Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Era una típica mañana en Kabul. La plaza Malik Ashgar ya estaba repleta de taxis Corolla, jeeps verdes de la policía, minifurgonetas tocando sus bocinas y motociclistas enojados. Había muchachos vendiendo tarjetas telefónicas y hombres agitando fajos de dinero para cambio, todos serpenteando como podían entre los vehículos y el humo de los tubos de escape. En la puerta del Lycée Esteqial, una de las escuelas más prestigiosas del país, los estudiantes jugaban con una pelota de fútbol. Del Ministerio de Educación, un viejo deslustrado edificio de estilo soviético frente a la escuela, una fila de empleados salía a la calle. Yo iba cruzando la plaza, camino al ministerio, cuando vi al atacante suicida.
Tenía rasgos escandinavos. Vestido con pantalones vaqueros y una camiseta blanca y portando una gran mochila comenzó a disparar indiscriminadamente hacia el ministerio. Desde mi punto de observación, a unos 50 metros, no podía ver bien su expresión, pero no parecía apurado o despavorido. Me oculté detrás de un taxi aparcado. En muy poco tiempo la policía de tránsito desapareció y la plaza quedó vacía de vehículos.
28 personas, en su mayoría civiles, murieron en los ataques contra el Ministerio de Educación, el Ministerio de Justicia y en otros sitios en toda la ciudad ese día de 2009. Posteriormente, las autoridades estadounidenses implicaron a la Red Haqqani, un grupo tenebroso que operaba desde Pakistán que había impulsado el uso de múltiples atacantes suicidas en ataques urbanos que llenaron los titulares. A diferencia de otros grupos talibanes, la actitud de los Haqqanis hacia el caos era mundana y sofisticada: reclutaban árabes, paquistaníes, incluso europeos, y estaban influenciados por lo último en pensamiento radical islamista. Su líder, el septuagenario señor de la guerra Jalaluddin Haqqani, era algo parecido a una mezcla de Osama bin Laden y Al Capone juntos, tan ferozmente ideológico como implacablemente pragmático.
Y muchos años después, sus seguidores siguen combatiendo. Incluso es probable que después de la retirada de la mayor parte de las tropas de EE.UU. este año, hasta 10.000 miembros de Operaciones Especiales, paramilitares de la CIA y sus testaferros, se queden para combatir a los Haqqanis, los talibanes y grupos similares en una guerra que aparentemente no tiene fin. Con enemigos tan arraigados, el conflicto actual tiene un aire de inevitabilidad, pero todo podría haber sido tan diferente.
Aunque ahora es difícil de imaginar, a mediados de 2002 no había insurgencia en Afganistán: al Qaida había huido del país y los talibanes habían cesado de existir como movimiento militar. Jalaluddin Haqqani y otras máximas personalidades talibanas tomaban contacto con el otro lado en un intento de llegar a un acuerdo y deponer sus armas. No obstante, decenas de miles de soldados estadounidenses habían llegado a suelo afgano, después del 11-S con un objetivo: librar una guerra contra el terror.
Como informo en mi nuevo libro, No Good Men Among the Living: America, the Taliban, and the War Through Afghan Eyes [No hay hombres buenos entre los vivos: EE.UU., los talibanes y la guerra a través de ojos afganos], EE.UU. continuaría la guerra a pesar de que no había ningún enemigo que combatir. Para comprender cómo la batalla de EE.UU. en Afganistán anduvo tan mal durante tanto tiempo, se necesita una lección de historia (oculta). En esos tempranos años después de 2001, impulsados por la idea fija de que el mundo estaba rígidamente dividido en campos terroristas y no terroristas, Washington se alió con señores de la guerra y poderosos afganos. Sus enemigos se convirtieron en los nuestros, y mediante inteligencia defectuosa, sus feudos fueron reciclados como «contraterrorismo». La historia de Jalaluddin Haqqani, que de aliado potencial de EE.UU. pasó a ser su mayor enemigo, es el caso paradigmático de cómo la guerra contra el terror creó precisamente los enemigos que trataba de erradicar.
