En uno de los múltiples correos que recibo en mi dirección electrónica, me llegó uno gráfico que mostraba la entrada de un colegio en el que se veía el siguiente letrero: «A los padres de familia, aquí les transmitimos conocimientos a sus hijos, esperamos que nos los envíen educados.» Y no puedo asegurar si era […]
En uno de los múltiples correos que recibo en mi dirección electrónica, me llegó uno gráfico que mostraba la entrada de un colegio en el que se veía el siguiente letrero: «A los padres de familia, aquí les transmitimos conocimientos a sus hijos, esperamos que nos los envíen educados.» Y no puedo asegurar si era cierta o no la fotografía, o si se trataba de un montaje técnico, de los que ahora se pueden hacer fácilmente, pero de que se refería a algo sumamente importante y trascendente no hay la menor duda.
La mayoría de los padres de familia envían a sus hijos a las escuelas y colegios asumiendo de que allí serán «educados», pues confunden la educación con la adquisición de conocimientos, cuando en realidad es su responsabilidad el infundirle a sus hijos los principios, valores, formas de comportamiento y normas éticas, que son la base de la convivencia social mínima. Es decir: educarlos.
Y este problema lleva ya varias generaciones sin resolverse. Pero no decimos que todas las familias incumplen su responsabilidad de «educar» a sus hijos, pero de que el número de «maleducados» crece con cada generación es notorio. Y posteriormente ello se nota en el comportamiento social, en el cumplimiento de la ley y las responsabilidades ciudadanas de quienes ya pasaron por los centros de formación académica.
Es un fenómeno parecido al del percibido en la formación universitaria, en donde han ido desapareciendo aquellos profesores que eran realmente especialistas en su campo y de conocimientos amplios y profundos, siendo sustituidos por mediocres, por mercaderes de la enseñanza, que se encargarán de preparar los mediocres del futuro. Es decir, cuando se baja la calidad en los responsables de educar o de formar a las futuras generaciones, lo que se crea es una masa ignorante, grosera, carente de principios y superficiales en sus conocimientos.
Esto nos lleva a considerar aquello que mencioné en una de mis publicaciones hace ya bastante tiempo. La sobrevaloración del acumulamiento de títulos (titulitis aguda, la llamaba entonces) de dudoso contenido frente a un vacío real de conocimientos profundos y especializados en la respectiva área. Esto lo vemos de forma cotidiana en organizaciones públicas y privadas, en donde se puso como condición para asumir ciertos cargos el poseer «maestrías» académicas o profesionales, lo cual aprovechan las entidades de formación universitaria privadas para «ofertar» títulos que se obtenían en nueve meses, asistiendo solamente los sábados a las lecciones programadas, y cosas parecidas, produciendo seguidamente diplomados o titulados con un leve, levísimo barniz de conocimientos.
No ha sido más que una estafa a los estudiantes, a veces con su complicidad correspondiente, al seguirle la corriente a quienes condicionan nombramientos y ascensos a títulos, por más vacíos que éstos sean, y de los que acomodan los programas curriculares a lo más superficial.
Cuando hablamos de mediocridad -siguiendo con el tema- nos referimos al deterioro social que está carcomiendo nuestro país, y que produce un cambio arbitrario de valores según las circunstancias y conveniencias de los actores sociales (que por lo general actúan de forma egoísta e inmoral), ya que predican un valor y aplican otros. Lo que es producto de la ausencia de la educación y cultura fundamentales para hacer que los ciudadanos desarrollen el mínimo deseo de superación personal, indispensable para salir de mundo de la supervivencia y entrar al mundo de la competencia indispensable para saber elegir los destinos colectivos del país. Educación y cultura que es obstaculizada por un sistema, como mencionamos anteriormente, que está diseñado para evitar que el ciudadano «piense» por sí mismo.
La mediocridad se convierte así en un dilema moral. En un determinado contexto histórico, social y cultural, ciertas actitudes, creencias o juicios, son calificadas de morales porque son extensibles a las personas como integrantes de la sociedad y por su carácter imperativo. No se discute la verdad de las proposiciones, sino su valor con relación a los individuos. Y si actualmente dichas proposiciones primigenian la riqueza, el poder y la influencia, y su ostentación, y las consideran preferibles la educación y la cultura, la solidaridad social, y otros valores que tienen que ver con imperativos categóricos e universales, no debe extrañar la ignorancia generalizada.
El problema principal -como se puede deducir de inmediato- y una de las fuentes de la perversidad, es que la sociedad puede por ello organizarse de tal modo que las normas sociales necesarias entran en conflicto con las normas de integridad y desarrollo de sus miembros, y todo está diseñado para no percibirlo e incluso para propiciar la negación de que existe un conflicto.
