El profesor Malcolm Willcock era el más gentil y talentoso de los académicos que enseñaron al terrible Fisk historia latina y romana en la Universidad de Lancaster, allá por 1965. Hacía que el imperio romano cobrara vida, y esta mañana -en el año de su muerte- pienso en él al caminar por las calles de […]
El profesor Malcolm Willcock era el más gentil y talentoso de los académicos que enseñaron al terrible Fisk historia latina y romana en la Universidad de Lancaster, allá por 1965. Hacía que el imperio romano cobrara vida, y esta mañana -en el año de su muerte- pienso en él al caminar por las calles de la antigua Roma y ponderar las lecciones de un imperio posterior, mucho más peligroso.
Debo añadir que el profesor Willcock era por sobre todo especialista en Grecia -me dio a conocer a Aquiles, el que avanzaba «sobre el mar negro como el vino»- y mostraba, según leí en uno de sus obituarios, «cómo los personajes homéricos encarnaban con inventiva mitos comunes para servir de convincentes paradigmas de la forma en la que deben comportarse los héroes».
¿A quién nos recuerda eso? De hecho, ¿qué me recuerda el imperio romano? Me viene a la mente que en 1997 llevé pedazos de un misil de procedencia estadunidense a Washington con la intención de ponerlos frente a sus fabricantes. Anoté en mi diario que la ciudad lucía «hermosa ese día de fines de primavera… la capital y los grandes edificios gubernamentales semejaban la antigua Roma…» Y es cierto que los constructores de Washington querían que su ciudad tuviera la apariencia de la más famosa capital de Malcolm Willcock.
Varios soldados estadunidenses en Irak -entre ellos un joven que murió el año pasado- comparaban su vida con la de los centuriones romanos. Y no es difícil, al ver a los estadunidenses en su atuendo de combate -los cascos germanizados, la pesada armadura corporal de Kevlar, las mullidas botas cafés- evocar a los centuriones con sus pectorales de cuero y sus cascos de plumas.
Podemos ir a Irak, proclaman sus uniformes; podemos marchar por las tierras de Sumeria, donde se supone que comenzó la civilización; podemos montarnos a horcajadas sobre Bagdad, somos uno de los «pilares triples del mundo» (esto lo dijo Marco Antonio cuando ya era triunviro). Para el equivalente a una pisada romana, sientan la vibración de un tanque M1A1.
Pero, ¿es así como existen los imperios? Yo creía que contenían su propio sistema integrado de temor, que se lanzaban contra quienes tenían que entender que Cartago delenda est. Cartago (léase aquí Al Qaeda) tiene que ser destruida, pero no estoy seguro. Me parece que los imperios -el romano, el británico, el estadunidense- se extienden porque está en su naturaleza proyectar, en forma constante y fatal, la fuerza militar. Puesto que podemos ir a Bagdad, vayamos a Bagdad.
Recuerdo que el profesor Willcock me llamaba la atención hacia Craso, el multimillonario romano que ganaba sus sestercios con el alquiler de ruinosas vecindades romanas y cuya personalidad captó en forma tan convincente Laurence Olivier en el filme Espartaco. Craso llevaba sus legiones a lo que hoy llamaríamos el desierto sirio-iraquí, donde los jinetes partianos (aquí pongamos hoy día los terroristas sirio-iraquíes) las hacían pedazos. Al propio magnate lo invitaron a negociar la rendición en una tienda, donde le cortaron la cabeza, le llenaron el cráneo de oro y lo enviaron al estilo iraquí de vuelta a Roma, en tributo a su riqueza.
Cuando Scullard compuso su monumental De los Gracos a Nerón, dejaba clara su percepción -escribía en la década de 1930- de que César Augusto era un Mussolini de la antigüedad. Muchas versiones cinematográficas de la historia romana –Gladiador sería el esfuerzo más reciente de Hollywood- presentan el poder imperial como fascista en esencia, aunque eso es un poco injusto hacia Roma. La república -la Roma de los triunviros- fue un intento de dividir el poder, y no es culpa de Cicerón que Pompeyo, César Augusto y Marco Antonio -quien rescató las insignias de Craso del desierto de los partianos- no pudiesen salvar la democracia.
Lo que Roma sí proyectaba era la idea de «pertenencia». Cada pueblo conquistado adquiría la ciudadanía romana. Pensemos por un momento qué habría pasado en Bagdad si a cada iraquí se le hubiera ofrecido en 2003 un pasaporte estadunidense: ¡nada de insurgencia ni de guerra, ninguna baja estadunidense, puro amor y deseo de todo ser humano en el sureste de Asia de ser invadido por George W. Bush! Una vez hice este planteamiento a un oficial de la CIA en Amara -sí, esa misma Amara que se salió del dominio británico el mes pasado y que será la herencia de Tony Blair cuando deje el cargo-, y se mofó de mí. «No vinimos aquí a beneficiarlos», me dijo. ¡Ah!, ¿pero qué no era a eso?
El profesor Willcock tenía un notable adjunto en el departamento de clásicos de la Universidad de Lancaster, de nombre David Shotter, a quien llamé por teléfono este día. Shotter solía comparar el surgimiento de las legiones romanas con la Wehrmacht alemana en la Rusia de la Segunda Guerra Mundial, paralelo que hoy prefiere callar. Hoy habla de un «lugar romanizado en el tiempo», de la creación de «un pueblo dotado de energía maniática» y de -contuve el aliento cuando dijo esto al teléfono, porque me encontraba a 100 metros del Foro Romano- «cómo la conquista puede ser feroz cuando necesita serlo». Virgilio entendía la necesidad de aprovechar los beneficios de la paz. Si los comandantes del ejército romano hubieran visto Irak hoy, añadió Shotter poco a poco, «habrían encontrado una situación bastante inaceptable».
Los romanos, por supuesto, nunca retrocedían. Jamás «cortaban y corrían», y aquella vez en que fueron visitados por una plaga tipo Al Qaeda en Bitinia (en la Turquía actual), en la que cada hombre, mujer y niño romanos fueron aniquilados, crucificaron a sus enemigos hasta extinguirlos. Los derechos humanos no tenían dimensiones en la Roma antigua. La cámara de tortura era parte de su civilización. La cruz era el símbolo del poder.
Pero entonces, ¿qué derrumbó su imperio? La corrupción, claro. Y bueno, al final llegaron a Roma los godos, los ostrogodos y los visigodos. No muy lejos de donde escribo este texto se pueden encontrar aún monedas verdes y quemadas -sestercios- incrustadas en piedras en el mercado cuando los comerciantes las arrojaban al fuego en el momento en que el «otro» -el ejército «extraño», el que no aceptaba los «valores» romanos- llegaba al foro tan aprisa que no les daba tiempo de recoger las tiendas.
Esta mañana volveré a echar una ojeada a esas monedas quemadas. Pero debo preguntarme si los «terroristas» -los godos, ostrogodos y visigodos- serán detenidos en Irak. O tal vez ya viven en Washington y desgajan el imperio desde adentro. Sospecho que Malcolm Willcock, el más noble de todos los romanos, estaría de acuerdo.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya