El internacionalismo proletario no consiste en «conectar indignados» por streaming, sino en desear la derrota de «tu» imperio, por ejemplo en Yugoslavia, Afganistán, Irak, Libia o Siria. Si el imperialismo interviene en esos países no es para «exportar democracia», sino para saquear sus recursos. «La burguesía inglesa, por ejemplo, obtiene más ingresos de los centenares […]
El internacionalismo proletario no consiste en «conectar indignados» por streaming, sino en desear la derrota de «tu» imperio, por ejemplo en Yugoslavia, Afganistán, Irak, Libia o Siria. Si el imperialismo interviene en esos países no es para «exportar democracia», sino para saquear sus recursos.
«La burguesía inglesa, por ejemplo, obtiene más ingresos de los centenares de millones de habitantes de la India y de otras colonias suyas que de los obreros ingleses. Tales condiciones crean en ciertos países una base material, una base económica para contaminar el chovinismo colonial al proletariado de esos países. Naturalmente, no puede tratarse más que de un fenómeno pasajero, pero aun así es preciso darse clara cuenta del mal y comprender sus causas, para poder agrupar a los proletarios de todos los países en la lucha contra ese oportunismo. Y esta lucha habrá de conducir inevitablemente al triunfo, pues las naciones «privilegiadas» representan una parte cada vez menor en el conjunto de los países capitalistas».
V.I. Lenin, «El Congreso Socialista Internacional de Stuttgart», 1907
Introducción
Se insiste con demasiada frecuencia en una idea falsa: la de que fue la dicotomía reforma/revolución la que provocó la ruptura entre la Segunda Internacional, socialdemócrata, y lo que a partir de entonces sería la Tercera, comunista. Sin embargo, como argumenta Domenico Losurdo, ésta es una idea errónea. Lo que motivó esa ruptura fue principalmente el apoyo de los socialdemócratas a sus respectivos imperialismos. Bernstein, en su obra Las premisas del socialismo y la misión de la socialdemocracia, apoya explícitamente el colonialismo alemán y defiende el darwinismo social, argumentando además que el expansionismo podía mejorar el nivel de vida de la clase obrera de su país.
En la actualidad, desde Red Roja venimos insistiendo sin descanso en una idea: desde una perspectiva internacionalista, no basta con obtener reformas aquí, en el centro del sistema capitalista, sino que hay que acabar también con la explotación de la periferia. De ahí el rechazo que nuestra organización hace del revisionismo, del marxismo que ha claudicado ante la socialdemocracia y que podemos ejemplificar con organizaciones como IU o Syriza, que, por ejemplo, ni siquiera asumen la reivindicación elemental de la salida de la UE y el euro (por lo que, lejos de ser revolucionarias, tendríamos que cuestionarnos si podemos calificar a estas organizaciones al menos como «reformistas»).
En este artículo queremos argumentar esta tesis; quizá lo primero, para evitar tópicos, sea aclarar que no lo hacemos por «pureza» ideológica, dogmatismos o historias por el estilo. Lo hacemos porque en este mundo existe un sistema de sobreexplotación y sojuzgamiento a escala planetaria que debe ser enemigo prioritario en todas nuestras orientaciones estratégicas y actor destacado en todos nuestros análisis, si de lo que se trata es de emancipar de la pobreza y la alienación a todos los seres humanos que las padecen, y no sólo a los que son de raza blanca o viven en Europa Occidental, Norteamérica o Japón.
Intentaremos, asimismo, profundizar en la comprensión del fenómeno imperialista y facilitar materiales teóricos a la militancia comunista. Materiales que nos hagan recordar, para empezar, que debemos estar orgullosos de pensar como pensamos. Que aquí hace falta más Lenin y menos tonterías posmodernas. Que el internacionalismo proletario no consiste en «conectar indignados» por streaming, sino en desear la derrota de «tu» imperio, por ejemplo en Yugoslavia, Afganistán, Irak, Libia o Siria (aviso, desde ya, que en este artículo no ejemplificaré simplemente con Vietnam, Nicaragua u otras guerras del pasado, sino fundamentalmente con guerras imperialistas y maniobras desestabilizadoras de nuestra actualidad, empezando por Libia y Siria). Y que si el imperialismo interviene en esos países no es para exportar ninguna «democracia» o ningún «mal menor», sino para perpetuar un sistema de saqueo de los recursos energéticos de consecuencias terribles; un sistema genocida frente al cual el «pluripartidismo» u otras migajas formales son un precio demasiado escaso para quien lo recibe, como ya está empezando a comprender el pueblo egipcio.
Como escribió el filósofo Carlos Fernández Liria, los ministros de economía europeos -muy conscientes de ello- proponen «que nos encerremos en fortalezas, protegidos por vallas cada vez más altas, donde poder literalmente devorar el planeta sin que nadie nos moleste ni nos imite. Es nuestra solución final, un nuevo Auschwitz invertido en el que en lugar de encerrar a las víctimas, nos encerramos nosotros a salvo del arma de destrucción masiva más potente de la historia: el sistema económico internacional». Nosotros somos partidarios de dinamitar las paredes de ese Auschwitz invertido y eterno con el que los nuevos nazis intentan sobornarnos: la Unión Europea. Nos negaríamos a ser cómplices de su barbarie contra la mayoría del planeta, incluso si no atentara también contra nosotros mismos (cosa que, para colmo, como estamos viendo cada día, hace). Explicaremos por qué.
Ciencia contra propaganda
Es curioso comprobar cómo las formulaciones del pensamiento burgués han ido evolucionando en función de las necesidades materiales de su clase social.
