En este artículo (el segundo de una serie), el autor analiza la correlación de fuerzas en el actual contexto económico brasileño y las alternativas que se le presentan a Lula.
Al analizar nuestro país en el contexto del mercado mundial, necesitamos caracterizarlo a partir de las relaciones que establece con otras naciones. Dentro del modo de producción capitalista, los diferentes Estados burgueses, en tanto que representaciones sociohistóricas de distintos Estados nación, ocupan diferentes posiciones en el escenario político-económico mundial. Esas posiciones obedecen a su inserción en el mercado como países centrales o periféricos y al papel de cada país en el mercado mundial, en otras palabras, dependen de la llamada división internacional del trabajo [1].
Esta división es el resultado de los procesos de formación de esos Estados, de la relación que se estableció entre ellos en el nacimiento del capitalismo y en la transición de este a su fase superior, el imperialismo. Esa fase superior del capitalismo, de acuerdo con Lenin, se caracteriza por el predominio del capital financiero y ficticio, la tendencia a la formación de monopolios y una disputa internacional entre los Estados por el mercado.
Para observar la posición de cada Estado nación en el imperialismo es preciso analizar su historia e inserción en el periodo anterior, el desarrollo de su industria, sus recursos humanos, el tamaño y la dinámica de su economía, y el stock de capital acumulado, y la capacidad de ese Estado para mantener bajo su control e influencia otros Estados, así como para permanecer en relación de independencia con respecto a otros países. En este sentido, podemos decir que bajo la fase imperialista del capitalismo el mundo se divide básicamente entre los países imperialistas (los que ejercen su poder político y militar sobre otro país mediante el chantaje financiero, la ocupación militar y el control del mercado mundial) y los países periféricos [2].
Al detener nuestra mirada en Brasil y su posición económica, necesitamos ver cuál es nuestro grado de autonomía con respecto al mercado mundial, cuál es el grado de desarrollo tecnológico dentro de nuestras fronteras, cómo se da el proceso de exportación e importación de capital y cuál es el desarrollo de nuestras fuerzas productivas. Nuestro país es una nación periférica en el escenario mundial, nosotros no decidimos las reglas de juego. Nuestra formación económico-social es la de un capitalismo desigual y dependiente. Desigual, porque las regiones del país se desarrollaron de formas diferentes, al margen de que existe un retraso colonial en relación al capitalismo céntrico. Dependiente, lo cual significa que ese retraso hace que nuestro desarrollo dependa siempre de nuestras relaciones con el exterior, nuestro país en el mercado mundial tiene un papel de exportador de materias primas e importador de productos elaborados.
Los límites de nuestro régimen fiscal
Los regímenes fiscales que se establecen en formaciones económicas y sociales como la nuestra son fruto de una soberanía restringida. Nuestra independencia política y económica está limitada por las potencias imperialistas.
Al analizar los países de América Latina podemos observar el uso de una lógica fiscal limitada y dependiente que se manifiesta en los siguientes aspectos.
El primero, favorece que las estructuras tributarias estén basadas en impuestos indirectos de carácter regresivo, ya que en la práctica esa carga tributaria regresiva libera a los más ricos del pago de impuestos equivalentes a su renta y por medio de los impuestos indirectos hace recaer sobre bienes de consumo cotidiano uno de los principales medios de financiación pública. La consecuencia es que las clases populares son las que acaban sufriendo en mayor medida la carga tributaria.
El segundo elemento propio de los regímenes fiscales dependientes es la liberación de la carga tributaria del circuito primario-exportador. Los grandes negocios, en especial los agrarios, quedan exentos del pago de tributos en la exportación, lo que provoca que sea la masa asalariada de la población quien soporta una mayor carga fiscal en el presupuesto estatal.
Por último, en cuanto al formato de refinanciamiento de las deudas públicas, el modelo actual se estableció en el régimen dictatorial y no fue modificado. Basado en la “recompra” garantizada de los títulos de la deuda pública, ese modelo se sostiene gracias a la expansión continua de la deuda, con absoluta independencia con respecto a la capacidad productiva del país, y a la financiación de bienes de capital.
