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El amor en los tiempos del dólar

Fuentes: Rebelión

Ya se sabe que una gran parte de la publicidad mundial (para consumo de los seres «normados», no de las «personas», porque hay además «personajes» y «personalidades») se dedica a la fabricación de iconos sociales (héroes, supergentes, genios, intocables, infalibles, inmaculados, impolutos, etc.) y sus contrapartes (villanos, bellacos, lerdos, cobardes, infames, despreciables, y similares). Eso ha […]

Ya se sabe que una gran parte de la publicidad mundial (para consumo de los seres «normados», no de las «personas», porque hay además «personajes» y «personalidades») se dedica a la fabricación de iconos sociales (héroes, supergentes, genios, intocables, infalibles, inmaculados, impolutos, etc.) y sus contrapartes (villanos, bellacos, lerdos, cobardes, infames, despreciables, y similares). Eso ha llegado al extremo de que todos los «momentos» de todos los programas televisivos son «especiales», de «privilegio» o «de lujo», porque sus invitados son -a su vez- «muy especiales». (Ingenuos y anhelantes aguardamos, nosotros los normales, la aparición, en las pantallas televisivas, de algún ser «a-todos-semejante» que advierta al presentador con afabilidad y firmeza: «¡Si me califica de ‘muy especial’, me marcho!»)

En un ámbito más literario, el equivalente discursivo de ese recurso es la alusión a la autoridad. Un escribano o garabateador de textos (habida cuenta de la intrascendencia de cualquier empeño humano, cosmogónicamente hablando, no se puede -en propiedad- aspirar a más) refuerza sus ideas con el terminante magister dixit. Uno se siente tentado a nombrar esta tendencia como citadismo y a sus cultivadores de citadistas.

Por su procedencia, las citas pueden estar referidas al llamado razonamiento demostrativo (o ser derivables de él), o tener su origen en el razonamiento verosímil. Las primeras resultan circunstanciales e indisputables, por lo que no aportan conocimientos. La improbable certidumbre de las segundas las convierte en una potente arma epistemológica.

Hay citas que son un verdadero adorno del texto, porque el autor parecer acudir a ellas no tanto como «táctica de amparo» cuanto «exposición resumida de un concepto». Esas citas verosímiles cumplen la validante función mnemotécnica de las fórmulas y expresiones matemáticas.

Por ejemplo, ¿es posible imaginar una economía de recursos mayor para exponer profundos problemas existenciales que la de los versos de Jack Kerouack «La vida es muy difícil / Los menos sobreviven»? ¿Y qué decir del adagio hegeliano que revela en apenas cinco palabras las honduras de los procesos cognitivos y la dialéctica relación que ellos encierran entre «sujeto/objeto» -que solo hoy comienzan a dejar de ser inextricables-: «Todo lo real es racional»? ¿O esta otra, del mismo autor, síntesis molecular del súmmum de la dialéctica misma: «Todo cuanto nace merece perecer»?

Quienes acuden a esos exergos y otras parquedades reflexivas no merecen ser calificados de citadistas, y no lo son. Todo lo contrario, son autores que regalan al lector una señalización intelectiva, un poste indicador lúcido, un sutil asidero a la mente.

Los verdaderos citadistas, bajo el ropaje de «sustentación de convicciones», buscan disimular la mendacidad de su propio cacumen, y consiguen -paradójicamente- ocultar sus verdaderos pensamientos, excusarse en lo dicho y hecho por otros, escamotear sus opiniones, escabullirse de consecuencias, minimizar sus existencias tras el valladar de las evocaciones, camuflar sus creencias. (Una variante muy fructuosa del citadismo es lo que pudiera llamarse con igual derecho elogismo, adulacionismo o apologismo.)

El citadismo, como instrumento argumental, parece un intento casi heroico por desplazar las circunstancias propiciadoras de los hechos referidos a los contextos pertinentes al autor. («Nadie desciende dos veces la misma corriente«, dijo Heráclito de Éfeso)

El citadismo es especialmente útil en temas relacionados (acaso tangencialmente como los económicos, filosóficos, antropológicos, sociológicos, y otros) con la política.

Hablar de política es engorroso para cualquiera, en cualquier lugar: si los asertos trascendidos de un poderoso acerca de un asunto político se consideran erróneos (o son calificados en tal calidad, por sus contemporáneos) el futuro público del personaje podría correr dificultades.

(La suerte de los «no-poderosos» es tan conocida y -consecuentemente- previsible que no vale la pena detenerse en ella.)

Por eso los citadistas más listos se preocupan no tanto en «opinar» como en elegir las alegaciones y personajes calificables como «reforzadores eventuales de sentencias».

