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El ácido de la confusión

Fuentes: Mundo obrero

Ha transcurrido ya casi un cuarto de siglo de esta centuria, en la que los neoconservadores (neocon) de Bush, Rumsfeld, Wolfowitz quisieron apoderarse del mundo, lanzando para ello, en 1997, su Project for the New American Century.

Después, cancelaron el plan, pero la agresividad y ambición de Washington continuaron. Aquellos neocon eran miembros del Partido Republicano, pero los demócratas de Obama y Biden siguieron la inercia imperial, en Oriente Medio y en el océano Pacífico, y encendieron la guerra de Ucrania con el golpe de Estado de 2014 que nos ha puesto ante el vértigo de la catástrofe nuclear.

En esos años hemos pasado de los neocon a los neonazis. No ha desaparecido la ambición imperial estadounidense y la extrema derecha se ha fortalecido en todo el mundo. De Bolsonaro a Modi, de Zelenski a Meloni, en Suecia y en Polonia, en los países bálticos y en Francia, la izquierda ha retrocedido mientras el cuchillo furioso y vengativo del nuevo fascismo se pasea por las calles del mundo.

En medio de esa alarmante situación ha culminado el agotamiento de la socialdemocracia, que se ha convertido al liberalismo. El fiasco de la última máscara socialdemócrata, aquella tercera vía de Giddens y Blair que ya nadie recuerda, llena de corruptos y delincuentes, inauguró su intento de sobrevivir a cualquier precio, con decisiones en los últimos años llenas de recortes sociales, y de participación en las nuevas aventuras imperialistas de Washington. ¿Puede citarse algún partido socialista que haga honor a su nombre? ¿Existe alguno que defienda el socialismo? Miserables como Carlos Andrés Pérez, Ben Alí, Mubarak y otros como ellos fueron miembros de la Internacional Socialista, pero la mayoría de los atildados socialdemócratas europeos no fueron mejores: Blair, defensor del siniestro asesino Thaçi, se desplazó a Kosovo para recoger la Medalla de Oro otorgada por el gobierno de aquel traficante de órganos humanos. Otros como el británico, acompañaron las matanzas en Afganistán, Iraq, Siria, Libia, Ucrania.

A su vez, los verdes se han convertido ya en un partido del sistema y son compañeros de todas las aventuras imperiales de Estados Unidos, como han mostrado los alemanes, ayer en Yugoslavia, después en Libia y ahora en Ucrania. ¿Para qué necesita la derecha portavoces si dispone de gente como Annalena Baerbock que defiende la expansión de la OTAN contra Rusia y China y apoya a Estados Unidos? Incluso a veces, Washington utiliza la muleta de la extrema izquierda dispersa, invadida por el virus de la verdad revolucionaria de raíces religiosas: algunos grupos apoyaron su intervención contra Siria y Libia o le acompañan en sus campañas de acoso a China en Tíbet, Xinjiang o Hong-Kong.

El desastre también llegó a las filas comunistas: algunas conversiones dan fe de ello, como la italiana en el PCI con Occhetto, donde el Partito Democratico ha quedado convertido en una réplica triste de la socialdemocracia, alentando también las intervenciones del imperialismo, como ejecutó D’Alema en Yugoslavia, o como hizo Letta con el apoyo a la OTAN y a Zelenski y al envío de armamento a Ucrania.

Los problemas del bloque socialista europeo desembocaron en la catástrofe de 1989, sin tiempo para acometer las reformas necesarias en los sistemas socialistas, y la dispersión tras la grave derrota de 1991 agravó los problemas heredados de la ruptura chino-soviética de los años sesenta y de las rupturas menores, yugoslava o albana. A ello se unió la ilegalización de los partidos comunistas en Estonia, Letonia, Lituania, Ucrania y otros, y la persecución en Polonia, Hungría, Rumanía. Sin olvidar la feroz represión contra el movimiento comunista que continúa en muchas partes del mundo: es ilegal en Ucrania, y en Uzbekistán, Filipinas, Thailandia, Malasia, Indonesia, Egipto y muchos otros países.

Reconstruir la razón de la izquierda comunista, reconociendo los errores y reivindicando los logros del socialismo europeo y de la Unión Soviética sigue siendo una tarea difícil pero imprescindible. Eso afirman los comunistas rusos, y el Partido Comunista de China, cuyos casi cien millones de militantes componen la organización política más nutrida del mundo. El comunismo europeo, atrapado en el invento transitorio del Partido de la Izquierda, se debate ahora entre la deriva izquierdista de los comunistas griegos, el riesgo de caer prisioneros de la socialdemocracia (como lo están sus ministros en el gobierno de Sánchez, incapaces de articular un discurso contra la guerra, la OTAN y el aumento del presupuesto militar, más allá de algunas tímidas palabras) y el peligro de divisiones internas y pérdida de militantes. Pero el necesario equilibrio entre los abismos de la ortodoxia estéril y de la renovación abrumada e impotente, exige evitar el viento amedrentado y el ácido de la confusión, la prisión de la retórica y de la historia rencorosa, mirando al comunismo asiático que, del Vietnam a China, está construyendo el futuro.

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