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Algunos apuntes sobre Occidente, el Islam y el porvenir de nuestra civilización

El asedio a La Meca

Fuentes: Rebelión

«El estudio de (modos de) problematizaciones (es decir de lo que no es ni constante antropológica ni variación cronológica) es la manera de analizar en su forma históricamente singular cuestiones de alcance general.» Michel Foucault[1] «La esencia de una nación es que todos los individuos tengan muchas cosas en común, y también que todos hayan […]

«El estudio de (modos de) problematizaciones (es decir de lo que no es ni constante antropológica ni variación cronológica) es la manera de analizar en su forma históricamente singular cuestiones de alcance general.»

Michel Foucault[1]

«La esencia de una nación es que todos los individuos tengan muchas cosas en común, y también que todos hayan olvidado muchas cosas. Ningún ciudadano franco sabe si es burgundio, alano, taifalo, visigodo; todo ciudadano francés debe haber olvidado la noche de San Bartolomé, las matanzas del Mediodía en el siglo XIII.»

Ernest Renán[2]

Las consideraciones de los editores de periódicos de gran tirada rara vez o nunca son puramente políticas o éticas, como algunos creen: al contrario, suelen en general apoyarse en argumentos de legitimidad de este orden para, en el fondo, responder a las expectativas de un público que saben el suyo. Es decir, hacen negocios, en nombre de la libertad de prensa. Y, si es necesario, censuran aquellas notas que pueden acarrearles inconvenientes con sus inversores. Por eso, espacios como Rebelión se han vuelto, si no ya necesarios, imprescindibles para el libre acceso a la información y al pensamiento.

Por eso mismo, que diferentes periódicos europeos de primera línea hayan publicado caricaturas de Mahoma, y desataran consecuentemente la para ellos «irracional» reacción de los sectores populares de diferentes países árabes, así como también la más prolija pero igualmente entendible de las asociaciones de culto islámico en general, resulta un síntoma indudable de algo malo que nos está sucediendo. Esos editores creyeron que a su público lector le haría gracia la caricatura. Y, descontando a los musulmanes, acertaron. La xenofobia, ese viejo conocido del corto siglo XX, hace nuevos amigos en el siglo XXI, y nos obliga a poner en alerta la conciencia pública, para determinar qué tan cerca estamos de las catástrofes de ayer.

No son los amigos de antaño, por cierto, los que la xenofobia reagrupa. En ese sentido, el diagnóstico optimista de Eric Hobsbawm a fines de los años ochenta respecto del viejo nacionalismo es a la vez un acierto y un error[3]. No se trataría, como temían algunos tras la debacle de la ex Unión Soviética, de un renacimiento del principio de las nacionalidades, el cual postulaba que a cada comunidad cultural correspondía el derecho a la autodeterminación en el marco de un estado soberano.

No obstante, dicha certeza se vio tal vez opacada por un juicio algo taxativo respecto del presente y el porvenir: Hobsbawm afirmaba sin ambages que «nación y nacionalismo ya no son términos apropiados para describir, y mucho menos para analizar, las entidades políticas que se califican de tales, o siquiera los sentimientos que en otro tiempo se describían con ellos«[4]. Relacionaba esto con la decadencia de los Estados – Nación de antaño, verdaderos soportes materiales e ideológicos del nacionalismo de la primera mitad del «corto» siglo XX. La creciente unidad económica y el avasallamiento de las fronteras culturales, materiales y políticas por las nuevas necesidades de los mercados incidieron, en efecto, para borrar -o, al menos, difuminar- las viejas marcas territoriales.

Pero precisamente aquí venía el error, pues el historiador agregaba que, como el Búho de Minerva, el cual, según Hegel, levanta vuelo en el crepúsculo, la discusión sobre las naciones demostraba que «el fenómeno ha dejado ya su punto más alto»[5].

En verdad, lo que sucedió fue algo diferente. Aunque hubo ciertos momentos en que pareció posible el temido retorno de los ominosos fantasmas de la memoria europea -la buena elección de Le pen en 2002, el avance de la derecha neonazi o filo fascista en Austria, Alemania e Italia-, en general se trató de fenómenos coyunturales, reacciones localistas frente a la imparable realidad de la Unión Europea[6]. El nacionalismo clásico, estatalista, si bien para nada extinto, no tiene hoy el lugar que supo alcanzar.

