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El Antaño encuentra el Ahora

Fuentes: La Monde Diplomatique - Chile

No me hace falta recordar la belleza de su rostro el día de su muerte. Miguel no se ha ido. Hoy me pregunto qué debo hacer con la vida de Miguel Enríquez, militante e intelectual revolucionario, no con su muerte.   Tal vez mi vivencia en esa casa ubicada en el número 725 de la […]

No me hace falta recordar la belleza de su rostro el día de su muerte. Miguel no se ha ido. Hoy me pregunto qué debo hacer con la vida de Miguel Enríquez, militante e intelectual revolucionario, no con su muerte.

 

Tal vez mi vivencia en esa casa ubicada en el número 725 de la calle Santa Fe, comuna de San Miguel sea un punto de partida.

Diez meses de vida y todo lo que uno puede esperar a lo largo de una vida, allí lo viví. Cada acción de nuestros días, el menor gesto en ese lugar, realizado como si fuera el último. Ni una componenda, ninguna ligereza, ninguna flaqueza que hubiera que reparar al día siguiente. No teníamos tiempo para eso. La belleza de la vida.

El espacio vibra de gestos cotidianos. El murmullo de los juegos infantiles, los ladridos del perro se mezclan al tecleado de la máquina de escribir, a un concierto o a una canción. Entre la cocina, la limpieza y las tareas militantes percibo las páginas que Miguel voltea buscando una frase en libros que hubo que rescatar de sus escondites, camuflar y trasladar hasta sus manos. Miguel trabaja y para pensar convoca las experiencias históricas, los filósofos marxistas, los escritos revolucionarios, la literatura y la ciencia. En esa casa habitan junto a nosotros muchos muertos, no hay frontera entre ellos y nosotros. Nos ayudan a descifrar la máquina de matar de la dictadura, nos educan el oído y los ojos para comprender las voces bajas de la sociedad aplastada y dibujar una perspectiva más allá de la oscuridad.

Un verano, un otoño, un invierno y en la primavera, ese 5 de octubre, el soplo de su vida dejó la casa y se fue hacia las nubes. Las nubes en perpetuo movimiento están formadas de cristales de hielo minúsculos, uno de ellos contiene mis horas compartidas con él, uno pequeñito que se fusiona con aquellos de ese Nosotros, múltiple y potente que formábamos todos. Militantes del MIR insertos en los movimientos sociales hasta el golpe de Estado y cada célula en resistencia renaciendo de las cenizas del bombardeo a La Moneda, de la sangre de Salvador Allende.

No hubo para nosotros otra alternativa. Había que luchar para salvar el futuro de nuestro pasado reciente, las conquistas sociales, la democracia, nuestra visión de la historia, nuestro sueño.

Miguel muere en combate, su AK empuñada para vivir. No para morir.

Es un deber conmemorar sin fin el combate heroico, pero es necesario también nutrir nuestra memoria de los «porqué», en toda conciencia y conocimiento de causa, el ser amado murió, él que no era ni victima ni inocente. Buscar aproximarnos al misterio de este hombre, un revolucionario, no convertir su ser en un cliché formateado «héroe», no reducir su experiencia de la libertad en acción, «la libertad sin acción no existe, la libertad es la experiencia del deseo reconocido, elegido y perseverado de cambiar el mundo, el deseo es querer, querer ahora», a la palabra «sacrificio».

Biografías de Miguel Enríquez se están publicando o escribiendo. Una historia del MIR se encuentra en su fase de investigación. Existen relatos, testimonios, poemas, canciones.

Yo, que no pude morir con él ni morí por su ausencia tengo que reinventar la herencia, restablecer la circulación sanguínea, entre ese pasado y mi futuro.

Si la memoria es un instrumento de reflexión y no de legitimación, la única manera a mi alcance de no desviar o secuestrar la herencia de Miguel, es perseverar en la acción política radical. La vida de Miguel y lo que su muerte contiene de vida, son una brújula que me ayuda a mantener el rumbo en medio de la tormenta de este nuevo siglo.

El encuentro entre el Antaño y el Ahora es un movimiento continuo, dialéctico, diría.

El presente de mi vida en Chile se ha ido poblando de amistades nacientes y para siempre. Es caminando en busca de las huellas de nuestro pasado, el MIR, donde mis pasos cruzaron los de mujeres y hombres que considero hoy mis amigos. Son jóvenes y no tanto, tienen la postura del combatiente, aquel que dice no, un no rotundo a la desigualdad, la injustica, el simulacro de democracia, aquel que crea a la escala de su vida y allí adonde esta, una forma de lucha y nuevos vínculos.

