La implantación en España de una nueva universidad de marcado carácter neoliberal ha traído consigo la sustitución del patético Curso de Aptitud Pedagógica (CAP), requerido por las leyes para que cualquier licenciado pudiera ejercer de profesor de Secundaria, por un Máster en educación, impartido por los mismos profesores que el CAP y mucho más caro, […]
La implantación en España de una nueva universidad de marcado carácter neoliberal ha traído consigo la sustitución del patético Curso de Aptitud Pedagógica (CAP), requerido por las leyes para que cualquier licenciado pudiera ejercer de profesor de Secundaria, por un Máster en educación, impartido por los mismos profesores que el CAP y mucho más caro, y que acarrea asimismo la capacitación como investigador para futuros estudios de doctorado. Esta nueva disposición del requisito pedagógico para ejercer la docencia en enseñanzas medias lleva adosados efectos secundarios graves, ya que probablemente va a implicar una absorción importante de estudiantado de postgrado por parte de las facultades de Educación, en detrimento de las posibilidades de las facultades más teóricas como Filosofía o Matemáticas, cuyos egresados apenas tienen otra salida profesional que la docencia en los institutos.
Ante lo que se venía encima, dentro de la lucha contra la reforma universitaria conocida como Bolonia, surgieron el curso pasado muchas voces que, para criticar el nuevo máster, criticaban la pedagogía en general. Y el argumento más importante, que podemos encontrar, por ejemplo, en el artículo titulado La estafa del enseñar a enseñar, del catedrático de Derecho Andrés Oliva y otros 15 profesores de Universidad o Instituto, era el que aseguraba que la condición fundamental que ha de cumplir cualquier docente de enseñanzas medias es saber de la disciplina de la que se haga cargo; es decir, para enseñar, digamos, Matemáticas, «la única arma» es saber muchas matemáticas. Según los docentes que firmaron el citado texto, el que no es capaz de enseñar cualquier disciplina es porque no la domina suficientemente.
Por su parte, tiempo atrás Rafael Sánchez Ferlosio había publicado un artículo en El País en el que, respondiendo al viscoso Fernando Savater, venía a decir que la escuela no es lugar de educación, sino de instrucción. El autor de la inmortal novela El Jarama opone la paideia de los griegos (algo así como la capacitación como ciudadano, dentro de todos los convencionalismos y creencias dominantes, que vendría a ser lo que hoy llamaríamos educación) a la asébeia (la traducción habitual es impiedad, el delito por el que ejecutaron a Sócrates, producto de una mente racional que se enfrenta con convenciones y creencias desde un espíritu crítico). Sánchez Ferlosio hace en su texto una reinterpretación un tanto desdeñosa del libro Educación para la ciudadanía de Carlos y Pedro Fernández Liria, Miguel Brieva y Luis Alegre Zahonero, y reprocha a estos autores el no haber insistido en su libro en lo que denomina principio de impersonalidad de la escuela. Su razonamiento viene a ser el siguiente: la ciencia se desarrolla en un lugar vacío, lo que los hermanos Fernández Liria y compañía denominan el lugar de cualquier otro, libre de ninguna determinación que no sea la razón misma; es decir, un lugar en el que estamos en tanto que seres racionales, independientemente de nuestra condición cultural, social, o hasta biológica -un extraterrestre racional podría estar ahí perfectamente-. Algo así como el lugar propicio para que resuene en solitario, por ejemplo, el Teorema de Pitágoras. Para Sánchez Ferlosio, la impersonalidad es la garantía de que la escuela sea el lugar donde se instruye en los conocimientos que son el resultado de unas «ciencias que durante siglos se han esforzado por purificarse de toda la morralla de fines e intereses que las condicionaba». Esta aspiración de una escuela como lugar público ajeno a toda particularidad, propicio para la que denomina «atmósfera de los universales», lleva a Sánchez Ferlosio a añorar el tratamiento de usted entre profesores y alumnos, como símbolo de la despersonalización de la enseñanza. Esa es prácticamente su única propuesta de carácter pedagógico, ya que afirma que «es justamente el rostro absolutamente inexpresivo –sine ira et studio– del saber por el saber el que hace nacer en el sujeto, de su propia mente, la opinión y la conducta que la educación, a la manera de una trofalaxia, querría meterle en la boca ya masticadas y bien ensalivadas».
