O la necesidad de ahondar en un debate ecológico, multidisciplinario, que se convierta en praxis efectiva
Porque el tiempo apremia. De bíblicamente anunciado -y que conste: no solo la tradición cristiana lo refiere-, el Apocalipsis se ha instalado por su fuero en las previsiones de la ciencia, de tal manera que ante su dimensión factual palidecen las más catastrofistas de las películas hollywoodenses, o las más hollywoodenses de las películas catastrofistas. Es casi lo mismo.
Entre otros, el norteamericano Michael T. Klare, profesor de estudios por la paz y la seguridad mundial en el Hampshire College, nos aconseja en TomDispatch.com/Rebelion.org prepararnos para lo peor. Según diversos entendidos, ya están convergiendo dos escenarios de pesadilla: la escasez de recursos vitales y el comienzo de un cambio climático extremo, que en las próximas décadas producirían una ola de agitación, competitividad y conflicto. «Puede que aún sea difícil discernir cómo será ese tsunami de desastres, pero los expertos advierten de ‘guerras del agua’ sobre disputados sistemas fluviales, de disturbios alimentarios globales provocados por las crecientes subidas de los precios de los productos básicos, de migraciones masivas de refugiados climáticos (que acabarán desencadenando actos de violencia contra ellos) y de ruptura del orden social o de colapso de los Estados. Es probable que, al principio, ese caos estalle básicamente en África, Asia Central y otras zonas del Sur subdesarrollado, pero […] todas las regiones del planeta se verán afectadas».
Si «cuando consideramos el impacto del cambio climático pensamos ante todo en el medioambiente -el deshielo en el Ártico y en Groenlandia, el aumento en el nivel de los mares del planeta, la intensificación de las tormentas, los desiertos en expansión y el peligro de extinción de especies como el oso polar-, cada vez mayor número de especialistas está concluyendo que los seres humanos experimentarán directamente los efectos de las transformaciones por intermedio del deterioro o la destrucción total de los hábitats de los que dependen para la producción alimentaria, actividades industriales o, sencillamente, la vida».
Quizás una de las más palmarias pruebas de la gravedad del asunto radique en que los servicios de espionaje y contraespionaje de los Estados Unidos, como el Gobierno hasta hace poco ignorantes en gran medida de los peligros, comenzaron a «apreciar lo que siempre han estado advirtiendo los expertos de la energía, los analistas y los científicos: el consumo desenfrenado de los recursos naturales del mundo, junto con el advenimiento de cambios climáticos extremos, producirá una explosión global de caos y conflicto humano». «Shock de los recursos», fue la frase lapidaria de James R. Clapper, director de la Inteligencia Nacional, subrayada por Klare.
Peras al olmo
Claro, sería pedir demasiado a los alabarderos del sistema salirse de la simple enumeración de calamidades y, abandonando el temor a las esencias, al menos consultar la postura del estadounidense James O’Connor, quien en «The second contradiction of capitalism», artículo incluido en el libro Greening Marxism y aparecido en español en el número 3 de la revista Marx Ahora (La Habana, 1997), profundiza en el trasfondo, las causas de lo por venir. Allí arremete contra el doloso olvido de las aseveraciones vertidas por Karl Polanyi en The Great Transformation (1944) acerca de las formas en que el crecimiento del mercado capitalista deteriora o destruye sus propias condiciones sociales y ambientales.
Y O’Connor no pecó de tímido en la arremetida. Para él, el trabajo de Polanyi continúa suponiendo «un lucero en un firmamento lleno de estrellas moribundas y huecos negros del naturalismo burgués, el neomaltusianismo, el tecnocratismo del Club de Roma, el ecologismo profundo romántico y el globalismo de las Naciones Unidas» en cuanto a los límites ecológicos del crecimiento económico y las interrelaciones entre desarrollo y ambiente -temas introducidos en el pensamiento occidental durante los años 60 y 70 del siglo XX-, porque en esos razonamientos «no aparecen la explotación de clases, la crisis capitalista, el desarrollo capitalista desigual y combinado, las luchas de independencia nacional, entre otros».
Estos y muchos esfuerzos más «por discutir el problema del capitalismo, la naturaleza y el socialismo se pudren en la mata», pues «no se concentran en la naturaleza de la escasez específicamente capitalista, en el proceso por el cual el capital constituye su propia barrera o límite debido a sus formas autodestructoras de proletarización de la naturaleza humana, la apropiación del trabajo y la capitalización de la naturaleza externa».
Por las ramas
Así que los «enfoques usuales de la cuestión -la identificación de los ‘límites al crecimiento’ en términos de la ‘escasez de recursos’, la ‘fragilidad ecológica’, la ‘perjudicial tecnología industrial’, los ‘valores culturales destructivos’, la ‘tragedia de los comunes’, la ‘superpoblación’, el ‘consumo derrochador’, la ‘rueda de la producción’, y más- o ignoran o deforman las teorías de Marx sobre las formas de la naturaleza producidas por la historia y la acumulación y el desarrollo capitalistas».