Nombro a algunos al correr de la pluma, pero son ya una multitud. Cada uno es un colectivo organizado, pequeño a lo mejor, pero tan potente en estos tiempos sombríos de tiranía económica que vivimos.

Aliwén Antileo, José Huenchunao, en las tierras mapuches, Carlos Aguilar, Verónica y Luis en Atacama, ellos, exigiendo el derecho a existir y recuperar lo expoliado me abrieron, en los noventa, la puerta de regreso a mi país.

A partir del 2003, cuando los viejos andábamos pensando como rendir homenaje a Miguel en ese octubre por venir, a 30 años de su muerte, me fui entre otros, detrás de Pedro Pedro y Marcos Muñoz, sobrevivientes del MIR, hacia las poblaciones de Santiago. Despuntaron junto a mujeres como Blanca en La Victoria quién condujo las protestas contra la dictadura en los ochenta o Luisa y Manuel Vergara en Villa Francia, clamando justicia y un mundo solidario, aparecieron, digo, algunos jóvenes, nuestros hijos, El Bombero, El Punto, Abner, Tamara, El Tejo, Alondra… Entre ellos revoloteaba Miguel, los miristas desaparecidos o asesinados, invisibles bajo los proyectores del consumo y el divertimiento, se erguían como un faro iluminando el camino de rebeliones, resistencias, construcciones de conciencia y voluntad.

A pesar de la fallida transmisión de mi generación, en los territorios populares encontré tesoros de archivos audiovisuales, relatos, lágrimas y risas, brasas encendidas en el desierto de la modernidad. Supe que Borges tenía razón contra mi melancolía: «Todo nos dice adiós, todo se aleja, la memoria no acuña su moneda, y sin embargo hay algo que se queda, y sin embargo hay algo que se queja».

Entre el 2006, revolución de los pingüinos y la explosión del 2011, son los muchachos quiénes crearon la sorpresa, abriendo bifurcaciones inesperadas, mostrando que la historia nunca está escrita de antemano. Ellos con sus marchas, sus ocupaciones de liceos y universidades, su grito exigiendo Educación Pública y Gratuita, irrumpen contra el tiempo lineal, fijo y vacío del liberalismo triunfante. Una brecha se abre, en pocas semanas, el 2011 pasamos de la demanda educacional a la demanda de nacionalización de los recursos naturales. Con ellas comenzó la batalla por una nueva constitución y una reforma tributaria.

Un viento fresco limpió el aire contaminado de bombas lacrimógenas y destruyó el miedo. Las calles inundadas de banderas rojas y también negras, de consignas re actualizadas, la alegría de descubrirnos numerosos, la juventud y «nuestra juventud», unidos, el eco de nuestros mártires tomándose la Alameda como lo presagio Salvador Allende en su último discurso.

En esos días, Gabriel Iturra, vocero de la ACES, me invita a participar en talleres. Seguirán los de cine popular organizados por Carolina y José Luis Sepúlveda y mañana en Concepción junto a Felipe Quezada. La sed de aprehender la vida de Miguel y nuestras experiencias. Esos momentos compartidos me rejuvenecen. A pesar de la historia oficial de los vencedores, del precio del libro y de la secuestración de los medios de comunicación esa generación se ha forjado una cultura política solida y ha creado las herramientas indispensables para resistir al sortilegio del mercado y a la servidumbre voluntaria. Así guiada por esos nuevos actores políticos, y pido disculpas a todos los que no nombro, fui vinculando mis pasos al caminar de «los de abajo». Me estremece la dureza de sus vidas, me maravilla el coraje, la perseverancia, el humor, la astucia de cada uno.

Ese presente en lucha aclara mi pasado, es como si Miguel se volcara hacia esa energía naciente y que su ser tocado por esa irradiación, nutriera la conciencia de los que se rebelan hoy. Esa energía, como luciérnagas en la noche, son las luchas mismas, «no una sociedad utópica pre definida sino la utopía que las inspira».

¿Pero cómo transmitir nuestra historia a los que se reconocen en ella?

Humildad, rigor y mucho trabajo.

Pienso como mi amigo Daniel Bensaïd, filósofo y militante, fallecido a los 65 años, que nuestra fidelidad testaruda a los compromisos radicales, democráticos, sociales, internacionales de los anos 60 no es para nada la inmovilidad de una juventud que no supo envejecer ni adaptarse. No abandonar no significa encerrarse en una ciudadela sectaria o en una postura recluida. Solo aprender, para nosotros que estábamos apurados, la lentitud de la impaciencia.