El argumento de los autores de «La estafa del enseñar a enseñar» confluye en cierto modo con los de Sánchez Ferlosio. Por un flanco, se hace nacer la capacidad de enseñar en Secundaria de los conocimientos de Matemáticas o Física. Por el otro, se sueña con un sistema público… de instrucción, en el que sólo se escuche y se confíe en la voz de los conocimientos… y los individuos y sus familias se queden fuera con sus familiaridades y particularidades.
¿Y la realidad? ¿Qué se supone que debemos hacer con la realidad los que en efecto ejercemos la docencia en Secundaria? Partiendo de que a uno le resulta imposible no estar en parte de acuerdo con lo expuesto hasta el momento, años después, cuando el proceso de Bolonia se consolida como tantas otras barbaridades que ennegrecen el porvenir de los hijos muy a pesar de las luchas sociales, se me ocurre que sería conveniente pensar esto desde una perspectiva más terrestre, menos ígnea y también menos aérea.
En primer lugar, es muy importante decir que hay muchos matemáticos o lingüistas que son muy buenos como tales y que, francamente, no sirven para la docencia. ¿Qué culpa tienen las matemáticas del mercado laboral que hay en España? El capitalismo es malo para las matemáticas -y para la filosofía, la lingüística, etc.-, hasta el punto de que no ofrece ninguna salida para la mayor parte de los egresados universitarios de esas carreras tan poco productivas que no sea la docencia en niveles inferiores a la universidad. Y es frecuente hallar a profesores de diferentes áreas cargados de conocimientos que lo pasan fatal cuando se enfrentan a grupos de críos de doce, trece o catorce años que, como bien dice Sánchez Ferlosio en el artículo «Televisión para niños» (http://www.elpais.com/
En segundo lugar, hay que pensar que la «atmósfera de los universales» es básicamente silenciosa. Sin silencio es imposible explicar, conseguir que fluyan los conceptos. Sin atención, sin concentración, el púber no es sino una amalgama de particularidades, justo lo que Sánchez Ferlosio quiere, con buena parte de razón, extirpar de la escuela. Curiosamente, Sócrates, cuando le demuestra a Menón que cualquier mente racional puede adentrarse en el mundo de los conceptos, elige a un esclavo, es decir, a un hombre muy educado en la obediencia que responde al filósofo sin rechistar y con toda la concentración del mundo hasta que sale de su colodrillo la demostración del teorema de Pitágoras. Cuando Sócrates intenta hacer algo parecido con los hombres libres, a saber, dialogar en el lugar de cualquier otro, encuentra tal género de resistencias que acaba condenado a muerte. Antiguamente, los niños que iban a la escuela eran esclavos en cierto sentido porque se jugaban el físico si desobedecían, estaban mucho mejor educados que hoy en día en la contención y el silencio, aunque es cierto que siempre ha habido particularidades recalcitrantes empeñadas en irrumpir una y otra vez en la atmósfera de los universales. Lo cierto es que el corolario de la disciplina escolar para acallar a los individuos que dan más importancia a sus juegos, delirios y anécdotas que a las matemáticas o la biología es y ha sido siempre la expulsión.
La experiencia reciente me ha mostrado que una buena parte de mis compañeros de profesión, ante los estragos educativos del neoliberalismo con sus jornadas laborales infinitas, sus medios de comunicación y entretenimiento deleznables y sus escalas de valores patéticamente utilitaristas, optan por echar de menos la vieja disciplina escolar. El resultado inevitable de esta elección pedagógica es, efectivamente, la querencia por la expulsión: por unas horas, por unos días o directamente del sistema. En nombre del silencio que requiere el espacio público despersonalizado imprescindible para el conocimiento, se procura en lo posible facilitar que se pueda echar al creciente número de críos y no tan críos que molestan. Curiosamente, este deseo de endurecimiento del régimen disciplinario encuentra eco en las filas de los políticos más de derechas, los mismos que abogan por la progresiva privatización de la enseñanza a través de los conciertos educativos que, por cierto, permiten sacar de las escuelas refugio de la clase media a los chavales más problemáticos que, indefectiblemente, desembocan en la educación pública antes de acabar en la calle. Porque… ¿qué nos separa de otros países en los que abundan los niños de la calle, gamines o como quiera que se les quiera llamar? ¿Qué mecanismos defienden a los niños y niñas más desfavorecidos socialmente de la explotación laboral infantil? La respuesta es evidente: el sistema educativo que, más allá de ocultar las cifras de paro, lo que hace en realidad es poner un freno contundente al mercado laboral haciendo practicable la prohibición de que trabajen los menores en edad de escolarización obligatoria.
