En broma, Ecuador pudiera ser definido como un país donde nunca pasa nada. No es que acá no se muevan las frutas, lo que pasa es que se mueven, pero con mucha calma.
Cuando éramos niños, en las escuelas se enseñaba que al día siguiente de la Batalla del Pichincha, que selló la independencia del país, cuando la multitud vivaba el fin del gobierno despótico español, en las paredes de la ciudad de Quito se escribía: “Último día de despotismo y primero de lo mismo”. Y no eran realistas los que lo escribían sino ecuatorianos que tenían, de nacimiento, la afamada “sal quiteña”.
Ecuador es un país donde cualquier ciudadano está enterado hasta el dedillo de lo que se teje entre telones, pues no falta el confidente informal que cuente con lujo de detalle cómo se dieron las cosas. Cuando García Moreno fue asesinado por Faustino Rayo, nuestro insigne escritor Juan Montalvo escribió “Mi pluma lo mató”, pese a que todos conocían que se trataba de un lío de faldas. Al mismo García Moreno, inteligente, estricto y honrado a carta cabal, se le acusado de tirano pese a que durante los casi tres lustros que administró el país se ajustició a menos ciudadanos que los que cualquier dictadura del cono sur asesinó en un día y se desarrolló la educación, la ciencia y el conocimiento como en pocos lugares de América Latina.
Y no es que en Ecuador no hubiera dictaduras y tiranías, lo que pasa es que nunca fueron tan tremebundas como en otras partes. Cuando un ecuatoriano escucha decir que en Colombia ha habido cerca de un millón de víctimas, como consecuencia de la guerra civil que asola a ese país, no lo puede concebir, por eso llama dictablandas a nuestras dictaduras. Y no se equivocan.
El “tirano” Juan José Flores, valiente militar venezolano que fue el primer presidente de Ecuador y fundó al Partido Conservador Ecuatoriano, aunque sobran ejemplos de no fue ni tan tan tirano ni tan conservador como se cree por la fama que le preside hasta ahora. Por algo su bondad es criticada duramente por el Libertador Simón Bolívar, que le recrimina: “Estoy encantado con U.; pero también estoy enfadado porque es U. más bueno de lo que debe ser un militar y un político”.
Es que el General Flores practicaba una nobleza extrema con los derrotados. Luego de la batalla de Miñarica, don Vicente Rocafuerte, jefe de las fuerzas chihuahuas que se habían sublevado contra el gobierno de Flores, reconoce su magnanimidad: “Fui su prisionero… Y en vez de arrancarme la vida como pudo haber hecho, me buscó, me hizo proponer convenios de paz y me prometió trabajar de consuno en la consolidación del orden y en el establecimiento de las libertades públicas”. Rocafuerte escribe al mismo Flores: “Como usted es tan valiente como César, y tan indulgente como él con los enemigos, he imitado los ejemplos de clemencia que usted me diera”.
Es que luego de ganar la guerra civil su contra y de capturar a don Vicente Rocafuerte, ilustre y poderoso dirigente político de la oposición, lo visitó en la cárcel y, para evitar que se derramara inútilmente la sangre ecuatoriana, le ofreció la presidencia de la república. Rocafuerte aceptó la propuesta y Juan José Flores fue su mano derecha a lo largo de uno de los mejores gobiernos que ha tenido el país.
El Comandante Luis Vargas Torres es hecho prisionero y es condenado a muerte junto a sus principales seguidores, luego de ser capturado durante el levantamiento liberal de 1886. El gobierno de entonces tenía más miedo de ejecutar la condena, que el valiente luchador liberal de enfrentar a sus verdugos. Tan fue así, que la noche anterior a su ejecución sus carceleros dejaron las puertas de la cárcel abiertas y sin ningún custodio para que pudiera escapar. Vargas Torres no se fugó porque sabía que era inocente y exigía ser indultado, no quería escapar como si fuera culpable de delito alguno. Todo ecuatoriano recuerda su valor al enfrentar la muerte en la Plaza Mayor de la ciudad de Cuenca el 20 de marzo de 1887.