La campaña para eliminar a Haqqani: 2001
Jalaluddin Haqqani es de estatura mediana, cejas tupidas, nariz aquilina, amplia sonrisa y barba expansiva, que en su plena gloria ocupa la mitad de su cara. En su zona nativa, las tres provincias sudorientales afganas conocidas colectivamente como Loya Paktia, es un héroe de la guerra, un muyahidín antisoviético de celebrada bravura y una resistencia casi mítica. (Una vez, después de haber sido herido a tiros, se negó a tomar analgésicos porque estaba ayunando.) Durante los últimos años de la Guerra Fría, era amado por los estadounidenses -el congresista de Texas Charlie Wilson lo llamó «la bondad personificada»- y también por Osama bin Laden. En los años ochenta, EE.UU. le suministró fondos y armas en la batalla contra un régimen respaldado por los soviéticos en Kabul y el Ejército Rojo, mientras grupos árabes radicales proveían una corriente continua de reclutas para reforzar su formidable fuerza afgana.
Funcionarios estadounidenses tenían muy presente esta historia cuando la segunda Guerra Afgana comenzó en octubre de 2001. Esperando convencer a Haqqani (quien había respaldado a los talibanes y al Qaida en los años post soviéticos) para que desertara, excluyeron a su territorio en Loya Paktia de la intensa campaña de bombardeo que habían desencadenado en gran parte del resto del país. Los talibanes, por su parte, lo colocaron a cargo de toda su fuerza militar. Ambas partes sintieron que podía ser el voto decisivo en la guerra. Haqqani se reunió con altas personalidades talibanes y Osama bin Laden, solo para partir a Pakistán, donde participó en una serie de reuniones con paquistaníes y afganos respaldados por EE.UU.
Sus representantes también comenzaron a reunirse con funcionarios estadounidenses en Islamabad, la capital paquistaní, y los Emiratos Árabes Unidos, y los estadounidenses terminaron por ofrecerle un trato: sométase a la detención, coopere con las nuevas autoridades militares afganas, y después de un período adecuado, lo dejaremos libre. Para Haqqani, una de las personalidades más respetadas y populares de Loya Paktia, la perspectiva de estar entre rejas era inconmensurable. Arsala Rahmani, uno de sus asociados, quien posteriormente fue un senador en el gobierno afgano, me dijo: «Quería tener una posición importante en Loya Paktia, pero le ofrecieron arrestarlo. No podía creerlo. ¿Puede imaginar un insulto semejante?»
Haqqani declinó la oferta estadounidense, pero dejó la puerta abierta para futuras negociaciones. El sentimiento prevaleciente en EE.UU., sin embargo, era que el que no estaba con nosotros estaba contra nosotros. «Personalmente siempre pensé que Haqqani era alguien con quien podríamos haber trabajado», dijo un ex funcionario de la inteligencia de EE.UU. al periodista Joby Warrick. «Pero en aquel entonces nadie miraba más allá del horizonte, hacia dónde podíamos estar dentro de cinco años. Para los responsables de la política, era solo ‘al diablo con esos pequeños sujetos morenos’.»
A principios de noviembre, EE.UU. comenzó a bombardear Loya Paktia. Dos noches después, aviones de guerra atacaron la casa de Haqqani en la ciudad de Gardez, cerca de la frontera paquistaní. No estaba presente, pero su cuñado y un sirviente de la familia murieron en la explosión. La noche siguiente, aviones estadounidenses atacaron una escuela religiosa en la aldea Mata China, una de las numerosas que Haqqani había construido en Afganistán y Pakistán, que proveía alojamiento, comida y educación para niños pobres. Malem Jan, un amigo de la familia Haqqani apareció la mañana siguiente. «Nunca he visto nada semejante», dijo. Había tantos cuerpos. El techo había caído al suelo. Vi a un niño que estaba vivo debajo, pero nadie pudo sacarlo a tiempo.» Treinta y cuatro personas, casi todos niños, perdieron sus vidas.
