A mediados del siglo XIX, el ministro centrista Jules Ferry logró imponer en Francia sus dos tesis: «Para dar educación gratis a los niños pobres debemos ofrecerla también a los ricos» y «La mejor escuela es la que está cerca de casa».
Así empezó la escuela pública europea, un equipamiento de los barrios al mismo nivel que el hospital, la farmacia, la comisaría de policía y la estación de transporte público. Durante más de siglo y medio ninguna familia, salvo las particularmente ricas o las especialmente selectivas, dejaron de mandar a sus hijos a esta escuela primaria pública y gratuita que estaba lo bastante bien equipada como para contentar a las clases medias de París, Londres, Berlín, Roma o incluso Madrid. Al comenzar la expansión de las ciudades en los años sesenta, barrios de aluvión para emigrantes y especulación inmobiliaria en el casco urbano, la escuela pública sufrió un cierto deterioro y hoy los suburbios pobres tienen grandes carencias escolares como las tienen de otra índole. En la España franquista la escuela primaria pública era principalmente para pobres y pueblos, asumiendo las ordenes y congregaciones religiosas una parte importante de la escolaridad primaria urbana con precios variados pero sin subvención estatal. Los pactos de la Moncloa incluyeron un compromiso a favor de la escuela pública pero antes de que haya dado tiempo a generalizarla se llegó a esa política de conciertos, un modo de poner un parche a la inversión pública y se creó una escolaridad segmentada en tres, una de pago para ricos, otra subvencionada para la clase media y la pública para pobres y emigrantes. El dinero público se reparte entre la pública y la subvencionada y ello significa demorar ad calendas graecas la generalización de una escuerla pública de calidad. Además esta situación ha producido la curiosa aspiración de ciertos padres a la elección de escuela, como si los niños de Entrevías pudieran tener posibilidad de ir a las concertadas o de pago de Mirasierra o Somosaguas. La libre elección se basa en un argumento ideológico, yo quiero una pedagogía acoplada a mis convicciones, algo que ni siquiera la escuela religiosa puede garantizar y que es, desde luego, incompatible con la planificación escolar. Al final, la mejor escuela sigue siendo la más cercana al hogar si está bien dotada.
Aprovechando esas carencias e incongruencias, el mercado de escolaridad primaria español ha dado entrada a una nueva raza de empresarios de la educación que saben manejar bien las estadísticas demográficas y la burocracia subvencionadora y , so capa de ofrecer ideología y calidad, montan negocios donde encuentran oportunidades, explotando un profesorado escasamente protegido. Las ordenes y congregaciones religiosas, por su parte, han visto descender abismalmente su profesorado vocacional. Tambéen ellos contratan profesores laicos e incluso la Iglesia católica tiene el privilegio de seleccionar a los de religión de todo el sistema, generalmente por razones de lealtad confesional no siempre fáciles de compaginar con la competencia pedagógica.
La escuela primaria todavía no tiene los problemas de la secundaria donde se dan cita todos los conflictos de ese período de transición entre escolaridad y empleo pero comienza ya a plantear a los maestros y a las familias preguntas sobre disciplina académica y personal. Los padres, muy ocupados ambos, tienden a trasladar a la escuela la responsabilidad principal en la socialización de unos menores que son crecientemente objeto de la influencia de los otros agentes socializadores, las pandillas, los medios de comunicación y el mercado de consumos de ocio. Violencia y consumo de drogas descienden de edad y amplían su esfera de influencia. Ciertamente que la pedagogía escolar poco puede hacer al respecto. Los maestros reclaman más medios, más ordenadores, más dinero para idiomas, ciencias, matemáticas y no desean hacer de tutores morales ni de sargentos disciplinarios. La invocación a la religión como remedio no es más que un pío deseo. La enseñanza de la religión tiene un limitado efecto al respecto, basta observar el comportamiento de generaciones anteriores, mucho más sujetas a esa asignatura y que en cuanto llegó el desarrollo económico, se olvidaron de la moral. La obsesión sexual que tantos célibes trasladan a sus alumnos tampoco es muy pedagógica e incluso los catequistas tienen problemas en explicar los dogmas a unos menores cuyos conocimientos científicos les impide entender temas como la transustanciación eucarística, en su literalidad doctrinal o los mitos bíblicos.
La escuela primaria, sin embargo, tiene graves problemas de organización. El transporte y la comida escolares no favorecen ni el descanso ni los buenos hábitos alimenticios y disminuye la vida de barrio que era el gran elementos socializador cuando niños y adultos convivían mucho más tiempo. Hay ya muchos menores con llave que llegan a casa antes que sus padres y tienen a la televisión como compañera de soledades.
No podemos convertir a la escuela en la gran culpable. Podemos pedir rendimiento escolar si los maestros están motivados, seguros laboralmente, los niños bien descansados y alimentados y las familias más colaboradoras pero poco más. El mito de la escuela moralizadora y compensatoria de desigualdades ni siquiera ha servido para ayudar a los países pobres a salir del subdesarrollo. Sin oportunidades laborales, sin inversiones productivas, el crecimiento de la escolaridad solo sirve para evitar que los niños vagabundeen por las calles, como pasaba hace cincuenta, cien años pero para poco más y muchas frustraciones nacen de tener una buena educación pero no poder usarla para el progreso personal. De hecho, muchos gobiernos represores están disminuyendo las oportunidades educativas porque la escuela, y desde luego, las universidades, se transforman en plataformas revolucionarias para la juventud más frustrada.
Muchos de las discusiones actuales entre familias y gobiernos, entre Iglesias y autoridades civiles, entre maestros y padres nacen de una hipótesis falsa, que quien controla la escuela controla el futuro. Es una presunción que se ha ido haciendo cada vez más irreal a medida que los países son más democráticos y tienen más oportunidades y libertades. Pretender que los niños de hoy serán, de adultos, como quieran sus maestros, sus padres, sus catequistas es partir de una hipótesis antropológica infundada pero muchos ideólogos todavía aspiran a crear robots humanos que respondan a su programación precoz. Lo que les pasa a los niños en la escuela es sólo una parte de los que les pasa en sus vidas y al final sabemos que las aulas, por muy conservadores o innovadores que sean los maestros, reproducen la sociedad en su conjunto. No podía ser de otra manera.