Ese modelo tuvo graves consecuencias, de entrada, el crecimiento de la deuda bruta incluso en un contexto no deficitario, a lo que se suma el hecho de que la deuda asume la condición de agente financiero, bien anulando riesgos o afirmándolos o, principalmente, transfiriendo valor líquido de la economía brasileña que pertenece al Estado al bolsillo de la burguesía rentista.
El actual secuestro del presupuesto público, un sistema tributario regresivo, el actual modelo fiscal brasileño -en el que se valora la liquidez de un capital extremadamente volátil y cortoplacista, y la adquisición de títulos de deuda pública mediante altas tasas de intereses-, son parte de la integración de nuestro país en el actual mercado mundial, definido por la acumulación financiera mundializada.
Como consecuencia de esa integración, iniciada en los primeros años de la Nueva República [N. del trad.: la ‘Nova República’ o VI República Brasileña, se refiere al período iniciado tras el fin de la dictadura brasileña (1964-1985) y que prosigue en la actualidad], nuestro país es cada vez más vulnerable en el mercado exterior. Las nuevas exigencias de la división internacional del trabajo y del nuevo régimen de acumulación internacional imponen un nuevo envoltorio para el mismo intercambio desigual y la misma dependencia comercial y tecnológica de siempre sobre la que gira la relación centro y periferia del sistema mundo. Asimismo, observamos el surgimiento de la dependencia de los sistemas financieros y la transferencia de excedentes en forma de renta. Las normas del Banco Mundial expresan los intereses financieros del imperialismo y son una forma de limitar las acciones de los gobiernos de países periféricos.
Los estados de la periferia de la capital sufren una transferencia permanente de sus riquezas, aparte de no ejercer ningún control sobre los fondos públicos, que están subordinados a las políticas macroeconómicas dictadas por los países imperialistas. En el caso brasileño esa dinámica monetaria-financiera del patrón de acumulación global termina por imponer una baja tasa de crecimiento económico, al tiempo que amplía la concentración de riqueza y mantiene una alta tasa de intereses que contribuye a la desindustrialización del país.
A lo largo de la Nueva República el presupuesto público fue objeto de diferentes intentos de restricción por medio de medidas jurídicas y leyes [3], un proceso que culmina con la aprobación de la Enmienda Constitucional 95/16, máxima expresión del rapto del presupuesto público y del régimen fiscal de dependencia, ya que compromete el presupuesto fiscal con los gastos financieros y disminuye al máximo los gastos sociales. La actual estructura fiscal, a pesar de que las condiciones son mejores, no invierte la lógica de asfixia del presupuesto público, lo que supone una subordinación del régimen fiscal con respecto al trébede neoliberal: metas de inflación, superávit fiscal primario y cambio fluctuante.
La crisis estructural de la economía brasileña y la disputa por el presupuesto
La Nueva República y la Constitución de 1988 inauguraron un modelo de protección social progresivo inédito en nuestro país. No obstante, a pesar de que aumentan los gastos sociales, se mantiene un sistema tributario conservador que establece una recaudación regresiva incapaz de sostenerlo. Existía, por lo tanto, un desacoplamiento entre la línea política (universalización y gastos sociales) que se expresaba como materialización de la norma jurídica, y la línea económica (modelo neoliberal).
La confrontación por la aprobación del presupuesto público se convirtió en la norma de la Nueva República, donde por un lado asistimos a la implantación de gastos sociales -relacionados con los derechos laborales, las pensiones, la seguridad social, la educación y la salud-, y por otro lado, al superávit primario y a la transferencia de la recaudación para el sector superior de la burguesía por medio de la deuda pública.
La correlación de fuerzas sociales tras el fin de la dictadura militar otorgaba una posición mayoritaria a favor de la gratuidad de la educación y de la salud pública; sin embargo, en esa correlación de fuerzas, esa posición popular no fue lo suficientemente fuerte como para crear la posibilidad (o incluso una estrategia) de superación del neoliberalismo. A pesar de eso, la burguesía y sus representantes en el parlamento tenían dificultades para vaciar de presupuesto las partidas sociales, por lo que tuvieron que adoptar otra táctica que les permitiese reducir progresivamente el gasto público.
