La noticia de la muerte de Eduardo Galeano ha hecho que sus palabras brotaran de gran cantidad de personas que en algún momento las habían leído o escuchado. Estas palabras en muchos casos tienen un valor educativo. Sus palabras no sólo son bellas, que lo son. No sólo son sensibles, que lo son. No sólo […]
La noticia de la muerte de Eduardo Galeano ha hecho que sus palabras brotaran de gran cantidad de personas que en algún momento las habían leído o escuchado. Estas palabras en muchos casos tienen un valor educativo. Sus palabras no sólo son bellas, que lo son. No sólo son sensibles, que lo son. No sólo nos ayudan a expresar mucho mejor de lo que nosotros sabríamos unas ideas que compartimos, que lo hacen. Sus palabras han contribuido a educarnos. Nos han ayudado a encontrar ideas, maneras de hacer, de decir, de ser. Palabras siempre atentas a lo común, a las personas despreciadas; aunque esto no interese a los de arriba, o precisamente porque no les interesa.
Galeano no es un pedagogo, no es un teórico de la educación. Pero en sus libros está muy presente. Tal vez hay uno que merece ser destacado al hablar de su preocupación por la educación: Patas arriba. La escuela del mundo al revés (1998). Un libro para enfrentarse a un mundo que está al revés. Este mundo nos enseña lo contrario de lo que tocaría y hay que poner remedio: El mundo al revés nos enseña a padecer la realidad en lugar de cambiarla, a olvidar el pasado en lugar de escucharlo y a aceptar el futuro en lugar de imaginarlo: así practica el crimen, y así lo recomienda. En su escuela, escuela del crimen son obligatorias las clases de impotencia, amnesia y resignación. Pero está visto que no hay desgracia sin gracia, ni cara que no tenga su contracara, ni desaliento que no busque su aliento. Ni tampoco hay escuela que no encuentre su contraescuela. Y el miedo está muy presente. El miedo en un mundo que prefiere la seguridad a la justicia, como dice Galeano. El miedo que es la materia prima de las prósperas industrias de la seguridad y el control social.
A Galeano le gusta recordar a Simón Rodríguez, a quien nos presenta como maestro de Simón Bolívar y anduvo medio siglo por los caminos de América, a lomo de mula, fundando escuelas y diciendo lo que nadie quería escuchar . De él cita en más de una ocasión algunos principios básicos de la educación: Mandar recitar de memoria lo que no se entiende, es hacer papagayos. Enseñen a los niños a ser preguntones, para que se acostumbren a obedecer a la razón: no a la autoridad como los limitados, ni a la costumbre como los estúpidos.
Una de las formaciones que necesitamos es la que nos permite tener memoria. La historia que nos puede llevar a la memoria de lo no vivido. Pero hay historia, memoria, que puede que no conviene que conozcamos: La memoria del poder no recuerda: bendice. Ella justifica la perpetuación del privilegio por derecho de herencia, absuelve los crímenes de los que mandan y proporciona coartadas a su discurso. La memoria del poder, que los centros de educación y los medios de comunicación difunden como única memoria posible, sólo escucha las voces que repiten la aburrida letanía de su propia sacralización. La impunidad exige la desmemoria. Hay países y personas exitosas y hay países y personas fracasadas, porque los eficientes merecen premio y los inútiles, castigo. Para que las infamias puedan ser convertidas en hazañas, la memoria del norte se divorcia de la memoria del sur, la acumulación se desvincula del vaciamiento, la opulencia no tiene nada que ver con el despojo. La memoria rota nos hace creer que la riqueza y la pobreza vienen de la eternidad y hacia la eternidad caminan, y que así son las cosas porque Dios, o la costumbre, quieren que así sean. ¿ Qué historia conocemos? ¿Conocemos la historia de las personas que han luchado a lo largo de la historia? Las que han luchado para no ser explotadas, para establecer unos derechos para las personas, para garantizarlos? ¿Conocemos esa historia? ¿Alguien nos la ha contado? Tenemos que dar la vuelta a este mundo patas arriba para conocer lo que hay que conocer.
No siempre el mundo ha sido tan «patas arriba» como hoy. Galeano recuerda lo que ocurría en la década de los sesenta y setenta: Hasta hace veinte o treinta años, la pobreza era fruto de la injusticia. Lo denunciaba la izquierda, lo admitía el centro, rara vez lo negaba la derecha. Mucho han cambiado los tiempos, en tan poco tiempo: ahora la pobreza es el justo castigo que la ineficiencia merece. La pobreza puede merecer lástima, en todo caso, pero ya no provoca indignación. El mundo gira, no para de girar. La dirección que siga dependerá del impulso que le demos. En Galeano no hay lugar para la resignación, el pesimismo debe quedar para tiempos mejores. Galeano es un defensor de la utopía, de la importancia de nuestras ilusiones, de la fuerza que nos dan. La utopía está en el horizonte, nos acercaremos diez pasos y se alejará diez pasos. La utopía nos ayudará a caminar en la dirección que queremos seguir.
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