En mi opinión, aquí y ahora los trabajadores de la enseñanza nos hemos de esforzar en evitar que se agudice la deriva segregacionista. Hay que mantener a los niños en clase y tratar de enseñar en estas condiciones. Esto implica que, en contra del sueño de Sánchez Ferlosio, en esta puñetera realidad es imprescindible mucha paideia… no sé si es precisa la trofalaxia, pero sí mucha tarea educativa que compense la mala educación que los chicos y chicas traen puesta de casa y permita generar las condiciones mínimas donde, por fin, aunque sea sólo durante un instante, puedan callar los individuos y hable el conocimiento. En este sentido, es preciso invocar ciertos desarrollos teórico-prácticos del entorno de la pedagogía moderna. Se puede aprender a lidiar con los conflictos como oportunidad educativa, por ejemplo, y promover el trabajo de escucha activa, confianza, diálogo digno y ordenado en clase, junto con un régimen disciplinario que oriente hacia la reflexión y la convivencia más que al simple castigo que necesariamente acaba desembocando en la expulsión. No se trata de masticar las matemáticas y aderezarlas de valores y ciudadanía, no es cosa de trasmitir boca a boca un bolo perezoso de contenidos semideglutidos; tampoco es cosa de que quien no tenga ni idea de matemáticas dé lecciones de cómo se enseñan. La cuestión estriba en que hace falta mucha más ciudadanía, mucha más educación, como requisito previo para efectivamente poder dar clase sin echar al mercado laboral a una parte considerable de nuestros alumnos. Y nos toca a nosotros impartir todo eso porque fuera del entorno escolar… como que no se estila.
El polémico sociólogo Basil Bernstein forjó en los años setenta los conceptos sociolingüísticos de código restringido y código elaborado cuando se dio cuenta de que las clases medias tenían importantes ventajas para el éxito en el sistema escolar relacionadas con las variedades lingüísticas aprendidas en casa. Pudo profundizar, así, en lo que los estudios empíricos sobre rendimiento escolar suelen demostrar una y otra vez: el nivel socioeconómico está directamente relacionado con el nivel académico. ¿No implica todo esto en la sociedad actual, donde el sistema público de educación es la única instancia social que puede tratar a los hijos de la clase trabajadora como ciudadanos iguales, una responsabilidad muy importante para los docentes? ¿No es nuestra obligación reeducar para intentar siempre que los conocimientos se extiendan hacia abajo? ¿No debemos expandir dignidad ciudadana para ayudar a los hijos de los trabajadores y trabajadoras a combatir las brutales determinaciones del capitalismo de hoy… y del que se avecina?
Obviamente, el máster de Bolonia no es ninguna solución. Es otra componenda dentro del proceso de destrucción paulatina de lo público. Pero sí que es preciso reflexionar y aprender a educar para crear las condiciones que hagan posible enseñar. Así, hay que tener cuidado con la despersonalización de la enseñanza, porque para poder encontrarla sólo hay dos caminos, y tenemos que elegir el difícil. Si no queremos echar a las personas, tenemos que trabajar, a menudo de manera muy personalizada, en la consecución del silencio y el respeto, requisitos elementales del espacio público ciudadano donde pueden, por fin, hablar los conocimientos. Y no de un modo autoritario, reglamentario, porque eso lleva directamente a la expulsión, sino con mucha paciencia y pedagogía, tratando de ayudar al tiempo a los estudiantes chillones y a los que ya traen puesta la capacidad de callarse, en un encaje de bolillos duro y complicado que, mal que bien, ha de caracterizar en los próximos tiempos la labor de cualquier docente de Secundaria comprometido con su trabajo, con la defensa de lo público y con la consecución de otro mundo posible. Cuando, junto a los chicos y chicas que llegan al Bachillerato porque tenían de antemano la predisposición necesaria, conseguimos con esfuerzo sostenido que titule y siga adelante algún estudiante que fue chillón porque lo tenía todo en contra, que nos ha costado un mundo de atención personalizada, nos vamos a casa con un poquito de sensación de victoria.
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