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El arte de documentar la historia

Fuentes: La Jornada

La lap top nos ha perjudicado. El pasado año, que lo dediqué a escribir una historia de Medio Oriente, me constató que, independiente de la insensatez del hombre, la computadora no necesariamente nos ayuda a escribir o a investigar los pecados de nuestros padres. Soy un periodista que todavía se rehúsa a utilizar el correo […]

La lap top nos ha perjudicado. El pasado año, que lo dediqué a escribir una historia de Medio Oriente, me constató que, independiente de la insensatez del hombre, la computadora no necesariamente nos ayuda a escribir o a investigar los pecados de nuestros padres. Soy un periodista que todavía se rehúsa a utilizar el correo electrónico y obligo a las personas a escribirme cartas de verdad, y me doy cuenta de que hacer esto reduce la cantidad de mensajes incorrectamente escritos y, a menudo, ofensivos que recibo. Se entiende que piense así, pero no se trata sólo de eso.

Junto con dos investigadores he peinado 338 mil documentos de mi biblioteca para el libro -mis cuadernos de reportero, periódicos, revistas, recortes, comunicados gubernamentales, cartas, fotocopias de los archivos de la Primera Guerra Mundial, fotografías- y no puedo eludir el hecho de que la lap top me ha ayudado a destruir mis archivos, mis recuerdos y, ciertamente, mi caligrafía.

Mis notas sobre la guerra civil en Líbano, de finales de los años 70, muestran una escritura elegante y fácil de leer, hecha con pluma fuente azul pálido que se deslizaba majestuosamente por la página. Mis notas de la invasión estadunidense de Irak, en 2003, son ilegibles para cualquiera que no sea yo, porque no puedo alcanzar la velocidad a la que me tiene acostumbrado la computadora. He descubierto que ya no escribo palabras. Las represento, lo que es decir que dibujo algo que se les parece, que no puedo leer pero que tengo que interpretar cuando las transcribo. Debo agregar de inmediato que el presente artículo está siendo escrito a mano a bordo de un jet de Air France que salió de Beirut. Mientras escribo me doy cuenta de que me salto letras, palabras, expresiones porque sé lo que quiero decir, pero eso ya no aparece en la página.

Qué alivio volver a mis despachos sobre la invasión Soviética en Afganistán, de 1979 a 1980. Estos eran enviados con máquinas de télex, aquellos maravillosos armatostes que perforaban cintas. Y eso que los papeles, delgados como obleas, se desmoronan entre mis manos. Recuerdo a un funcionario de la oficina de correos de Kabul usando un soplete de soldadura para volverle a pegar la H a su máquina. Conor O’Cleery, del Irish Times, es mi testigo. Pero yo tengo cada memorándum y cada despacho que envié a mis entonces patrones del diario The Times.

Ahora usamos teléfonos -o correos electrónicos fácilmente desechables- pero mis mensajes de télex a Londres en esos terribles años de guerra, lo mismo que los del conflicto Irán-Irak entre 1980 y 1988, cuentan su propia historia. Cuando enviaba despachos desde El Cairo o Riad, una metida de pata -un último párrafo cortado, una cabeza poco elegante- eran cosas que cualquier corresponsal extranjero perdonaba fácilmente. Pero cuando emergí de las líneas de combate en Fao -de entre pistolas, bombas y cadáveres- encontraba difícil ver la omisión de una coma como algo que no fuera un acto de traición por parte de The Times. Pobres de los del buró de noticias. Y pobre del corresponsal.

Por supuesto, hay momentos ridículos en esta histórica «búsqueda de la verdad». Mis dos investigadores, después de sólo tres días de trabajo, no entendían por qué invariablemente tenían hambre a media mañana, hasta que nos percatamos que entre 1976 y 1990 la única forma en que catalogué mis vuelos por Medio Oriente fue anotando el destino y la fecha en los menús de las aerolíneas. Tres días de foie gras, caviar y champán fueron demasiado para mis dos valientes amigos.