Sabemos que entre el antaño y el ahora el mundo cambió, irremediablemente. Nuestra religión de la historia basada en el progreso continuo de la humanidad se derrumbó y aunque siempre denunciamos el «modelo soviético», en sus ruinas quedaron muchas de nuestras ilusiones y certezas.

Para la generación de los 60, el compromiso político organizado era una evidencia. Avanzábamos convencidos de librar la batalla final. La revolución se concretaría a la escala de nuestras vidas. A pesar de los golpes y la dictadura militar, nuestra visión perduró. Sin embargo a fines de los ochenta y en todo el planeta, muchos insolentes rebeldes, seducidos por los espejismos de una globalización feliz, renunciaron a cambiar el estado de las cosas y se sumaron a la fila de los vencedores.

Pero la proclamación arrogante de el «fin de la historia» y en consecuencia la desaparición de la lucha de clases (aunque nadie niega la existencia de los ricos y de los poderosos) no mejoró la situación de los pobres ni de «los del medio». La búsqueda del consenso, despolitizó y destruyó el tejido social. Chile es hoy uno de los países más desiguales del mundo.

El neoliberalismo impone sus reglas, brutales pero cubiertas de azúcar, al conjunto del planeta. Eso lo sabemos todos. Solo logré comprender su funcionamiento leyendo a John Berger. John es escritor, tiene más de 80 años y su juventud atrae como un imán. Lo conocí gracias a los zapatistas que John visitó en sus comunidades. Su inmensa obra no le impide publicar un folleto militante: «En el entretiempo, reflexiones sobre el fascismo económico». John propone un punto de referencia para describir el período en que vivimos: la prisión. No se trata de una metáfora, dice, el encierro es real, pero para describirlo hay que pensar en términos históricos. Su texto es preciso. El capitalismo financiero ha encarcelado al mundo. Utiliza a los gobiernos nacionales (y a sus políticos) como capataces de esclavos y a los medios mundiales como sus distribuidores de droga. Esta tiranía cuyo único fin es la ganancia y la incesante acumulación, nos impone una visión: un diseño de la vida febril, precario, despiadado e inexplicable. ¿Cómo podemos nosotros, prisioneros todos, por lo tanto todos camaradas, actuar como seres libres en esta nueva situación? John entrega pistas inauditas por su claridad y sencillez.

Si la debilidad del poder, dice, es la ignorancia de lo que sucede en los rincones de la prisión, escuchemos las múltiples experiencias locales. «Ninguna es considerada caduca, toda acción de sobrevida es respetada, y es una banalidad decir que la sobrevivencia depende a menudo de la solidaridad entre los prisioneros. El poder lo sabe, de allí todos los métodos para mantenernos en el aislamiento y así cortar la vida de cada persona de la historia, de la herencia humana, de la tierra y por sobre todo de un futuro común.»

Al interior de los muros de la prisión, las palabras pronunciadas por los guardianes están desprovistas de sentido y ya no son útiles para reflexionar. Hay que arrojarlas fuera de nuestros pensamientos más íntimos. Desprenderse de la palabrería de los carceleros, afirma John, saber que es «mierda». Sus himnos, sus consignas, sus palabras vertidas en una letanía cautivante, seguridad, progreso, democracia, identidad, civilización, flexibilidad, productividad, integridad, terrorismo, libertad, repetidas y repetidas con el fin de confundir, de distraer y calmar al conjunto de los detenidos.

El grado de lo aparentemente inexplicable aumenta de día en día. La política del sufragio universal pierde su sentido porque el discurso de los políticos nacionales no tiene conexión alguna con lo que hacen o puedan hacer. Las decisiones fundamentales del mundo de hoy las toman los especuladores financieros y sus agencias, seres innombrables y políticamente enmudecidos. «Faltan palabras para nombrar o explicar el flujo diario de los problemas, las necesidades no cubiertas y los deseos frustrados», dice John Berger citando a Chaplin.

Me pregunto lo que pasaría si volviéramos a poner en circulación nuestras viejas palabras hundidas en los escombros de la historia. » Las palabras de la emancipación, socialismo, revolución, comunismo, no salieron indemnes de los tormentos del siglo pasado. Pero, de todas las palabras antes portadoras de grandes promesas, es la de comunismo la que sufrió mayor daño por su sujeción a una empresa totalitaria. Y sin embargo, es la que mejor evoca lo común en el reparto y la igualdad, la puesta en común del poder, la solidaridad en oposición al cálculo egoísta y la competencia generalizada, la defensa de los bienes comunes de la humanidad, naturales y culturales, contra la depredación generalizada y la privatización del mundo.» Escribe Bensaïd.