Existen «reforzadores históricos» o «generales», entre los se que incluyen los poetas, filósofos y personalidades prominentes de la antigüedad. En el Occidente Visible (cualquier persona viva y despierta de nuestro mundo sabe muy bien que la mayor parte de Occidente es Invisible) son muy reputados y manidos Terencio, Aristóteles, Platón, Lucrecio, Séneca y comparsa.

Dada la probada incapacidad de protestar en voz alta que con toda sabiduría y máxima justicia les regala la muerte, los reforzadores históricos ocupan una muy cómoda posición alegórica en el «panteón de autoridades«.

Los reforzadores históricos tuvieron, a no dudarlo, sus propios «referentes elucidatorios y justificativos» (papel que ocuparon Homero, Tucídides, et al.). Cuando se veían en aprietos mundanales demasiado serios, les quedaba la alternativa de conjurar, graciosamente y sin pudor, a deidades y mitológicas entelequias. Así, tras muchas vicisitudes, alcanzaron post mórtem su venerable condición referencial (as augusta per angusta), y obligaron al vulgo a sentenciar el apotegma de ese proceder con la sabia máxima que reza: «quien no se moja el c…, no come camarones«, lo cual constituye una traducción bastante fiel del latinazgo aducido.

En virtud de las consideraciones expuestas, esos reforzadores no tienen, en nuestros días, polaridad política factual (o apenas la poseen), por lo que son usados por los citadistas girondinos y jacobinos de nuestro presente. Al acudir a ellos los citadistas demuestran (o creen hacerlo) conocimientos, dominio (no obligatorio) de lenguas extranjeras, universalidad de sus enunciaciones, cosmopolitismo, aceptación tácita de las «reglas del juego» (atributo sucintamente nombrado «urbanidad»), obediencia intelectiva, y otros gratificados (no confundir con gratificantes) dones.

Pero hay, naturalmente, reforzadores claramente de derecha y de izquierda. Los más socorridos por la derecha son sus pensadores y aristócratas, desde George Clemenceau hasta Winston Churchill y Richard Nixon. Los preferidos por la izquierda, dada la innegable y justa autoridad pragmática e intelectual que acompaña sus nombres -valga el resalte-, son Marx, Engels, Lenin y Trotsky, entre otros.

Los citadistas de derecha y el subjetivismo que aqueja sus trabajos son muy poco interesantes, ya que: 1) la derecha detenta ampliamente el poder en el mundo de hoy; 2) nos importa muy poco cuáles son sus errores.

Sin embargo, la izquierda, en busca de prominencia, debería evitar a toda costa dos vicios de composición retórica: el galimatías expositivo y el abuso de la aproximación citadista. (Muchas veces uno acompaña al otro, porque los dos persiguen fines similares.)

Para evitar los textos abstrusos y llegar a la mayor cantidad posible de lectores, los escritores de izquierda deben cuidar rigurosamente, no tanto el estilo o la extensión y riqueza de su léxico -cualidades siempre encomiables, por exigentes-, como la construcción de sus composiciones. No sería ocioso insistir en el uso de términos existentes (no necesariamente «ampliamente utilizados»), o -en su defecto- incluir explicaciones a los aportes terminológicos que la estructura interna del texto, su continente ideográfico o contenido expositivo, exijan casuísticamente al autor (¿qué diferencias hay entre «material» y «objetual», por ejemplo?). Convendría asimismo cuidar la estructura gramatical de las oraciones: nuestras lenguas son predicativas.

Se diría que la enunciación de figuras de antítesis, tales como «intelectual trasnochado» (notablemente, como ocurre a otros muchos trabajadores, los «intelectuales» no tienen cómo desconectar la mente y «trasnochar»), debía verse acompañada -en evitación de ser calificada la oración meritoria de «trasnoche citadista«-, de puntualizaciones complementarias. Igual suerte debían correr las tautologías, como «revolucionario» y «científico», toda vez que los científicos, en tanto tales, en algunos momentos o temas de su campo de atención no pueden ser conservadores.

Ante un texto citadista de izquierda, al lector interesado le resulta muy difícil reprimir el deseo de preguntar al autor (o a los autores): «Y tú, ¿qué piensas tú mismo? ¿Cómo crees tú que se avienen los razonamientos que traes a colación con los temas tratados? ¿Cuáles son las soluciones de nuestros problemas que las lecturas de tales textos han invocado en tu mente? ¿A qué te refieres exactamente al recordar esas palabras? […]», porque nadie duda de la corrección que asistía al emisor original de las ideas citadas en el momento en que fueron formuladas, y no es ese asunto el que se somete a análisis (las citas mismas los descalifican apriorísticamente): lo verdaderamente significativo es la utilidad metodológica de lo expresado antaño para (y en) el nuevo y actual andamiaje de eventos sociales. Lo que sí devendría pensamiento verosímil y -consecuentemente- revolucionario, aleccionador, iluminador y feraz sería señalar las limitaciones de los pensadores importantes del pasado, qué situaciones no conocieron, en qué temas las ciencias actuales han desbordado sus previsiones, etc. Apoyarnos en el saber anterior (esto es, superarlo mediante su negación dialéctica) no significa ni descalificar a sus presentadores primigenios ni detenernos a admirar permanentemente su probada agudeza.