Pese a ello, se considera que el gobierno constitucional del Dr. Carlos Alberto Arroyo del Río, cuya mano dura no se justifica ni siquiera porque administró el país durante la Segunda Guerra Mundial, es el régimen ecuatoriano más represivo que se ha dado por acá. Todavía se recuerda la existencia de listas negras, de campos de concentración y el control absoluto que se mantenía a diestra y siniestra en contra de la totalidad de la población, todo a gusto y paladar de “nuestros aliados de EEUU”. Sin embargo, las víctimas mortales de ese gobierno represivo podrían ser contadas con los dedos de la mano, lo mismo se puede decir de las demás dictaduras de Ecuador, a pesar de que han sido muchas en su corta historia.
Arroyo del Río fue arrojado del poder por un movimiento popular, “La Gloriosa Revolución del 28 de Mayo de 1944”, encabezada por las Fuerzas Armadas y organizada por todos los partidos políticos del país, incluido el partido liberal, del que Arroyo del Río era miembro. Falleció tiempo después en Guayaquil, su ciudad natal, como Dios manda: en su propio lecho y sin la necesidad de exiliarse, como hacen todos los tiranos.
Luego de su derrocamiento, la Constituyente promulgó la Constitución de 1945, que definía a la nación ecuatoriana como un Estado independiente, soberano, democrático y unitario, bajo un régimen de libertad, justicia, igualdad y trabajo, con el fin de promover el bienestar individual y colectivo y de propender a la solidaridad humana, una de las constituciones más progresistas de esa época; también se recuperaron para el Ecuador las bases norteamericanas de las Islas Galápagos y Salinas, algo que cerca de cien países del mundo quisieran hacer ahora mismo, sin saber cómo.
A finales de la década de los sesenta, el país entero vivía con temor. En ese entonces, cada ecuatoriano conocía -porque en Ecuador se conoce todo, incluso el monto y las cantidades repartidas entre los desfalcadores, léase ladrones de los fondos públicos- que el Ministro de Defensa, sobrino del Presidente José María Velasco Ibarra, preparaba un golpe de Estado de corte fascista. El temor era generalizado y bien justificado, porque hasta la cara del personaje mentado hacía temblar. Un buen día, el tío y el sobrino fueron a un acto oficial en el Colegio Militar Eloy Alfaro, donde estudian los futuros oficiales de las Fuerzas Armadas del Ecuador. De repente, la noticia se expandió como reguero de pólvora, el director del mentado colegio había capturado al presidente de la república y al ministro de defensa y los tenía presos mientras el aspirante a dictador no renunciara a su cargo.
Poco después, el general que dirigió el operativo se dirigió al país y sostuvo que Ecuador es un país democrático por naturaleza propia y que sus fuerzas armadas jamás permitirán la implantación de regímenes de corte fascista. Luego de que el ministro capturado presentara su renuncia, liberó a los detenidos y él mismo fue nombrado agregado militar en un país amigo; fin de la película, con cero gotas de sangre derramada.
Este episodio no es el único. Cuando el Presidente León de Febres Cordero, conocido por su mano dura y por ser un buen administrador, capturó por haberse insubordinado a su compadre, Frank Vargas Pasos, Comandante General de la Aviación nacional, el pueblo pidió su libertad, y el presidente, en sus treces, se negó a concedérsela.
Un buen día, asistió a un acto oficial en la base aérea de Taura, allí fue capturado con todo su séquito; incluso un comando de las fuerzas especiales, que se hizo famoso con el mote de “Zambo Colorado”, puso su arma en la nunca del presidente, la rastrilló y amenazó con apretar el gatillo si el mandatario no firmaba en ese momento el decreto de liberación de su comandante. León de Febres Cordero firmó y estuvo dispuesto a firmar todo lo que le pusieran por delante. Vargas Pasos quedó libre, aunque ese día sí se derramó algo de sangre.
Se ha recordado unos pocos, y realmente muy pocos, episodios de la vida política nacional para que se vea que, por lo menos, en eso de no derramar inútilmente sangre de inocentes, el mundo tiene mucho que aprender del Ecuador.