¿Palabra inaudible?

Inventemos en el «entre tiempo» donde vivimos, otras. Comencemos por lo que nos une, sin negar las discordias, pequeñas expresiones que sin embargo dan cuenta de todo un mundo, aquel de los sufrimientos inútiles, del aguante y de las pillerías. Poco a poco, murmullo tras murmullo, reaprendemos a informarnos sobre lo que realmente está sucediendo y escuchamos las historias borradas del pasado, entonces volvemos a encontrarnos, espalda con espalda, con nuestros muertos.

Eso es lo que hoy sucede en Chile: Un encuentro luminoso entre el Antaño y el Ahora. Una conexión secreta entre los nuevos actores políticos, constelaciones de rebeldía y creación de espacios realmente democráticos, con los acuíferos subterráneos de los movimientos revolucionarios del mundo. Ese caudal es más fuerte que la amnesia impuesta o que las re escrituras de la historia. Lo nuevo surge del flujo continuo, a veces imperceptible, de las memorias movedizas de las luchas del pasado.

La historia por venir es incierta, el compromiso político es entonces una apuesta, un reto, a lo incierto. Pero nada esta escrito de antemano, la historia la hacemos nosotros, cada día, para preservar la irrupción de lo posible, la chispa revolucionaria.

La lucha es colectiva, no obstante la decisión de luchar es personal, íntima. Miguel conoció de niño ese sentimiento de indignación frente a la injusticia, su empatía con los que sufren, los humillados, los pobres fue tal vez primero una sentimiento antes de ser racional. El afecto es hoy mas necesario que nunca, teje solidaridades, fidelidades, que no pueden ceder ante el primer revés o los más grandes obstáculos.

En Miguel, el compromiso revolucionario, era una manera de ser, una forma de vida, una moral. Su vida se encarna para mi en la voz zapatista que dice: «para luchar se necesita un poco de vergüenza, un tanto de dignidad y mucha organización».

¿Cómo? ¿Con quién? Todo es válido puesto que todo es política. Sin ninguna certeza de ganar los movimientos sociales, locales y específicos, entregan una energía total en objetivos inmediatos. Oscar Olivera, con voz suave y pausada me cuenta como ganaron la Guerra del Agua, en Cochabamba, el año 2000: «Quitándonos el miedo. En la acción colectiva, creando espacios de recuperación de la confianza en nosotros, en el otro, se diluyó el miedo, esa fuerza invisible, nuestro principal enemigo más poderoso que la multinacional o el FMI.»

La prisión, el mundo impuesto por los poderosos, amenaza incluso a los muertos. «No venderse, no rendirse, no claudicar».

Miguel y nuestros caídos en la lucha de resistencia contra la dictadura y por un mundo de justicia y verdadera democracia, esperan de nosotros, los viejos y las nuevas generaciones de luchadores, la realización de su sueño.

Si continuamos siendo fieles a una visión de la historia como lucha permanente entre oprimidos y opresores, lo que es mi caso, esa exigencia es un mandato de vida, una manera de vivir sin reconciliación posible. «Continuar y de ser posible, consumar el combate emancipador, la realización de lo que habría podido ser pero no fue» Se trata siempre no solo de restituir el pasado sino de transformar activamente el presente. Eso lo aprendí leyendo el libro de Michael Lowy, «Aviso de Incendio».

La fidelidad a Miguel Enríquez se juega en el presente de nuestras vidas políticas. Con las lecciones de Miguel y del MIR en la cabeza, lúcidos y con mucho humor, revolucionarios repletos de dudas, sin fe ni certezas, apostemos desde las incertidumbres del siglo, levantando el coraje como un valor no negociable, poniendo una energía absoluta al servicio de certezas relativas, inventemos las nuevas formas de la lucha anti capitalista.

Ese sábado 5 de octubre de 1974 habita siempre el presente. Con su acto libre de resistencia a la muerte, Miguel nos dice : «Resistir a lo irresistible es ejercer el poder indestructible de resistencia a la destrucción. Solo se resiste a aquello que tememos no poder resistir.»

Afuera es un hermoso día y otras voces reinventan el encantamiento del mundo.