Siempre que hablamos de democracia, nos referimos a la experiencia fundadora de los griegos, en cuyas ciudades los ciudadanos ejercían el poder de decisión de forma directa de acuerdo al principio del predominio de la mayoría. Por más que la idealicemos, especialmente después de las teorizaciones de Platón y Aristóteles, la democracia era en realidad […]
Siempre que hablamos de democracia, nos referimos a la experiencia fundadora de los griegos, en cuyas ciudades los ciudadanos ejercían el poder de decisión de forma directa de acuerdo al principio del predominio de la mayoría. Por más que la idealicemos, especialmente después de las teorizaciones de Platón y Aristóteles, la democracia era en realidad muy restringida. Las ciudades-estado eran pequeñas y solamente 1/6 de su población ejercía la democracia, concretamente, los ciudadanos libres. Las mujeres, los esclavos, los artesanos, los extranjeros y los inmigrantes estaban excluidos. Pero la experiencia griega se convirtió en referencia para toda la reflexión política posterior.
Sin embargo, hay otra experiencia de democracia, mucho más radical que la griega, que fue vivida por las dos primeras generaciones de cristianos. Ésta es paradigmática para todo pensamiento utópico posterior, aunque haya sido abandonada por el cristianismo vigente, que se organizó de forma opuesta. No se convirtió en referencia para el discurso político actual por haber sido realizada en el marco de una experiencia religiosa, poco o nada valorada por el pensamiento laico y laicista. Hoy, a pesar de su nicho religioso, vemos que la democracia cristiana, como cualquier otro fenómeno social, merece consideración especialmente cuando se busca una democracia radical, llevada a todos los campos de la convivencia humana, a los movimientos sociales y también a la economía, es decir, una democracia total.
La experiencia generadora de la democracia radical cristiana fue la práctica de Jesús: absolutamente anti-discriminatoria, anti-jerárquica y de fraternidad universal. San Pablo resume todo diciendo: «Ahora ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, pues todos son uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28). El resultado fue que esclavos, libres, portuarios, mercaderes, abogados, soldados… independientemente de su situación social y de su género, formaban comunidades fraternales que vivían la «koinonía» (comunión), palabra que expresa el comunismo radical de «poner todo en común», repartiendo los bienes materiales «según las necesidades de cada uno». Y como elogio se dice que «no había pobres entre ellos» (Hechos 2 y 3). Esa democracia era verdaderamente radical pues toda la comunidad participaba en la toma de decisiones. La ley básica era: «lo que concierne a todos, debe ser decidido por todos». Eso valía también para el nombramiento de los obispos y de los presbíteros.
Dicha comunidad se llamó «ekklesia» en griego, «ecclesia» en latín e «iglesia» en castellano. El sentido original de «ekklesia» no era religioso, sino político: la asamblea popular. Se escogió ese nombre profano para distinguir la democracia cristiana de otras expresiones religiosas de la época.
Esta memoria se ha perdido en la Iglesia Católica. En cierta ocasión, preguntaron a Juan Pablo II si la Iglesia era una democracia. Respondió: no, es una «koinonia». Ahora bien, «koinonia» es sinónimo de democracia radical, cosa que seguramente el papa no pensó. En efecto, tal como se estructura hoy, no es «koinonia». Es una monarquía absoluta espiritual organizada bajo la herencia de las monarquías del pasado. Como tal, cierra las puertas a la democracia cristiana de los primeros tiempos. O sólo la acepta bajo la forma inocua de la espiritualización. Es importante que rescatemos la memoria revolucionaria escondida en la palabra «Iglesia». ¿No inspira tal vez otra manera de ser cristiano y de ser ciudadano?