Pero, como sostendré en el resto del trabajo, otros signos de intolerancia, típicos de las viejas usanzas nacionalistas, demostraban que, si bien éstas habían sido formalmente abandonadas, muchas de ellas habían sido refundidas en nuevas «estructuras de sentimiento», capaces de llegar incluso a vastos sectores de la ciudadanía europea y occidental. Bajo la apariencia de un progreso moral, el racismo y la discriminación siguen siendo marcas habituales de la conciencia europea[7].

Y es que Europa, próspera en un mundo cada vez más pobre, debía pagar el precio de esa prosperidad recibiendo aluviones migratorios cuyos efectos sobre la conciencia social son bien conocidos, y han reavivado, si no el fuego extinto del nacionalismo ligado directamente a la defensa de los derechos nacionales, sí el etnocentrismo europeísta que, de alguna manera, latía en aquel como premisa. Este etnocentrismo ya no operaba como un mandato de dominio -la conocida «carga del hombre blanco», patentada por Rudyard Kipling, pero sí como una legitimación de la propia superioridad cultural y una negativa rotunda a la asimilación del Otro, a su identificación con la propia mismidad.

¿Quienes eran estos nuevos invasores? En primer lugar, y esto lo conocemos bien los argentinos, migrantes de los países que habían aceptado millones de europeos desde finales del siglo XIX hasta mediados del siglo XX. Pero luego, sencillamente, masas de marginales de todas partes, que acudían a la nueva Meca en busca no tanto de ascenso social como de esperanza. Países como España, Alemania, Francia, Italia y otros se volvieron regiones de frontera, y la legislación sobre inmigración devino un tema de estado a escala continental. La línea general consistió habitualmente en un endurecimiento de las leyes contra aquellos que no fuesen descendientes de europeos. El retraso en la integración de Turquía a la UE, formalmente basado en razones de derechos humanos, puede interpretarse en la misma línea.

Recientemente, la prohibición en Francia de utilizar signos religiosos en la vía pública fue un ataque inocultable a las costumbres y tradiciones, entre otras, de las minorías musulmanas. Parecía que en el país de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad no había lugar para ese derecho moderno tan caro a quienes combaten la intolerancia: el derecho a la Diversidad. Reacción curiosa, en un país que ha tenido siempre alguna conciencia, como señalaba hace más de un siglo Renán, de la variedad de tradiciones y pueblos que lo constituye.

Más cerca aún, los incidentes -que duraron días y sacudieron a la opinión pública mundial- entre las fuerzas de seguridad francesas y grupos de habitantes pobres de las barriadas y de los suburbios, en su mayoría jóvenes y -¡vaya casualidad!- musulmanes, pusieron sobre el tapete dos cuestiones. En primer lugar, el blanco social y cultural de la represión: los extranjeros vivían en zonas paupérrimas, y sufrían formas de violencia casi cotidiana[8]. En segundo término, el apoyo que el discurso del Ministro del Interior -quien no vaciló en calificar a los amotinados en repetidas ocasiones de «escoria»- recibió de más de un 60 % de los franceses «decentes». La «tolerancia cero» era aceptada sin dubitación a la hora de cercenar los derechos civiles de los pobres e indigentes, es decir, de los inmigrantes, mientras el olvido, y peor aún, la barbarie, ganaban posiciones en el propio discurso oficial.

Los recortes en las políticas sociales anunciados para los próximos años, tanto en la Francia de Chirac como en la Alemania de Merkel, no parece que vayan a resolver estos problemas. La justificación de los ajustes en términos de equilibrio fiscal no puede ocultar que las razones políticas recorren otras sendas.

¿Qué está sucediendo? Si estas actitudes destacan en la que supo ser la patria de los derechos civiles, ni qué decir del resto. Resulta por demás evidente que, auque extinto en su vieja forma nacionalista, el fondo de sentimientos en que ésta abrevaba -y tómese como ejemplo el problema de la xenofobia- es hoy una cuestión crucial para las relaciones de Europa con los Otros, especialmente con los musulmanes.

Esto nos devuelve a la cuestión previa: ¿estaban realmente superados los dilemas del siglo XX, aquellos que nos llevaron por el camino de la guerra, el genocidio, y mostraron nuestras peores miserias, como muchos creyeron conforme se consolidaba la UE? ¿Hemos aprendido la lección que la historia tenía para nosotros?