Los partidos políticos de derechas, los medios de comunicación y la burguesía establecieron un debate ideológico que buscaba establecer una nueva mayoría a su favor, que sostiene la idea de que los derechos sociales y sindicales generan gastos innecesarios al tiempo que no ofrecían ningún resultado y eran un retraso para el país. Afirmaban que el Estado había crecido sobremanera y agobiaba al individuo, que lo que necesitaba era más libertad y menos burocracia para emprender. Asimismo, los defensores de este mismo discurso sostienen que le corresponde al mercado gestionar y actuar, ya que el Estado era inoperante, por lo que la solución propuesta es disminuir el Estado con privatizaciones y eliminar o reducir derechos sociales por ser muy caros.
Los gobiernos petistas buscaron la atención de las demandas sociales y la universalización de los derechos sociales, a la vez que promovieron una tímida reducción de la desigualdad de renta, que hizo que la concentración de riqueza se mantuviese estable. En este sentido, cabe decir que los derechos conquistados y el aumento de la renta de la clase trabajadora y del pueblo no fueron financiados por la confiscación de la propiedad o de la renta de la élite económica, ni siquiera por cambios estructurales en nuestra economía, sino que fueron el resultado de posibilidades coyunturales y de la capacidad política de la gestión de los gobiernos petistas.
Así, la universalización de los servicios sociales garantizada en la Constitución de 1988 y materializada durante los primeros años de Gobierno del PT llegó a su límite por el mismo motivo que supuso un aumento de la precarización como consecuencia de la ausencia de un modelo económico que sostuviera esa materialización de los derechos sociales. No se cambió el eje central de nuestra economía, de forma que superase la primacía del sector primario-exportador para apoyarse en una economía industrializada, y se mantuvo el sistema impositivo regresivo.
El marco de la Nueva República es el de un Estado que redistribuye la plusvalía social más allá de las capacidades productivas del país. Esa contradicción entre la política, manifestada en las normas jurídico-políticas, y la economía, necesitaba ser resuelta más temprano que tarde.
La burguesía buscó una solución en tanto que clase a esa contradicción, lo que provocó el golpe de Estado contra Dilma: un movimiento político para resolver sus intereses, es decir, aumentar la tasa de beneficios. Con el golpe de Estado nuestra élite económica buscaba, por un lado, aumentar su plusvalía de forma directa, mediante la destrucción de los derechos laborales y de la capacidad de organización de la clase trabajadora; y, por otro, ampliar el “espacio” de circulación del capital, al abrir nuevas fronteras mediante las privatizaciones y una mayor apropiación del presupuesto federal, que se logró al eliminar una serie de programas sociales que se consideraban demasiado onerosos.
La burguesía intentó establecer una correlación entre la política y el modelo económico; sin embargo, no tenía la capacidad suficiente para establecer una nueva norma. Por esa razón le correspondió al fascismo brasileño el intento de desarrollar su programa político de destrucción de derechos sociales. Sin embargo, la acción política del fascismo devora a quienes le ayudaron hacerse un sitio en el mundo, ya que la norma jurídico-política del fascismo, literalmente la fuerza, para establecerse necesita un cambio completo de régimen político, lo que iba en contra de los intereses de parte de nuestra burguesía nacional, de parte de la burguesía imperialista, de algunas instituciones del Estado (como el STF), de los grupos mismos de los grandes medios de comunicación y de elementos nacidos dentro de la propia Constitución de 1988, como algunos partidos de la derecha misma.
La situación actual es que gracias a la existencia de una figura con la capilaridad de Lula, que expresa las contradicciones de la lucha de clases en la segunda mitad del siglo XX, y del Frente Amplio liderado por el PT, fue posible derrotar electoralmente el fascismo, así como el intento de un nuevo golpe de Estado [N. del trad,: se refiere al golpe que tuvo lugar el 8 de enero de 2023, cuando partidarios del ex presidente Bolsonaro asaltaron las sedes de las principales instituciones del estado brasileño: Palacio del Congreso Nacional, Palacio del Supremo Tribunal Federal y Palacio de Planalto (sede de la presidencia de la República), situados en la plaza de los Tres Poderes de Brasilia].
