, se impone a sí misma precisamente la negación de los límites, y esto porque su propósito no es el «uso» sino la adquisición de riquezas, mediante el comercio o la guerra, como puros medios para adquirir nuevas -y nuevas- riquezas; es decir, la utilización de las riquezas -sobre todo bajo la forma «dinero»- para negarles toda utilidad. «Una extraña riqueza», dice Aristóteles, «que no impide que el que la posee en abundancia se muera de hambre». Lo que asemeja a los subhombres y a los sobrehombres -insociales e impolíticos- es que no pueden saciar jamás su apetito.
El paso de la economía a la crematística, su extensión cancerosa al gobierno de la ciudad, entraña la despolitización de la polis. La relación casi orgánica entre crematística y tiranía queda claramente expuesta en los Económicos, obra probablemente apócrifa pero de inspiración muy aristotélica, en cuyo segundo libro se nos dan ejemplos históricos de «adquisición de riqueza», la mayor parte de los cuales revelan el fraude o la violencia de renombrados tiranos de la antigüedad: Hipias, Mausolo, Lígdamis y, por supuesto, Dionisio de Siracusa. De este último, el Pseudoaristóteles cuenta la anécdota muy reveladora -anticipo de la violencia oculta en los mercados monetarios de nuestros días- de cómo el tirano mandó acuñar moneda de estaño e hizo luego jurar a los ciudadanos reunidos en asamblea, bajo pena de muerte, que eran de plata. «Los hombres», decía el filósofo en la Política, «no se hacen tiranos para no pasar frío». Es la pulsión apeiron –sin límites ni medida- de la crematística, es la hybris que busca la equiparación con los dioses, la que transforma a un ciudadano en un amo de sus iguales, a un zoon politikon en un Robinson de sus congéneres. «Los mayores delitos tienen por causa los excesos, no la necesidad»; y por eso, añade Aristóteles, «los mayores honores se conceden al que mata, no a un ladrón, sino a un tirano».
No deja de ser curioso y significativo que haya que esperar a la consolidación del capitalismo para que el término «economía» pierda su vínculo original con el ámbito doméstico sin perder, sin embargo, su sello de clase: el propietario individual aislado con sus cosas, animadas e inanimadas, sigue erguido como zoon ekonomikon, pero ahora fuera del hogar, en el centro de la escena. El capitalismo es una crematística; es decir, la extensión y emancipación, a partir del suelo «familiar», zozobrante y limitado, de la economía doméstica. Durante la Edad Media y el Renacimiento la «economía» siguió aleccionando sobre los deberes de los esposos y la hora en que convenía encender las lámparas. Hay que esperar a 1615 para que el francés Antoine de Montcheretien, nombrando ya otra cosa, añadiese el adjetivo «política» para designar la privatización -domesticación- capitalista de la res publica. De Economía Política hablarán Smith y Ricardo; también Rousseau en la entrada correspondiente de la Enciclopedia. Igualmente Marx para criticar a los dos primeros y señalar sus reservas frente al ginebrino. Luego, cuando la domesticación fue completa, cuando el capitalismo convirtió en crematística cada cuerpo, cada piedra, cada herramienta, cada plaza y cada palabra, ya no hizo falta esa precisión que la contradecía: todo pasó a ser -sólo pasó a ser- Economía. Por eso mismo, no debe extrañar que precisamente en ese momento, como denunciaba Marx, el hombre a solas con sus cosas -el subhombre antiguo, el sobrehombre antiguo, Robinson y Dionisio- apareciese, ahora en medio de la abundancia, como el único sujeto posible de libertades y derechos. El zoon politikon había muerto sin llegar a nacer.
Pero los excesos de la abundancia son también «los restos de un naufragio».
Aristóteles era racista, machista, clasista, sí, pero era un hombre despierto. No sólo comprendió que la política era incompatible con el «gobierno monárquico» de la economía y con la privatización del uso de la riqueza; como era realmente un filósofo, uno de los más grandes, enseguida percibió, con enorme sentido común, contra el sentido común, que el principio cronológico y el principio ontológico de las cosas discurren a menudo paralelos y en direcciones opuestas. «El todo», decía, «es anterior a las partes». Por eso mismo, el hombre aislado y la casa aislada sólo existían y sólo se explicaban a partir de la polis. Pero el todo, en efecto, es anterior a las partes, y el todo ya no es la polis. La paradoja de la domesticación capitalista del espacio público y todos sus territorios es la de haber ensanchado los límites de la isla de Robinson hasta hacerlos coincidir, como en la carretera borrosa de McCarthy, con los de la tierra entera. Chesterton decía, evocando precisamente la novela de Defoe, que el mundo no es más que «los restos de un naufragio»: un sol, unos cuantos sexos, unos cuantos árboles, un poco de aire y de agua y de arena. El todo no es la polis sino el planeta. Y con las pocas cosas que contiene hay que hacer, sí, economías.
Sin padres ni reyes ni amos ni maridos: con política.
Fuente: http://www.revistabostezo.com/detalle_sumario2.php?recordID=4