Para responder, necesito contemplar otras áreas de la vida social y cultural. Así, resulta imposible dejar de asociar estos sucesos recientes con otros, que también involucran al Islam, y que evocan en la mente de muchos intelectuales la debacle de los valores supuestamente universales sobre los cuales está cimentada nuestra civilización. Así, frente a la sangre fría con que el liderazgo político norteamericano utilizaba políticamente los terribles hechos del once de septiembre de 2001 para invadir, sin siquiera aducir evidencias y al margen de la legalidad internacional, al estado afgano primero, y luego al iraquí, el historiador argentino Tulio Halperín Donghi sugería azorado que «en el avance de la globalización no se despliega simplemente un impaciente impulso hacia el futuro, que generaría como reacción una fuerza igual y contraria hacia un pasado tan remoto como irrecuperable; y que por el contrario ambos impulsos están igualmente presentes en ella […] Es como si, descorrida la pantalla sobre la que se proyectó la efímera historia de la modernidad, lo que se descubriese fuese un mundo a la vez ultramoderno y arcaico en que vuelven a salir a luz arquetipos que en la etapa dejada atrás sólo sobrevivieron en oscuros recovecos de la memoria colectiva»[9]

El tono apocalíptico de Halperín -pero sobre todo su indicación del «arcaísmo» imperante en la coyuntura política internacional- nos recuerda aquella conocida conferencia de Hobsbawm respecto de la espiral ascendente desplegada por aquellos fenómenos que el historiador británico resumía en el concepto de «barbarie»: «en primer lugar, la crisis y el abandono de los sistemas de reglas y de la conducta por los cuales todas las sociedades regulan las relaciones entre sus miembros y, en menor medida, entre sus miembros y los de otras sociedades. En segundo lugar, en un sentido más específico, la revocación de lo que podríamos llamar el proyecto de la Ilustración del siglo XVIII, es decir, el establecimiento de un sistema universal de tales reglas y pautas de conducta moral, representado por las instituciones de los Estados dedicadas al progreso racional de la humanidad […] Esa época en la que no sólo se suponía que el progreso debía ser tanto material como moral, sino que era realmente así, ha llegado a su fin. Y el único criterio que nos permite, más que limitarnos a constatar el consiguiente descenso hacia la barbarie, juzgarlo, es el viejo racionalismo de la Ilustración».[10]

Pero, reitero la cuestión primordial a elucidar ¿se trata realmente de un retorno, en el sentido de un pasado remoto que, supuestamente superado, vuelve a aparecer[11]? ¿Fue el mundo edificado bajo la bandera de los valores ilustrados tanto mejor que el nuestro? ¿O, por el contrario -y esto es lo que he de sostener- es precisamente ahora cuando nos damos cuenta de que somos los herederos legítimos de ese legado espantoso -dos guerras mundiales, incontables genocidios, millones de refugiados, etc.- en un periplo que, como el soñado progreso que cambiaría para siempre la vida de la humanidad, no tiene retroceso ni reverso?

Así pareciera, por lo menos. Conocidas por todos son las diatribas de Adorno y Horkheimer sobre la Dialéctica de la Ilustración, que genera desde sí misma sus propias formas de barbarie. No he de reiterarlas aquí. Pero no fueron, como quisiera Hobsbawm[12], adolescentes caídos en la anomia social -como los que vimos actuar, con dantesca parsimonia, en Bosnia y en otros lugares donde los controles estatales se derrumbaron o bien nunca llegaron a consolidarse- los que desarrollaron las armas nucleares, desataron la guerra fría o perfeccionaron «técnicamente» el uso de la tortura. Fuimos nosotros, esto es, fueron hombres y mujeres corrientes, de este, nuestro mundo, guiados por una Razón Instrumental que, al separar al sujeto del objeto, no ha hecho posible que se establezca entre ambos otra conexión que la del conocimiento-para-el-dominio. Y al dominio del hombre y de la naturaleza por el hombre no correspondió una etapa de progreso ilimitado, ni tampoco un ilusorio final de la historia, sino este presente catastrófico. Como señalaba con acierto Zygmunt Bauman: «en un sistema en el que la racionalidad y la ética apuntan en direcciones opuestas, la humanidad es la principal derrotada»[13]. Ése era, en verdad, el legado de la Ilustración.