Sin embargo, la situación de crisis se mantiene y se manifiesta de dos maneras: primero, por el hecho de que la crisis en la norma jurídico-política no ha sido resuelta ni se ha estabilizado, algo que se evidencia en la flagrante crisis institucional, en la crisis de gobernabilidad y del modelo presidencialista y en la férrea disputa en torno al presupuesto. Y, segundo, en que la coalición política formada para impedir la consolidación del fascismo en el poder, no se pone de acuerdo en cuanto al rumbo que den tomar el presupuesto federal.
La lucha de clases comienza por el estómago
‘Los derechos humanos empiezan con el desayuno‘, dijo una vez Léopold Senghor, uno de los grandes pensadores del siglo XX. Podemos decir que la lucha de clases comienza por el estómago. Un gobierno que no se enfrenta al problema del hambre y de las necesidades de alimentación básicas de la población es un Gobierno prisionero. En este sentido, es estratégico para la supervivencia del Gobierno de Lula, así como para que siga en aumento su popularidad, la generación de empleos, la disminución del coste de la vida y el aumento salarial, que siga haciendo frente al problema del hambre.
Sin incentivar la organización popular, el Gobierno se encuentra rehén del Congreso y con escasas posibilidades de enfrentarse con el neoliberalismo. Por el contrario, mientras tanto, la extrema derecha sigue movilizándose y oponiéndose al Gobierno en las calles y en el parlamento. En este sentido, para revertir la situación histórica en que nos encontramos, es necesaria la unidad en torno a banderas democráticas que bloquee a la extrema derecha y la construcción de un campo popular que se oponga al discurso neoliberal. Algo que solo será posible con la movilización extraparlamentaria de las fuerzas culturales, políticas y sociales más vivas de nuestro país.
La construcción, dentro de las posibilidades actuales, de un nuevo régimen de política macroeconómica es una necesidad: desafiar el trébede neoliberal y buscar la acumulación de fuerzas sociales para la superación del patrón de desarrollo nacional basado en la profundización de nuestra dependencia en el mercado mundial, es una batalla que tenemos que librar. Las fuerzas de la izquierda pueden y deben buscar algo más allá del simple hecho de gobernar dentro de los estrechos límites del modelo liberal.
La posibilidad de construir un nuevo Brasil, que supere los patrones establecidos en esta tierra desde su invasión, es una tarea gigantesca. El camino para lograrlo será largo, aunque podemos dar los primeros pasos en el momento actual.
Es necesario que el Gobierno federal asuma la vanguardia de un movimiento institucional y político que ponga las políticas públicas, los gastos sociales y el Estado, en el centro de un nuevo modelo de crecimiento, desarrollo social y ecológico para Brasil.
Notas
[1] ES válido apuntar que el lugar de un país en el sistema internacional de Estado no corresponde a una señal absoluta de igual con el papel que el mismo ocupa en la división internacional del trabajo, a pesar de ser verdad en la mayoría de los casos, pueden y existen excepciones. Esto se ocurre porque política y economía son campos distinguidos. A pesar de estar intrínsecamente conectados, no son la misma cosa, existe una relación dialéctica entre ellos. En la medida en que un determinado país avanza sus relaciones políticas de autonomía delante de otros y cambia sus relaciones con determinados países, pasa a avanzar en su dependencia económica, lo contrario también es verdadero para esta ecuación. Tal país puede tener una posición subalterna y dependiente en la división internacional del trabajo, pero en el escenario geopolítico tener una posición independiente en relación al imperialismo. Si hoy de Venezuela e Irán, entre otros.
[2] Existe una gran variedad de tipos dentro de la categoría de países periféricos, que se relaciona con mayor o menor grado de libertad política en comparación al capitalismo, entre los que se pueden citas los siguientes: Estados coloniales (Palestina) y semicoloniales (Sudán, Irak, etc), protectorados (Panamá, etc), Estados submetropolitanos (Corea del Sur, etc), híbridos (Brasil, etc), e independientes (Cuba, Venezuela, etc).
[3] Podemos citar desde la pérdida de la capacidad federativa de los estados, Ley 9496/97. La Ley de responsabilidad fiscal 101/2000. La Enmienda Constitución 95/2016.
Fuente: https://esquerdaonline.com.br/2024/07/23/economia-e-a-luta-de-classes-no-governo-lula-parte-2/
Véase la primera parte del artículo: Economía y lucha de clases en el gobierno Lula
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la traducción.