Que el 20 de mayo de 1902 certifica la derrota final del anexionismo norteamericano en Cuba no es siquiera un tema a discutir.
Me había solicitado amablemente un compañero que escribiera una columna sobre el 20 de mayo. No tuve tiempo en medio de la versión íntima de la cotidianeidad pandémica con la que lidio, pero en verdad tampoco encontré la manera de cerrar las ideas que anoté mentalmente.
Ese cierre estaba esperándome sin embargo en la mañana del día 20 en el post de un graduado de Derecho de la Universidad de Holguín y su personal deseo a todos: Feliz día de la independencia y el nacimiento de la República.¡Patria y Libertad! Hice un par de anotaciones, pero casi idéntico a como él lo escribió, lo puse en mi propio perfil porque me pareció el voto patriótico cubano más hermoso y auténtico, sencillo, que he podido leer o escuchar en mi vida.
De golpe, quizás por su esencia serena y extrañamente cordial, por lo inusual y espontáneo de ese deseo en nuestra sincopada parafernalia de consignas y lemas mal digeridos, me vino el recuerdo del culto de mi abuela y madre a mi bisabuelo mambí, y esa devoción recia a un tipo de decencia conmedida y piadosa que cultivan las madres que han sufrido por los hijos ajenos.
El día antes había estado pensando para aquella columna que no escribí en los destinos de muchos padres esclavos que compraron la libertad de sus hijos y que envejecieron y murieron sin salir ellos mismos del barracón, en la suerte de Manuel Rodríguez «El brujita», el sastre que se batió en la década de 1868 con aquel valor forjado desde antes del que hablara más tarde Lemebel, en los rumbos inciertos de las niñas y mujeres guajiras desnudas por ausencia de la más rústica tela en las profundidades de nuestras montañas que vieron pasar los restos obstinados, hambrientos y perseguidos de las expediciones independentistas, en la atrocidad de las circunstancias y lo frágil de la vida humana.
Las evocaciones suelen ser también amargas y traicioneras, porque nos dejan en calidad de meros expectadores de la vida y los destinos de los otros, aunque nos ofrezcan, en cambio, una oportunidad para la humildad y aprender. En Cuba hay que tomar nota de ello, porque se lleva demasiado tiempo ya ninguneando desde la soberbia a una parte de nuestro pasado y éste nos está alcanzando en la peor de sus formas: la ignorancia y el odio.
La preterición y el olvido del día que marca formalmente el nacimiento de la República de Cuba y de la independencia y la mal disimulada antipatía que le han dedicado de paso nuestros medios durante muchos años, es también un síntoma de una sociedad que no entiende completamente los peligros que le acechan, ni lo que logró antes, tampoco las formas de resistir la adversidad.
Basta ver fletando en Guantánamo el pabellón yanqui para entenderle, además, como un poderoso recordatorio de lo que aquí se intentó, pero la escasa comprensión del significado de vivir en una República que hoy nos aqueja, el olvido de los contenidos y valores que contiene su noción, tanto como de su cualidad de matriz ética frente al despotismo, la arbitrariedad y los privilegios, es parte de un desarme sustancial para enfrentar los retos actuales y no pocos de los que tenemos por delante.
Pregúntele a la persona que tenga al lado ahora mismo sobre el significado político de vivir en una República y posiblemente tendrá como respuesta un mapa en que la libertad y los derechos ejercidos frente a todo ello, en que la exigencia del imperio de la Ley y la igualdad de todos sin excepción ante ella, son un incordio a la conformidad y al mantra de gratitud debida que se proclama y al mismo tiempo una marca de Caín, en que la Constitución como límite al ejercicio caprichoso del poder están fuera de la escala junto a la justicia y la fraternidad, el civismo y la decencia frente a lo servil y obediente, lo adocenado; o acaso un desolador encogerse de hombros. El vacío.
Es cierto, se podría coincidir por otras razones con una línea de un artículo de Karima Oliva Bello publicado ayer en La Pupila Insomne, en que su autora nos hace el favor de descodificar la noción de República y reducirla a los avatares y desgracias de un período histórico: «la república por la república no basta (…) ni garantiza nada«.
Convendría hoy recordar, cuando nuestros humildes, nuestros ancianos y enfermos, sólo ellos, ¿se acuerdan? salen a sumergirse por hambre y ansiedad, por la precariedad y agonía de sus despensas en largas colas sin tener la certeza siquiera de regresar a casa con el alimento, o la medicina, cuando nuestros pobres, ¿se acuerdan?, sólo ellos, tienen que conformarse con el aceite, el pan, el arroz y los huevos subvencionados porque no puede acceder sin delinquir a lo mismo que se le vende a altos precios en las otras tiendas, que el Socialismo, sin libertad, democracia e igualdad, sin la herejía de no ser servil e hipócrita, es tan sólo una abstracción aparentemente incólume, un nirvana en el que se puede vivir cómodamente mientras el egoísmo, el oportunismo y la desigualdad se ceba con nosotros, y que no basta, ni garantiza nada, si está vacío de esos significados, si somos cómplices de ello.
En Santiago de Cuba surgió no hace mucho una iniciativa, en esas mismas redes que son vilipendiadas y demonizadas hoy por tantos, en esas mismas redes sociales que son la parte más democrática y dinámica de nuestra esfera pública y de los ejercicios de participación ciudadana. Dónde hay santiagueros, se llama el grupo de Facebook por el que se localizan en tiempo real los productos más imprescindibles o un colchón antiescaras para una centenaria amada. No pasó mucho tiempo para que se empezarán a ofrecer espontáneamente también, así, sin costo, las medicinas, la sangre y la ropa que al otro le faltaba, o necesitaba, la solidaridad y fraternidad sin colas, la hermosa dignidad de hacer el bien.
No puedo evitar pensar que es la misma dignidad con que los cubanos, todos ellos, salieron el 21 de mayo de 1902 a enfrentar sus propios desafíos de ese día y de los años que vendrían, porque en Cuba la dignidad siempre ha encarado al futuro y el destino.