En todo caso, ahora sabemos que se trata, no de un retorno a los tiempos premodernos, sino del oscuro presente de una modernidad tardía, carente de guías sociales, expectativas o proyectos románticos. Un tiempo escéptico, pesimista y caótico, sobre cuyo futuro no cabe hacerse ilusiones, pues su devenir se nos escurre como arena entre las manos. Un tiempo en el que un hombre -Osama Bin Laden- puede reunir capitales y ejércitos mayores que los de varios países, con el sólo fin de llevar a los pueblos civilizados, según dice, algo de las miserias cotidianas de las barriadas en el Líbano o en Cisjordania, diariamente asaltadas por tanques y misiles. Un tiempo de fanáticos o de cínicos, donde todas las elecciones son malas, donde, parafraseando a Primo Levi, todas las zonas son grises.

Por eso, mientras el inminente retiro de las tropas norteamericanas del suelo iraquí preludia el postergado litigio étnico que divide en tres partes desiguales al país, mientras Irán enriquece uranio y se prepara a ser bloqueado, y EE.UU. a colocar su bandera sobre otro estado soberano, mientras vastas multitudes atacan vanamente embajadas y consulados en todo el mundo islámico y mientras tantos millones de personas comienzan a albergar el sentimiento de que Europa jamás podrá ser su hogar, me pregunto si realmente la Meca será, como dicen algunos, un lugar en el espacio, o la trayectoria de un sueño que en el camino se descubre peregrino. En cualquier caso, es evidente que necesitamos reflexionar sobre este presente, porque en la caricatura del Profeta asoma, como en un pálido reflejo especular, la sombra deforme y carmesí de nuestro propio porvenir.



[1] Qué es la Ilustración, Madrid, La Piqueta, 1996, p. 110

[2] Renán, Ernest: «¿Qué es una nación?», en AA.VV.: La invención de la nación. Lecturas de la identidad de Herder a Homi Bhabha, Buenos Aires, Manantial, 2000, p. 57.

[3] Hobsbawm: Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Crítica, 1990. Cursiva nuestra. Véase también Hobsbawm: «La barbarie de este siglo», en Debats, N º 50, 1995 pp. 36 y ss.

[4] Ibídem, p. 202.

[5] Ibídem.

[6] «Estamos asistiendo a un fenómeno de degradación del Estado, lo que puede entenderse cuando vemos a los dirigentes de la derecha y de la izquierda abandonando las prerrogativas del Estado francés en el altar de una Europa federal ¿Cómo, dentro de ese cuadro dislocado, conservar una noción fundamental de solidaridad nacional, si no hay más nación?», se preguntaba Jean Marie Le Pen en aquella campaña para una segunda vuelta en que lo votó un 20 % de los franceses. En La Nación, Buenos Aires, 23/4/02, p. 2.

[7] Al respecto, Bauman, Zygmunt: «Racismo, antirracismo y progreso moral», en Gurevich y Escudé: El genocidio ante la historia y la naturaleza humana, Buenos Aires, Universidad Torcuato Di Tella, 1995, pp. 47-73.

[8] De hecho, el disparador de los incidentes fue la muerte de dos jóvenes a los cuales la policía perseguía sin razón aparente.

[9] Halperín Donghi: «Mientras espero la guerra», en Clarín, Buenos Aires, 19/02/2003.

[10] Hobsbawm: «La barbarie de este siglo», en Debats, N º 50, 1995, pp. 31 y ss. Reeditado como «Barbarie: instrucciones de uso», en Ídem: Sobre la historia, Barcelona, Crítica, 1997.

[11] El propio Hobsbawm negaba esta idea: «El torbellino actual de conflictos nacionalistas y guerras civiles no debe ser considerado en modo alguno como un fenómeno ideológico, y todavía menos como el resurgir de fuerzas primordiales durante demasiado tiempo suprimidas por el comunismo o el universalismo occidental. Son, en mi opinión, una respuesta a un doble colapso: el colapso del orden político representado por los Estados en funcionamiento –ningún Estado eficaz existente resiste la caída en la anarquía hobbesiana- y el desmoronamiento de las antiguas estructuras de relaciones sociales en una gran parte del mundo –ninguna estructura existente resiste a la anomia durkheimiana-«, Hobsbawm: «La barbarie…», p. 36.

[12] «Las atrocidades de esta guerra [refiere al caso de Bosnia, pero como indicio de u declive general] son cometidas por una especie de «clases peligrosas» típicamente contemporánea, es decir, por jóvenes desarraigados de sexo masculino […] par quienes ya no existen reglas o límites de conducta establecidos o efectivos: ni siquiera las reglas establecidas sobre la violencia de una sociedad tradicional de luchadores machos». Ibídem, p. 37.

[13] Bauman, Z.: Modernidad y Holocausto, Madrid, Sequitur, 1999, p.282.