Decía Stalin que los comunistas están hechos de otro material que el resto de los mortales. Esta aristocrática concepción no impidió, sin embargo, al Guía liquidar en los procesos de Moscú -y en la represión que los precedió y sucedió- a la inmensa mayoría de los protagonistas bolcheviques de la revolución de octubre. Todos ellos […]
Decía Stalin que los comunistas están hechos de otro material que el resto de los mortales. Esta aristocrática concepción no impidió, sin embargo, al Guía liquidar en los procesos de Moscú -y en la represión que los precedió y sucedió- a la inmensa mayoría de los protagonistas bolcheviques de la revolución de octubre. Todos ellos fueron eliminados física y moralmente como traidores a la revolución, «perros rabiosos», «víboras lúbricas» y un largo etcétera de descalificaciones políticas y personales. Peor aún, algunos de los reos de estos monstruosos e imaginarios delitos llegaron a pedir a Stalin un justo y merecido castigo, considerando que aceptar la más dura pena por su traición -real o ficticia, poco importaba- era hacer un último servicio al partido y a la revolución. El Partido era portador de la verdad sobre una supuesta «dialéctica de la historia» y sobre la función en ella de un proletariado que el propio Partido representaba y unificaba. Lo que afirmara el Partido no podía en ningún modo ser falso, pues derivaba de un saber sobre la esencia misma que se desplegaba en la historia. Como sostenía el peor Bertolt Brecht: «el partido siempre tiene razón» (Die Partei hat’s immer recht), como la Iglesia y como su cabeza visible, el Papa, y por los mismos motivos. Tanto el Partido para un comunista staliniano como la Iglesia para un católico de estricto cumplimiento son infalibles en su magisterio, no porque simplemente conozcan la verdad, sino porque la encarnan: son la verdad hecha historia. Tal es el misterio de la economía de la salvación. Quien se oponga al Partido o a la Iglesia no puede sencillamente equivocarse, sino que se niega culpablemente a aceptar la verdad. No existe ni puede existir interlocutor discrepante e inocente: el partido o la iglesia saben por qué se da esa discrepancia y saben que nunca es inocente, sino fruto de una voluntad perversa. En el mejor de los casos, a quien expresa una opinión diferente se le puede invitar a reconsiderar su postura y a aceptar la verdad oficial, en otros, se le pone en manos del «brazo secular» cuando de él se dispone.
Ninguna concepción de la historia que considere que esta tiene una finalidad puede evitar caer en estos esquemas. Si todo lo que ocurre en la historia universal es despliegue de una esencia que puede ser, según los gustos, la Idea, la divinidad que se autorrevela a través de las distintas mediaciones del acontecer natural y humano o la propia humanidad que se realiza como tal y supera las diferentes formas de alienación, nada ocurre que no tenga un sentido, que no se inscriba a favor o en contra de la finalidad histórica. Todo lo que acontece es bueno o es malo: nada es neutro, nada carece de sentido. Ni la historia ni la realidad tienen ningún agujero. Para una visión universalista y plenista de este tipo, todo adversario intelectual es un enemigo de la verdad y todo enemigo político un criminal. El finalismo, la idea de que el mundo y todo lo que en él acontece ha sido creado para un fin, no admite, como mostraba Spinoza en el apéndice a la primera parte de la Ética, que nada escape a su lógica delirante y supersticiosa. Desde este punto de vista no hay nada aleatorio, todo obedece al principio de razón suficiente: «nihil sine ratione«, nada [acontece] sin razón.
La postura antes descrita tiene muy perversos efectos sobre la discusión racional. El primero de todos y el más nocivo es que rechaza la posibilidad del error. En primer lugar del error propio, pues quien defiende la teleología universal posee un «argumento» infalible e irrefutable. En segundo lugar, del error ajeno, pues el partidario de la teleología universal pretende tener la clave de lo que el otro afirma y conocer la motivación profunda que le mueve a sostenerlo. Aún menos pensable es que ambos interlocutores se equivoquen, pues la verdad existe necesariamente y está encarnada n el representante del Bien y, por consiguiente, el mal y el engaño en todo lo que no se someta al Bien. Negar la posibilidad del error propio y ajeno es sostener que se puede conocer el motivo de lo que el otro afirma, porque ese otro en todos sus actos, incluidos los actos de elocución realiza -al igual que uno mismo- una determinada esencia. Así si el partido o la iglesia son repectivamente la representación del proletariado y la expresión de su conciencia de clase o el mismísimo cuerpo místico de Cristo, los argumentos de quien se opone a esas poderosas instituciones no tienen ningún valor. O bien están ya incluidos en la doctrina y, en realidad, coinciden con ella o son perfectamente carentes de verdad, vacíos y afirmados con intención malvada.