Quizá en el fondo está el problema de las desviaciones provocadas por el relativismo y el autoritarismo con que se gobierna el país. En el campo del relativismo se observa un estado de confusión moral en el cual se admite en lo cotidiano que los juicios de valor acerca de la responsabilidad social son asunto de gusto o preferencia arbitraria de cada quien. Bajo su ala se instalan como valores el éxito, los triunfos materiales, la competencia despiadada, las cualidades mágicas de los líderes o del utilitarismo que lleva a pensar que sólo es verdad aquello que sirve. En el campo del autoritarismo se instala el mandamiento de que lo que es bueno para los gobernantes lo es también para la ciudadanía, porque ella es incapaz de saber lo que es bueno para sí misma, ya que está inhibida (de manera provocada) para hacer críticas al sistema. En su campo se menciona que las organizaciones son instrumentos sociales, y que por ello la búsqueda de sus metas justifica ejercer todo el poder necesario, incluyendo el recurrir a las fuentes irracionales de la autoridad, como el temor, la ansiedad y la impotencia.
Triste y mezquino resulta, en consecuencia, el gesto de protesta de grupos sociales de empleados, obreros, agricultores, consumidores y otros, ante la prepotencia del los gobernantes, que actúan dentro de una atmósfera construida para ello, cuando solamente exigen para sí las prebendas y los beneficios que creen tienen derecho a exigir, y se olvidan de «la sociedad» como un todo. Triste, porque están replicando lo que existe en la atmósfera enrarecida de los círculos de gobierno; mezquina, porque es producto de la mediocridad de sus integrantes.
Como final parece oportuno recordar la ética humanitaria, las expresiones de E. Fromm que le llevaron a tener que dejar su país, porque en él se había instalado la ética utilitarista y autoritaria que lo perseguía y que no solamente hoy perdura, sino que nos ha contagiado. Solamente así podríamos emprender el camino de regreso hacia una sociedad educada y culta, capaz de decidir acerca de su propio destino, que desprecie y castigue el manipuleo de los gobernantes y sus cómplices: ciertos organismos internacionales que los apoyan; y la aplicación de las medidas necesarias para atacar de frente las raíces de la mediocridad.
Hablamos, en consecuencia de la «globalización de la mediocridad» impulsada por los grandes centros de poder mundial a nivel del manipuleo de las naciones pobres y dependientes, y como forma de ser y actuar de las sociedades subdesarrolladas, que copian la mediocridad impuesta en los países desarrollados, que a su vez no es más que una deformación del ethos social, para beneficio de los grandes poderes económicos.
La salida de la situación actual, que en algunos aspectos ha llegado a conformar un cuadro de crisis, ya no pasa por la elaboración de una receta más o menos docta por parte de cualquier iluminado, y mucho menos por los postulados de corrientes fundamentalistas como las que han surgido en los últimos años, ya que no son más que el producto de la desesperación. Tampoco el futuro es algo determinado y falta a la verdad quien asegura que el porvenir será de esta o aquella manera. Un ejemplo de ello es cómo hemos comprobado hasta la saciedad que las predicciones económicas, tal y como se realizan habitualmente, son un cúmulo de desaciertos con consecuencias a veces funestas.
Vemos cómo algunos actores sociales pretenden mantener sus privilegios de un pasado que nunca volverá y luchan, por todos los medios, para que las reglas de juego que les favorecen no varíen a pesar de que están obsoletas. Otros actores, portadores de esperanza y de cambio, se esfuerzan -a veces inútilmente- en hacer variar esas reglas de juego que impiden superar las dificultades presentes. En tanto los primeros sigan tomando las decisiones que nos afectan a todos, frenando y poniendo obstáculos a la evolución y los cambios, lo que lograrán será agravar la situación, en vez de solucionarla.
A los que llamamos «gestores del pasado» no pueden aportar más que desgracias y políticas de parcheo, que no son más que placebos que se ofrecen a soluciones sin salida, y condenan a los diferentes actores sociales a desempeñar un papel puramente pasivo.
Hay que sustituirlos por otro tipo de gestores, más serios y rigurosos en el análisis, con una visión más amplia y global de los problemas, donde los factores de índole cualitativa tomen verdadero sentido y relevancia y, sobre todo, donde las situaciones se planteen hacia el largo plazo, teniendo en cuenta el papel y las diferentes estrategias de los actores y la necesaria modificación de las reglas de juego.
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