Haqqani estaba en su principal residencia en la cercana aldea de Zani Khel, un polvoriento conjunto de casas de adobe que otrora fue un baluarte antisoviético. «Oímos la explosión, y entonces el ruido de aviones en el cielo», me dijo un primo, quien vivía al lado. «Nos asustamos mucho». Haqqani se retiró a la casa de Mawlawi Sirajuddin, un jefe de aldea. Poco después, la casa se estremeció violentamente por un ataque aéreo directo. Haqqani fue gravemente herido pero logró escapar de los escombros y escapar. Sirajuddin, sin embargo, no tuvo la misma suerte: su esposa Fatima, tres nietos, seis nietas, y otros 10 parientes fueron muertos.
La mañana siguiente, Haqqani instruyó a sus subordinados y antiguos subcomandantes, aconsejándoles que se rindieran. Los estadounidenses, sin embargo, ya habían encontrado el aliado local en Loya Paktia que habían estado buscando, un aspirante a señor de la guerra y partidario del rey afgano en el exilio llamado Pacha Khan Zadran. Con una gruesa uniceja y un bigote imperial, PKZ (como llegó a ser conocido por los estadounidenses) se parecía a algo como un Sadam Hussein afgano. Ostentoso, analfabeto, e irascible, era de muchas maneras el opuesto de Haqqani, bajo el que había combatido brevemente durante la yihad antisoviética. Había llegado a Loya Paktia poco después de la huída de los talibanes a mediados de noviembre y se declaró rápidamente gobernador de las tres provincias. Rápidamente, selló sus vínculos con los estadounidenses, prometiéndoles entregar al hombre que más buscaban: Jalaluddin Haqqani.
«La última vez que lo vi», dijo Malem Jan, «estaba preocupado y molesto. Me dijo que me salvara y me fuera, porque Pacha Khan no nos dejaría en vida». Temprano una mañana a fines de noviembre, Haqqani cruzó la frontera hacia Pakistán. Nunca volvió a ser visto en público.
Un intento de reconciliación en llamas: 2001
El 20 de diciembre de 2001, Hamid Karzai, respaldado por EE.UU., se estaba preparando para su inauguración como presidente interino de Afganistán. Casi 100 de los principales ancianos tribales de Loya Paktia partieron esa tarde en un convoy hacia Kabul para felicitar a Karzai y declarar su lealtad, un gesto que iría lejos para legitimar su gobierno entre la población fronteriza del país. Desde Pakistán, Haqqani envió miembros de su familia, cercanos amigos, y aliados políticos para participar en la caravana de automóviles – una rama de olivo para el nuevo gobierno.
Con cerca de 30 vehículos, el convoy condujo durante horas por el desierto. Cerca de la puesta del sol, llegó a la cumbre de un cerro y tuvo que detenerse: PKZ y cientos de sus hombres armados estaban bloqueando la carretera. Malek Sardar, un anciano de la tribu de Haqqani, se le acercó. «Estaba exigiendo que los ancianos lo aceptaran como líder de Loya Paktia», me dijo Sardar. «Quería las huellas de nuestros pulgares y firmas en ese preciso instante». Sardar prometió volver después de la inauguración para discutir el asunto, pero PKZ no cedió, por lo tanto el convoy dio marcha atrás y se fue a buscar una ruta diferente a Kabul.
En su teléfono satelital, Sardar llamó a funcionarios en la capital afgana y en el consultado de EE.UU. en Peshawar, Pakistán, para pedir ayuda, pero llegó demasiado tarde. PKZ, quien tenía influencia con personajes clave entre los militares estadounidenses, los había informado que una cabalgata motorizada de «Haqqani-al Qaida» iba en camino hacia Kabul. Poco después, en medio de explosiones ensordecedoras, coches comenzaron a incendiarse. «Podíamos ver luces en el cielo, fuego por doquier. La gente gritaba y corrimos,» dijo Sardar. Los estadounidenses estaban bombardeando el convoy. Los ataques continuaron durante horas. Sardar y otros se refugiaron en un par de aldeas cercanas, los aviones volvieron y las bombardearon, destruyendo cerca de 20 casas y matando a docenas de habitantes. En total, 50 personas, incluyendo numerosos importantes ancianos tribales, murieron en el ataque.