De mi parte, durante muchas semanas no entendí la depresión profunda con la que me iba a la cama, o me despertaba, después de horas de escribir. La respuesta es simple: los cuadernos de notas y las cintas de télex, en su conjunto, se volvieron un archivo de sufrimiento, torturas y desesperación. Como periodista, uno puede catalogar esto sobre la base de lo cotidiano. Se va al hotel y se olvida de todo, para comenzar de nuevo al día siguiente. Pero cuando reúno las cintas de télex y los cuadernos, se convierten en un horrible y totalmente acusador testimonio de inhumanidad.

Las copias de télex se mueren en mis archivos a finales de los años 80 y los archivos de computadora llegan de pronto. Si bien siempre conservé una «copia dura» de mis despachos para The Independent, asumí que el bendito Internet preservaría la prosa que supuestamente forjé sobre el yunque de la literatura. No fue así. Muchos sitios de web contienen sólo trozos de reportes fiskianos que sus dueños aprobaron, otros, aunque ilegales, simplemente desecharon reportes que no parecían emotivos. Siempre me divierte el número de instituciones que me telefonean cada semana a Beirut para corroborar citas, fechas o hechos. Google no los ayuda. Suponen -por lo general, correctamente- sí los ayudará la Biblioteca Memorial Fisk (que consta totalmente en papel). Todos están en lo cierto.

Desde luego he descubierto otros hechos «desmentidos». Durante años he descrito una reunión que tuvo el reportero Tony Clifton, de Newsweek, con Saddam Hussein a finales de los años 70, en la que viajó en un auto que conducía el mismo Saddam. Después de decirle al gran líder que algunos iraquíes no lo querían, el reportero fue llevado al centro de Bagdad. «Pregúntele a cualquiera si quiere o no a su presidente», le dijo Saddam Hussein a Clifton. Yo reporté esto para The Independent. Lo tengo en mis archivos.

Pero Clifton me dijo el año pasado que esto no era correcto. Ciertamente entrevistó a Saddam, pero éste simplemente se rió de la pregunta y le dijo que hablara con todos los iraquíes que quisiera. Nunca lo llevó al centro de la ciudad. Ouch.

El primer pro cónsul en Irak, el retirado general Jay Garner, pasó mucho de su tiempo ridiculizando a Saddam Hussein, pero mis investigadores desenterraron una entrevista que le hice a Garner, cuando estaba protegiendo a los kurdos del norte de Irak, en 1991, en la que resaltó repetidamente lo mucho que Occidente debía «respetar» el gobierno de Saddam en el «territorio soberano» de Irak. Las búsquedas de mis investigadores en Google no lograron descubrir esta historia notable. Gracias a Dios por mis notas.

No soy ludita. Bien recuerdo haber machacado prosa churchilliana en la cinta de télex, en el lujoso lobby del hotel Sheraton de Damasco, que tenía una laguna interior, después de una narcotizante cumbre árabe. También recuerdo haber visto mi cinta de papel literalmente flotando y navegando en el lago artificial del Sheraton.

Ahora se nos dice que los correos electrónicos revivirán el arte del historiador. Yo lo dudo. Es muy fácil eliminar correos electrónicos y -si los gobiernos son los suficientemente generosos-, también es fácil conservarlos para los archivistas. Los historiadores sólo necesitarán un ejército de bien pagados investigadores para aventurarse en este océano. En otras palabras, los historiadores tendrán que ser ricos para escribir.

En lo que a mi concierne, tengo las fotografías de la Primera Guerra Mundial que pertenecían a mi papá. El mismo las tomó. También tengo la última voluntad por escrito de un joven soldado australiano (de 19 años, la edad de mi papá, entonces), condenado por asesinato y a quien mi padre debía ejecutar.

También tengo el largo testimonio de mi papá, en que argumentó su negativa a disparar contra el joven australiano. En el reporte de la ejecución no está la firma del subteniente William Fisk. Sin embargo, lo que sí prevalece es el recuerdo del castigo impuesto a Bill Fisk por negarse a disparar, y que consistió en desenterrar los cadáveres de soldados británicos del frente occidental de fosas improvisadas para llevarlos a sus tumbas militares.

Si todo esto fuera un correo electrónico, a saber quién lo hubiera desechado.

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca

  – Los luditas eran un grupo de trabajadores ingleses que a principios del si-glo XIX protestaban contra los cambios que trajo la Revolución Industrial destruyendo máquinas en las fábricas.