Para el británico Ted Benton -él y otros especialistas también figuran en el expediente de la publicación cubana-, la línea central del argumento de O’Connor es que la óptica marxista clásica de la contradicción fundamental del capitalismo -entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción- precisa complementarse con el reconocimiento de una segunda contradicción, entre las fuerzas (y las relaciones) productivas y las condiciones de producción.
Harto conocido: la primera «genera crisis de superproducción, mediante las cuales las fuerzas productivas y las relaciones de producción son restructuradas hacia una socialización cada vez mayor de las fuerzas productivas», engendra un movimiento obrero que constituye «una barrera social para la acumulación de capital» y se erige en agente de una transición al socialismo. «Esto último no está garantizado de antemano, pero […] se considera imaginable por los efectos desmaterializables de la crisis capitalista, así como por el carácter cada vez más socializado de la propia producción capitalista».
La segunda «es diferente, aunque análoga, con respecto de la primera en su tendencia a generar crisis, a engendrar un movimiento social que funciona como una barrera para la acumulación de capital, y a requerir la restructuración (la provisión de) las condiciones de producción en la dirección de una mayor socialización […] pueden existir dos caminos distintos hacia el socialismo: mediante el movimiento obrero, arraigado en la primera contradicción, y a través de los movimientos ambientalistas (y otros movimientos sociales), arraigados en la segunda contradicción del capitalismo».
Tientos y diferencias
¿Representa, entonces, ese sistema la fuente única de los males ambientales? La interrogante signa un debate en el que algunos han achacado estrechez al enfoque de O’Connor; en particular, a la ubicación de la razón principal de todas las variantes de degradación del medio en las relaciones económicas del modo de producción caracterizado por la maximización de las ganancias.
El mexicano Víctor M. Toledo, por ejemplo, sostiene que la actual crisis ecológica, sin precedente en la historia, parece ser consecuencia de dos procesos principales: la completa integración de las sociedades humanas a través de las comunicaciones, el transporte, la tecnología y el intercambio económico; y la total colonización de los espacios terrestres como resultado del crecimiento y la expansión del género. La industrialización, refiere, ha provocado que enclaves poblacionales enteros y zonas adyacentes sean prácticamente inhabitables desde hace más de 150 años, y hay evidencias del agotamiento de los recursos naturales en las civilizaciones de la Antigüedad, como Grecia y Roma.
Toledo recuerda que los problemas de la contaminación, la energía y el uso destructivo de los bienes de natura estaban asimismo presentes, «en la misma proporción», en la mayoría de los países del campo socialista. A modo de puntillazo para la duda, apunta que hay experiencias ecológicamente exitosas (¿a corto plazo?) de las «economías orientadas al mercado».
¿Dónde dejar el deterioro ocasionado por los cambios demográficos?, se pregunta. Y remata resumiendo el atolladero planetario: la deforestación, el debilitamiento de la capa vegetal, la desertización, la contaminación de los océanos y las masas de agua dulce, la pérdida de la biodiversidad, los desechos tóxicos, la contaminación urbana, la destrucción de los recursos marinos, el efecto invernadero, el despilfarro energético y la destrucción de la capa de ozono.
Según la voz crítica, al relacionar el marxismo con la ecología se está imputando a priori todos los problemas de esa índole al capitalismo, creando lugares comunes y perpetuando la funesta tradición del dogmatismo. Desde su punto de vista, la segunda contradicción de O’Connor podría servir como una hipótesis general de trabajo que se comprobaría en la investigación posterior, pero no como una armazón científica. En su apoyo, alude a que Marx consideró el proceso de la obra humana expresión de un fenómeno más general, eterno y presocial del intercambio material entre la especie y la Tierra. «También vio el curso de la historia como una creciente separación o conflicto entre la naturaleza y la sociedad (llegando a su punto culminante con el capitalismo), y el futuro deseable como su solución».
Ted Benton replica aquí. Demostrar que las crisis son características endémicas de la sociedad capitalista no compromete a O’Connor con la opinión de que sean el origen de todos los problemas. Si bien una aprehensión cabal del asunto requeriría más de una teoría del crack ecológico, la del intelectual norteamericano representa una contribución esencial para la tarea, dada la preminencia universal del sistema.