Ahora era fines de diciembre, y en Qale Niazi, una aldea que había sido un baluarte de Haqqani en los años ochenta, el bombardeo había llevado a los ancianos a apoderarse del control de un antiguo depósito de armas- «No queríamos que Pacha Khan tomara esas armas y las utilizara», dijo el anciano Fazel Muhammad. «Debían pertenecer al gobierno de Karzai, por lo tanto las guardamos hasta que llegaron».
Iba en camino a la aldea una noche para una fiesta de matrimonio cuando oyó los aviones estadounidenses. Un momento después, las casas de adobe en su camino estallaron debido a un impacto directo. Una segunda bomba cayó en el depósito de armas, provocando una serie de explosiones. El cielo de la noche se iluminó, mostrando a mujeres y niños que huían. «Llegaron algunos helicópteros», dijo Muhammad, «y entonces esa gente dejó de existir».
En la mañana, Fazel Muhammad fue a buscar la casa de sus parientes, donde había tenido lugar la fiesta de matrimonio, pero todo lo que encontró allí fueron ladrillos de adobe pulverizados, marcos de cuadros retorcidos, ollas deformadas, un zapato de niño, un cuero cabelludo con cabellos entrelazados, y dedos humano cortados. Más tarde, una comisión tribal establecida para investigar la masacre determinó que PKZ había pasado a los estadounidenses «inteligencia» de que Qale Niazi era un bastión de Haqqani. Según una investigación de las Naciones Unidas, habían muerto 52 personas: 17 hombres, 10 mujeres y 25 niños.
Reconciliación y llamas, 2002
En seis semanas, la campaña de EE.UU. para matar a Jalaluddin Haqqani había causado 159 civiles muertos, una aldea arrasada, 37 casas destruidas, una dirigencia tribal fracturada, y la aparición de un hombre, Pacha Khan Zadran, como el protagonista más importante en Loya Paktia. Mientras tanto, Haqqani y sus seguidores se ocultaban en Pakistán, viendo cómo las tres provincias en las que habían gozado de prestigio y riqueza se escapaban a su control. La vida dentro de Pakistán resultó ser poco mejor. Mientras Haqqani se ocultaba en Peshawar, su familia se retiró a un suburbio de Miram Shah, la capital de la agencia tribal Waziristán del Norte. En esos días los militares paquistaníes trabajaban estrechamente con Washington para hacer redadas de sospechosos de al Qaida y de los talibanes, En diciembre, sus tropas allanaron la casa en Miram Shah, arrestando a su hijo Sirajuddin. Semanas más tarde, asaltaron el escondite en Peshawar, y Haqqani apenas logró escapar.
En los meses siguientes, equipos de Fuerzas Especiales de EE.UU. realizaron incursiones secretas hacia Pakistán para asaltar casas y seminarios de Haqqani, provocando la cólera de la comunidad local. «Nunca permitiremos que alguien destruya nuestras instituciones religiosas», dijo Hajji Salam Wazir, un anciano tribal. «Me sorprende cómo los estadounidenses utilizan a los musulmanes», agregó. «Hasta ayer, Haqqani era un héroe y un combatiente por la libertad para EE.UU. y enviaron a sus propios expertos militares para entrenarlo. Ahora es un terrorista.»
Atrapado entre la amenaza de un arresto paquistaní y el asesinato estadounidense, Haqqani decidió volver a contactar al nuevo gobierno afgano. En marzo de 2007, envió a su hermano Ibrahim Omari a Afganistán en un intento de reconciliarse con Karzai. En una ceremonia pública a la que asistieron cientos de ancianos tribales y dignatarios locales, Omari prometió fidelidad al nuevo gobierno y emitió un llamado para que seguidores de Haqqani volvieran de Pakistán y trabajaran con las autoridades. Entonces fue nombrado jefe del consejo tribal de la provincia Paktia, una institución que debía vincular a los ancianos de las aldeas con el gobierno en Kabul. Pronto, cientos de antiguos subcomandantes de Haqqani, que habían estado ocultos por temor a PKZ, volvieron a aparecer.