No sabemos todavía porqué nos parecen «lógicas» las inferencias que hacemos en lenguajes mínimos (no se repiten ni se solapan sus proposiciones aceptadas por «evidentes» o las deducidas de ellas), coherentes (gozan de incontrariedad), exhaustivos (poseen todos los elementos de inferencia imprescindibles), completos (tienen los elementos de validación de proposiciones requeridos). Ni siquiera podemos decir la causa de que aceptemos las enunciaciones que satisfagan justamente esas cuatro exigencias reflexivas. Con todo, ese desconocimiento no impide que no aceptemos que haya una clase social minoritaria que invariablemente domine a la mayoría, con la misma fuerza y argumento de evidencia que admitimos la imposibilidad de que alguna vez los perros se resistan a obedecer a los humanos.

No sabemos porqué las características descritas se adscriben al «sentido común», pero vamos avanzando.

Así, las ciencias neurológicas cuentan en la actualidad con un dispositivo muy potente: los tomógrafos por emisión de positrones (PET, por sus siglas en inglés). Estos útiles aparatos están revelando cuadros que -a quienes tuvimos la suerte de leer esa obra- recuerdan los «objetos mentales» descritos por Jean-Pierre Changeux en L’homme neuronal.

Esas imágenes otorgan credibilidad a las especulaciones útiles que aventuran, por ejemplo, que el enojo que nos atenaza cuando no comprendemos las respuestas de otra persona ante un problema, se debe a -puestos en situación- una discrepancia muy marcada de las estructuras momentáneas que adoptan nuestros enlaces sinápticos, respecto a las de la persona de referencia. No conocemos aún el mecanismo fisiológico que explicaría la conversión de esa discordancia en angustia -vale decir, la causa de que la percibamos exactamente de ese modo-, pero eso no debilita el hallazgo: nadie sabe a ciencia cierta qué es la gravedad, ni porqué parece alimentarse de una fuente inagotable de energía (en contra de las leyes de la termodinámica), pero eso no impide que construyamos puentes muy elevados ni que nos desconchinflemos totalmente cuando nos caemos de ellos. (El teorema de Pitágoras sirve de «demostración» formal en cualquier axiomática, sin haber sido formalmente demostrado él mismo.)

No menos importante resulta, a mi ver, que sobre la base de los descubrimientos hechos parece sensato deducir que «nos ponemos en el lugar del otro» (o podemos hacerlo), y no es festinado colegir entonces que esa extraordinaria capacidad nos convierte en amantes o seres perceptores, dadores y experimentadores de amor.

Similar razonamiento explicaría nuestra «complacencia» cuando escuchamos o leemos las elucidaciones de otros autores, cuyas imágenes mentales son congruentes con las que guardamos en memoria, alcanzadas por otras vías y debidamente atesoradas en ella.

No obstante, si solo leemos o escuchamos aquello que se allana a los sistemas referenciales que alberguemos normalizadamente en la memoria, corremos el riesgo de mellar nuestras facultades discursivas. Escuchar no es aceptar, analizar no es claudicar, discurrir no es consentir.

Es improbable que, después de haber tenido una Noche de San Bartolomé, los franceses permitan que los temas cismáticos del cristianismo formen parte de cualquier pretendido debate social. Tampoco parece muy cuerdo que los americanos continentales levanten una discusión acerca de los derechos de residencia que asisten a los vástagos de los colonizadores europeos.

No obstante, a pesar de las dificultades reales y aparentes, siempre puede definirse una imprescindible plataforma de diálogo.

En el caso de Cuba, el perfeccionamiento de su obra es ineludible por tres importantes causas: a) como rechazo a los peligros que la acechan (externos e internos, provenientes de la izquierda y la derecha); b) para conquistar «toda la justicia»; c) pero -sobre todo- en razón del inestimable valor de su ejemplo para los procesos libertarios que ocurren en las sufridas tierras americanas.

Ese perfeccionamiento no incluye lo que ya es perfecto: su régimen político, sus conquistas sociales, su monopartidismo, su liderazgo, su historia. Fuera de eso, nada debe quedar excluido.

El perfeccionamiento del proceso cubano deviene por tanto una obra genuina de amor… en los tiempos del dólar.

Por cierto -en revelación de la fuente de una alusión de este texto-, fue el magnífico matemático y pedagogo estadounidense de origen húngaro, György Polya, quien introdujo la denominación de «plausible reasoning«…