Ahora, no debemos pasar por alto que la trascendencia, la superación de este no garantizaría de por sí el equilibrio ambiental. Se trata de qué socialismo instaurar. Como hemos apuntado en otro lugar, a estas alturas reina el consenso de que la comprensión «teológica» del marxismo reflejada en los divulgados Diamat e Hismat situó las categorías principales en el terreno técnico-material, el aumento de la productividad del trabajo, y, por ende -asevera Néstor Kohan en Marx en su (Tercer) Mundo. Hacia un socialismo no colonizado-, «la proporción del avance de las fuerzas productivas [funcionó] como índice del progreso humano en tanto expresión del grado de dominio de la naturaleza […] Stalin sostuvo sin ambigüedades que la URSS era la mejor sociedad ‘porque siempre producía más acero’. ¿Qué criterio de racionalidad implícito tenía para medir de ese modo el desarrollo social? Cuando más tarde el Che Guevara afirmaba heréticamente desde la Revolución Cubana que el ‘comunismo’ meramente ‘económico’, sin una moral comunista, no le interesaba, ¿qué otro marco de referencia subyacente se ponía en juego?» Con la expuesta noción del progreso, ¿dónde colocar el concepto de hombre nuevo?
«En cambio -añade Kohan-, si las categorías centrales se ubican en el terreno de las relaciones sociales de producción el progreso se medirá tomando en cuenta la variable de la relación (armónica o inarmónica) con la naturaleza como también aquella otra del aumento o pérdida de lo humano y el control sobre las condiciones sociales de existencia, lo que equivale a integrar en una unidad diferenciada la noción del progreso junto a las de alienación y fetichismo».
Para el filósofo argentino, si optamos por ese segundo tipo de lectura, explicaríamos que un avance en las fuerzas productivas puede ir acompañado de una mayor pérdida del control sobre las relaciones sociales y, paralelamente, de una mayor destrucción de la naturaleza, lo cual nos permitiría arribar a «un concepto de progreso como un proceso esencialmente contradictorio, donde se realizan al mismo tiempo recuperaciones y pérdidas relativas y permanentes de lo humano». Por supuesto, también el «socialismo real» cometió el pecado de productivismo, pero copiando en ello al rival.
El recurso del método
No en vano Engels proclamaba, en El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, que «en el capitalismo lo que prima siempre es la inmediatez, el beneficio inmediato es el único fin del capitalista aislado, sin importar las consecuencias de la producción e intercambio. El capitalista produce sin tomar en consideración el posible agotamiento o degradación del recurso, ni siquiera para una potencial utilización por otros capitalistas». Obviamente, la tendencia general es la de destruir las propias condiciones. ¿Cuáles? Siguiendo a Marx, O’Connor distingue las físicas externas (comúnmente estimadas características del entorno natural: los ecosistemas, el suelo, el aire, el agua…), la fuerza de trabajo (que incluye a los trabajadores como organismos biológicos, la salud mental, la física) y las generales y comunales de la producción social (los medios de comunicación, el transporte, la infraestructura).
Así que, tratando de eludir tentadores bizantinismos, no creemos que importe tanto si a la postre resulta válida la tesis de que el capitalismo lleva en su seno, además de la clásica contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, una entre las fuerzas (y las relaciones de producción) y las condiciones de producción, a las que serían intrínsecos (James O’Connor dixit) dos caminos distintos hacia el socialismo: por intermedio del movimiento obrero, arraigado en la primera, y de los ambientalistas y otros, en la segunda. No sabemos si, por el contrario, perdurará la aseveración de que ambas contradicciones solo son formas de una única: la existente entre las necesidades del capital y las necesidades de los seres humanos, como ha aseverado el canadiense Michael A. Lebowitz, quien insiste en que si para Marx «el capital no tiene en cuenta la salud y la duración de la vida del obrero, a menos que la sociedad lo obligue a ello», lo mismo sucede con todas las demás condiciones.
En nuestro modesto ver, más significativa deviene la convicción de que la anomalía estructural se instituye en responsable de una tendencia hacia la transición del sistema explayado, y que las cuestiones propias de las condiciones de producción poseen una esencia clasista, aun cuando sobrepasan esa esfera. De ahí lo imprescindible de escuchar a O’Connor en una búsqueda que nos ayudaría a despojarnos de la visión abstracta sobre los riesgos de Apocalipsis, a encuadrar las causas históricas, concretas de la posibilidad de este, para atajarlo a tiempo, o demorarlo mientras se encuentran alternativas como, digamos, el éxodo cósmico, el poblamiento de otros mundos.
Y ¿cómo conjurar o diferir el fin, dado el constatado intento a ultranza de una expansión continua en una biosfera finita? ¿Cómo lograr «satisfacer las necesidades económicas, sociales, de diversidad cultural y de un medioambiente sano de la actual generación, sin poner en riesgo la satisfacción de las mismas a las generaciones futuras», lo que la ONU llama desarrollo sostenible? Ah, en esto sí coincidirían O’Connor, Benton, Lebowitz y otros pensadores. De antídoto, un generalizado socialismo otro (¿ecológico?), que restituya al homo sapiens el control sobre las relaciones sociales, abundosa democracia mediante, y que, sorteando la trampa del productivismo burgués, procure siempre el «milagro» del hombre nuevo.
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