Malem Jan era uno de ellos. Con largas pestañas encrespadas, manchas de alcohol bajo sus ojos, y uñas acicaladas, le gustaba bailar, lo que a menudo hacía solo para delicia de sus compañeros. También era un excelente comandante que había combatido bajo Haqqani a principios de los años noventa contra el gobierno comunista. En la primavera de 2002, reunió a sus antiguos combatientes y pronto estaban trabajando para la CIA como una unidad paramilitar, proveyendo seguridad para misiones estadounidenses en busca de al Qaida.
«Eran buenos días», recordaba Malem Jan. «Trabajábamos estrechamente juntos, compartiendo comidas, compartiendo chismorreo». Las milicias de la CIA, de las cuales había media docena en Loya Paktia, crecieron rápidamente a un ejército fantasma de 3.000 hombres, llamados colectivamente Equipos de Persecución de Contraterrorismo, que todavía operan fuera de la jurisdicción del gobierno afgano y dependen solo de las fuerzas de EE.UU.
Los contactos entre Haqqani y la CIA fueron reavivados, y su hermano Omari actuó como intermediario. Se hicieron planes para una reunión entre Haqqani en persona y representantes de la Agencia. Parte esencial de un acuerdo era que se le permitiera volver a Afganistán y que participara en la política de Loya Paktia. El problema era PKZ, quien veía con celos semejantes maniobras y todavía estaba a la caza del control directo de las tres provincias. «Tienen que permitir que me haga cargo como gobernador», declaró al Austin American-Statesman. «Si no soy yo, será alguien de al Qaida».
Cuando Karzai nombró un nuevo hombre para dirigir la provincia Paktia, PKZ entró en acción, sitiando la mansión del gobernador y matando a 25 personas, Al mismo tiempo, convenció a oficiales militares estadounidenses de que reprimieran a los Haqqanis. Una tarde, mientras Omari estaba de visita en la casa de un funcionario del gobierno cerca de Kabul, aparecieron fuerzas de Operaciones Especiales de EE.UU. -sin conocimiento de la CIA- y los arrestaron. Esa misma semana, tuvieron lugar arrestos similares de seguidores de Haqqani en toda Loya Paktia.
En cuanto Malem Jam se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, huyó a Pakistán, pero una cantidad de sus subordinados fueron detenidos y enviados a la nueva prisión estadounidense en la Base Aérea Bagram, un centro de comando militar en rápida expansión. Swat Khan, su suplente, dijo que en su interrogatorio inicial fue colgado del techo por sus muñecas. Más tarde, fue golpeado. Finalmente, fue enviado a Guantánamo, donde, unos pocos años después, intentó quitarse la vida. «Todo está presente cuando cierro mis ojos», me dijo después de su liberación. «La pesadilla nunca me abandona».
La CIA tardó meses en darse cuenta de que Omari estaba en una prisión estadounidense. Cuando fue finalmente liberado, parecía un hombre diferente. Un día frío de otoño, en una cumbre cerca de la ciudad de Khost, cientos de ancianos tribales y funcionarios del gobierno llegaron para recibirlo. Había dignatarios de aldeas que habían sido bombardeadas y atacadas por aviones estadounidenses y fuerzas de PKZ, ancianos que habían sobrevivido el desastroso convoy, agricultores cuyos hijos habían sido enviados a Guantánamo.
«Primero ni siquiera pude reconocerlo», dijo el anciano tribal Malek Sardar. «No quería hablar sobre lo que le habían hecho. Parecía demasiado doloroso para preguntar». Lentamente, con su voz temblorosa, Omari se dirigió a la multitud. Les dijo que no había esperanza en este gobierno o en los estadounidenses. Algunos ancianos gritaron insultos contra Karzai. Otros dijeron que los estadounidenses no eran diferentes de los rusos. Omari juró que nunca volvería a pisar suelo afgano hasta que estuviera libre de «infieles». Poco después se fue a Pakistán.