De ahí que el argumento fundamental en este contexto mental no se refiera nunca al contenido, al enunciado de lo que dice el otro, sino a su persona y a las características de esa persona como encarnación de un principio, como portadora de una esencia. Los argumentos que la tradición filosófica conoce como «argumentum ad hominem» (argumento dirigido al hombre) o «argumentum ad personam» (dirigido a la persona) son de uso constante, descartándose los argumentos ad rem, esto es los dirigidos a la cosa de que habla el interlocutor. El argumentum ad hominem consiste en rebatir una afirmación mediante una referencia a las características de quien lo afirma. Puede ser «ad personam»: «Si afirmas que no hay empleo, es por que eres un vago», o «Si afirmas que el estalinismo es un régimen despótico es porque eres un agente del imperialismo» o «a concessis», esto es a partir de lo que supuestamente se tiene que conceder si se afirman determinadas cosas: «Si defiendes el comunismo estás defendiendo los campos de concentración». Ciertamente, hay casos en que el argumento ad hominem no es sofístico y es un argumento válido, por ejemplo cuando se utiliza para mostrar la contradicción de lo presentemente afirmado por una persona con los principios otrora defendidos; por ejemplo «¿Cómo puedes defender los recortes en gasto social si siempre has sido socialdemócrata?». En otros, sin embargo, no lo es, pues la característica o la posición anterior de la persona que se intenta refutar se inventa en interés de la propia refutación. Así, por ejemplo, el propio régimen soviético staliniano que no dudó en pactar con Hitler para repartirse Polonia, no dudó en atacar a la oposición comunista de izquierda tildándola de «hitlerotrotskista», llegando a proposiciones del tipo «Si te opones al pacto germano-soviético es porque eres un agente de Hitler».
Esta línea argumental ha tenido un éxito notable en el marco de la lógica bipolar de la guerra fría en la cual estalinistas y maccarthistas se valieron abundantemente de ella. Si el anticomunista senador Maccarthy acusaba sistemáticamente de comunistas a quienes cuestionasen la política del gobierno de los Estados UNidos, del otro lado del telón, los soviéticos y sus aliados del campo «antiimperialista» tildaban de «agentes imperialistas» o «de la CIA» a quienes no comulgasen con la línea oficial del PCUS. Hoy, tras algunos años en relativo desuso, vemos florecer de nuevo el argumento ad hominem bajo las forma del argumento » del imperialista » o el del argumento » del agente de la CIA » en algunos sectores de la izquierda. Así, en la delicada coyuntura de las revoluciones árabes y la complejísima situación de Libia, hay quien ha considerado mucho más urgente defender la causa de los tiranos y descalificar a quienes dan su apoyo a estos procesos, que intentar analizar el papel de esos tiranos postcoloniales y las causas de las revoluciones en curso. La cuestión es ciertamente compleja, pero ningún amigo de la libertad, ningún comunista, puede engañarse cuando los pueblos o sectores importantes de ellos se alzan contra regímenes liberticidas y abiertamente cómplices del imperialismo como los de Ben Alí, Mubarak o Gadafi. Y, sin embargo, es eso lo que ha ocurrido en muchos casos: en lugar de analizar una coyuntura sumamente peligrosa para el imperialismo para intervenir en ella, la izquierda teleológica y bipolar ha preferido mostrar desconfianza hacia los pueblos rebeldes y confiar en los tiranos.
