La Revolución Cubana dinamitó la retórica pública utilizada por los políticos republicanos, aún por aquellos que, con verbo exaltado, caracterizaron las aspiraciones latentes en las grandes mayorías. Recién llegado de la Sierra, Fidel transformó radicalmente el tono y la estructura del discurso, sobre todo en apariciones televisivas, prolongado como conversación con el destinatario instalado en […]
La Revolución Cubana dinamitó la retórica pública utilizada por los políticos republicanos, aún por aquellos que, con verbo exaltado, caracterizaron las aspiraciones latentes en las grandes mayorías. Recién llegado de la Sierra, Fidel transformó radicalmente el tono y la estructura del discurso, sobre todo en apariciones televisivas, prolongado como conversación con el destinatario instalado en la tertulia hogareña.
La hazaña de un puñado de hombres al derrotar un ejército poderoso y bien armado era, de por sí, un acontecimiento extraordinario. Fidel y sus más cercanos colaboradores sabían que nos encontrábamos tan solo en el comienzo de una larga y difícil lucha. Operaban en ella factores objetivos y subjetivos. Los primeros podían discernirse mediante una lectura sagaz de los procesos históricos. La lección guatemalteca era todavía muy reciente. Los otros, más sutiles, anidaban en lo más profundo de la conciencia individual y colectiva. Subsistían nociones de un fatalismo geográfico y de la consiguiente vulnerabilidad extrema de la Isla. Entre los aliados circunstanciales del momento, las discrepancias ideológicas eran obvias. Había que persuadir, explicar, aclarar, desmontar las trampas que interceptaban cada paso en el camino. Había, en suma, que enseñar a pensar.
La articulación del discurso dimana de un ejercicio compartido del pensar.
Analítico, informativo, esclarece las relaciones de causalidad. Avanza por meandros, largas digresiones que parecen apartarse del tema para regresar, al cabo, al cause central del gran río. Transcurre en un intercambio dialógico con el interlocutor, integrado a la multitud de la plaza o distante en la vivienda apenas iluminada, activado en ambos casos por las interrogantes que van pautando / implícitas o explicitas / el entramado del texto.
La tónica conversacional y la fluidez de la expresión, liberada de sintagmas doctrinarios y de tecnicismos abstrusos, formula con eficiencia conceptos complejos. Para Fidel, no se trata de «bajar» o «subir» al pueblo, sino de retomar conjuntamente, en paridad de condiciones el desmontaje de los factores determinantes de un problema y desentrañar sin temor las amenazas que se ciernen sobre el futuro inmediato. Con el mismo proceder, intercambia con estudiantes, obreros, campesinos y discurre ante sus pariguales subyugados en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Cuando las circunstancias de una Cumbre presidencial impone un tiempo limitado a pocos minutos, los textos de Fidel ajustan su propósito comunicativo irrenunciable a un estilo tableteante de frases breves, síntesis extrema de ideas encadenadas por la intención demostrativa de un alegato.
En ambos casos, el lector perspicaz advierte el sustrato de una cultura forjada en años de estudio y meditación. En el trasfondo de un aprendizaje, se advierte la memoria antigua de lecturas escolares donde confluyen tres tradiciones: el universo greco/latino, los clásicos castellanos y las páginas del evangelio cristiano, complementado todo ello con la exploración autodidacta de la obra de José Martí. Sobre ese andamiaje básico, el lector febril ha seguido construyendo. Encerrado en Isla de Pinos, solicitaba tan solo libros y papel. Válido de iluminación precaria, siguió leyendo en los largos recorridos en jeep a través de la Isla. A veces eran materiales utilitarios de economía y agricultura. Pero nunca ha abandonado la literatura y la historia. Dispersas en apariencias, esas lecturas cobran sentido y coherencias por las interrogantes fundamentales que las animan. Hay que entender el porqué de las cosas para afrontar los dilemas del presente y el porvenir.
Alguna vez le preguntaron las razones de su preferencia por la improvisación.
A la gente le gusta asistir al parto de las ideas, contestó. Por ello, el pensar no procede de una voz autoritaria. Es una aventura compartida, esencialmente dialógica.