La Red Haqqani: 2004-2014
En el verano de 2004, Malen Jan estaba sentado con Sirajuddin Haqqani, el segundo hijo de
Jalaluddin, en su base paquistaní en la ciudad de Miram Shah en Waziristán del Norte cuando oyeron sus nombres en la BBC. Los estadounidenses estaban ofreciendo 250.000 dólares y 200.000 dólares respectivamente, como recompensas por información que llevara a su captura. Introvertido, religioso, e intensamente inteligente, el joven Haqqani se estaba haciendo cargo rápidamente de las riendas de la red de su padre enfermo, y se sonrió al pensar en que su suplente, Malen Jan, merecería un mayor pago que él. «Dicen que el que merece la mayor recompensa es el más cercano a Dios», dijo en broma.
Los Haqqanis estaban ahora en guerra abierta contra los estadounidenses. Mientras su padre había presidido Loya Paktia con apoyo popular, Sirajuddin regía desde las sombras mediante el miedo – asesinatos, secuestros, extorsión y atentados al borde de la ruta. Miram Shah se había convertido en la capital mundial de la yihad radical, residencia de al Qaida y de una variedad de chechenos, uzbecos, y europeos que combatían bajo la bandera de Haqqani. El ISI, el servicio de inteligencia de Pakistán, apoyaba ahora a los Haqqanis como una manera de influenciar los eventos dentro de Afganistán, a pesar de que Islamabad estaba públicamente aliado con Washington.
Al clasificar a ciertos grupos como terroristas, y al actuar a continuación sobre la base de esas clasificaciones, EE.UU. había causado inadvertidamente precisamente las condiciones que se había propuesto combatir. En 2010, la red Haqqani era el ala más letal de una insurgencia crecientemente violenta que costaba la vida a innumerables civiles, así como a soldados estadounidenses. Para entonces era difícil llegar a recordar que, a mediados de 2002, las fuerzas de EE.UU. no tenían un enemigo: los restos de al Qaida habían huido a Pakistán, los talibanes habían colapsado, y los Haqqanis intentaban reconciliarse.
Si Pacha Khan Zadran logró convencer a sus aliados de lo contrario, fue por la lógica de la guerra contra el terror. «Terrorismo» se entendía no como un conjunto de tácticas (toma de rehenes, asesinatos, coches bomba), sino como algo arraigado en la identidad de sus perpetradores, como la altura o el temperamento. Eso quería decir que, una vez calificado de «terrorista» Jalaluddin Haqqani nunca pudo librarse de la etiqueta, incluso cuando intentó reconciliarse. Por otra parte, cuando PKZ terminó por romper con el gobierno de Karzai y volvió sus armas contra los estadounidenses, fue etiquetado no como terrorista sino como «renegado». (Finalmente huyó a Pakistán, fue arrestado, entregado al gobierno afgano, y después elegido al parlamento.)
En los últimos años, EE.UU. ha librado una intensa campaña de drones contra los Haqqanis en su bastión en Waziristán del Norte. Docenas de sus comandantes han sido muertos, incluyendo a su máximo jefe militar Badruddin Haqqani. Muchos otros han sido arrestados. Actualmente la red Haqqani es una sombra de lo que solía ser.
La influencia del grupo, sin embargo, sigue existiendo. En 2012, recibí un llamado telefónico de la familia de Arsala Rahmani, el senador afgano de quien me había hecho amigo. Esa mañana, un pistolero se había colocado a la altura del vehículo de Rahmani, mantenido al ralentí en un cruce muy concurrido, y le disparó a quemarropa. Más tarde, supe que un antiguo comandante alineado con Haqqani llamado Najibullah era el culpable; había formado su propia facción, Mahaz-e-Fedayín, cuya inclemencia hacía que los Haqqanis parecieran aficionados. Ahora en la mira de las fuerzas de contraterrorismo de EE.UU., su grupo es solo el último enemigo en una guerra que nunca parece terminar.
Anand Gopal, colaborador regular de TomDispatch, es autor del recién publicado No Good Men Among the Living: America, the Taliban, and the War Through Afghan Eyes (Metropolitan Books). Informó sobre la Guerra Afgana para el Wall Street Journal y el Christian Science Monitor y ahora es miembro de la New America Foundation. Está en twitter: @Anand_Gopal_
Copyright 2014 Anand Gopal