Esta paradoja no es nueva y descansa en la escasa ilustración materialista de la izquierda y en la facilidad en que se deja deslizar por la cuesta religiosa y supersticiosa de las filosofías de la historia. Así, partiendo de una lógica bipolar, han llegado a confundir el propio contenido de una revolución socialista con el de un régimen despótico o una dictadura soberana con carácter vitalicio. Ciertamente, la historia de las revoluciones nos enseña que ha sido necesario a todos los regímenes revolucionarios nacientes tomar algunas medidas dictatoriales para establecerse y protegerse en los primeros momentos o incluso en períodos más largos. Esto no significa en modo alguno que la esencia del régimen revolucionario sea la dictadura y la carencia de libertades, sino que estas medidas restrictivas se hacen a menudo necesarias por condiciones exteriores al propio proceso, el cual no tiene ningún sentido si no es un proceso de liberación. Ahora bien, partiendo de la obvia constación de esta necesidad histórica exterior, la izquierda bipolar ha hecho de la dictadura una seña de identidad del propio socialismo. Si la revolución debe tomar formas dictatoriales, toda forma dictatorial, todo despotismo son expresiones genuinas de la revolución. De este modo regímenes infames como el de Gadafi y el de Al Assad tienen cabida en ese campo «antiimperialista» que da también acogida al despotismo casi surrealista de Corea del Norte. Inversamente, quienes nos oponemos a esos regímenes liberticidas en los que no queda un solo comunista vivo, somos para los bipolares, automáticamente «agentes de la CIA».
Sirva de ilustración de lo dicho un reciente artículo de Fernando Casares publicado en Kaos en la Red dedicado a la denuncia y estigmatización de la posición de Izquierda Anticapitalista y de algunos intelectuales entre los que se encuentran mi amigo Santiago Alba Rico y Gilbert Achcar en favor de la insurrección libia contra Gadafi. Lo que en este ejemplar artículo queda excluido de entrada es el error propio y ajeno. Como generosamente el autor del artículo les había dado a los partidarios de esta postura la posibilidad de retractarse y estos no lo hicieron, afirma desengañado: » Pero a todo esto, cabía una pregunta. ¿Y si se equivocaron en su visión de la realidad y sus acontecimientos? Esto tendría una clara respuesta si existiese de su parte una autocrítica y algún tipo de rectificación sobre esta cuestión, sobre todo después de 7 meses. Nada de eso existió. Pero lo que es peor aún, confirmado la sentencia de Anaxágoras (la primera vez eres tú el culpable, la segunda lo soy yo), tienen hoy la misma posición intervencionista con la cuestión Siria .» Podemos decir que en eso el autor no se equivoca, pues el sector que critica, sin leer con la suficiente atención, mantiene respecto de Siria la misma postura: la de apoyar la rebelión contra la tiranía y condenar toda intervención exterior. Poco vale, sin embargo lo que realmente se diga o deje de decir, pues fuera de la Iglesia, no hay salvación.
De la mano de esta definición de dónde está la verdad y dónde el engaño, no puede Fernando Casares sino inferir que oscuros intereses movían y mueven a quienes discreparon y discrepan de él, así como de la doctrina y de la enseñanza de esclarecidos dirigentes: «No sería nada extraño cruzar vínculos entre esta agrupación de «izquierdas», varios intelectuales como Santiago Alba Rico y Gilbert Achcar, la Hermandad Musulmana, IHH, la Turquía de Erdogan y un sector internacionalista del frente pro palestino y antisionista. Desde luego, a juzgar por sus posicionamientos en el nuevo tablero geopolítico de la zona, no sería descabellado definirlos como una disidencia fabricada desde algunos centros del poder global a fin de taponar el verdadero avance de una izquierda auténtica antiimperialista y antisionista. ¿Alquien, acaso, podría creer en la ingenuidad de algunos de ellos? Es posible que algunos lo sean, pero no es posible que lo sean todos, y menos sus referentes intelectuales y ciertos dirigentes de la agrupación.» Ya hay, en efecto, algunos blogs y páginas de Internet, cada una más grotesca que la otra, dedicados a «cruzar vínculos». Menos mal que no estamos en la Barcelona del 37 y no disponen del NKVD. Si nuestros «compañeros» bipolares no dieran risa por su rabiosa impotencia ante una historia que los desborda en el mundo árabe y hasta en la más cercana Puerta del Sol, darían miedo.
Fuente: http://iohannesmaurus.blogspot.com/2011/12/el-argumento-del-imperialista-o-del.html