En el «Postfacio a la Segunda Edición Alemana» de El Capital, Marx escribirá con acierto: «Con el año 1830, sobreviene la crisis definitiva. La burguesía había conquistado el poder político en Francia y en Inglaterra. A partir de este momento, la lucha de clases comienza a revestir, práctica y teóricamente, formas cada vez más acusadas y más amenazadoras. Había sonado la campana funeral de la ciencia económica burguesa. Ya no se trataba de si tal o cual teorema era o no verdadero, sino de si resultaba beneficioso o perjudicial, cómodo o molesto, de si infringía o no las ordenanzas de la policía. Los investigadores desinteresados fueron sustituidos por espadachines a sueldo y los estudios científicos imparciales dejaron el puesto a la conciencia turbia y a las perversas intenciones de la apologética».
Efectivamente, las primeras teorizaciones burguesas reconocían sin complejos la división de la sociedad en clases. Además, la doctrina burguesa clásica aceptaba la teoría del valor-trabajo, según la cual los productos valen la cantidad de trabajo humano que llevan incorporados. Adam Smith reconocía sin complejos que una persona será rica o pobre en función del trabajo ajeno de que pueda disponer. Sin embargo, luego vendría el pensamiento neoclásico, que sencillamente negaba la evidencia y definía el valor como una realidad natural del producto, negando en consecuencia la existencia de clases sociales.
Pues bien, con la cuestión del imperialismo va a pasar exactamente lo mismo. En La riqueza de las naciones, Adam Smith afirma con rigor que «un país industrial (…) compra con una pequeña cantidad de sus productos una muy grande de las producciones agrícolas de otras naciones», lo que es un precedente de la teoría del intercambio desigual. Ricardo, por su parte, defiende una teoría «de los costos comparativos», que viene a hacer apología de una división perpetua entre naciones industriales hegemónicas y naciones agrarias dominadas, como único sistema capaz de salvaguardar la tasa de ganancia de los capitalistas.
Pero entonces apareció la teoría neoclásica que, con afán desmovilizador, trató de oscurecer la raíz económica del imperialismo, recurriendo a explicaciones sobreestructurales acerca del «nacionalismo» y factores psicológicos de esa índole. Con el paso del tiempo, esta visión se radicalizaría hasta llegar a Shumpeter, quien, en 1916, declara (y no en el día de los inocentes) que «el capitalismo es, por esencia, antiimperialista», sólo que las tendencias imperialistas son «sobrevivencias de épocas pasadas». Más aún chocante sería su afirmación, años después, de que «entre todos los países, los Estados Unidos es el que muestra una tendencia imperialista más débil». Supongo que el abrumador y evidente catálogo de acciones imperialistas norteamericanas en el siglo XX desmiente mejor esa teoría que cualquier alegato marxista.
Carlton J. Hayes o Fieldhouse negarán también el carácter económico del imperialismo. Para ellos, los intereses económicos jugaban sólo un papel secundario en la empresa colonial. Pero ¿puede tomarse en serio tal planteamiento?
Los orígenes del imperialismo… y del capitalismo
Pues va a ser que no. Tales ideas son en realidad un disparate que nadie puede defender seriamente. Más adelante hablaremos de la necesidad del imperialismo para que el capitalismo supere sus contradicciones internas. Por ahora, comenzaremos por señalar que Marx demostró hasta la saciedad en El Capital que el desarrollo industrial inglés no puede comprenderse prescindiendo de la vertiente externa de la acumulación primitiva de capital, a través del expolio que los Estados del centro y norte de Europa practicaron sobre los continentes atrasados.
Un expolio que, tras alcanzar la supremacía naval Inglaterra, derrotando a holandeses y franceses, benefició particularmente a la burguesía inglesa y que tenía como agentes específicos a las Compañías de Comercio y Navegación (las primeras multinacionales de la historia) y como métodos fundamentales la piratería, la guerra de conquista, la trata de esclavos, el genocidio y el «terror blanco». Métodos nazis donde los haya.
Por más que patalee Ashton, negando la evidencia en su obra sobre La revolución industrial, es absolutamente innegable que, sin esta vía externa, habría sido imposible hacer frente a la tremenda acumulación de capital que requería la Revolución Industrial y que la hizo posible. Se puede hablar de la revolución política liquidada a finales del XVII; se puede hablar de los recursos que tenía Inglaterra, o incluso de la «ética del protestantismo» de la que escribiera Weber… pero hablar de todo esto sin mencionar lo más determinante es un auténtico crimen contra la verdad. Y la verdad -y lo más determinante- es que la Compañía de las Indias Orientales asolaba el Océano Índico, mientras el resto de compañías inglesas arrasaban África y las zonas americanas que no arrasaban España y Portugal. La verdad -y lo más determinante- es que la trata de esclavos y la piratería (empresas cuyos principales accionistas eran los propios monarcas) produjeron beneficios sencillamente fabulosos. Y la verdad -y lo más determinante- es que, sin la acumulación de capitales que todo esto generó durante los siglos XVI, XVII y XVIII, no se habrían podido poder en marcha los cientos de máquinas de vapor que propulsaron el desarrollo industrial inglés.
Además, la manufactura del algodón no se hubiera desarrollado entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del XIX si antes no se hubiera eliminado a sangre y fuego la competencia de la manufactura india, como expondremos más adelante. Sin olvidar que la salida de los excedentes británicos a mercados exteriores no se habría producido si no se hubiera sojuzgado a cañonazos a numerosos pueblos. En suma, el desarrollo del capitalismo industrial habría sido imposible sin la dominación política, la explotación económica y la dislocación social de los pueblos de la periferia. Vayamos, pues, profundizando en los hechos.
Fases en el surgimiento del imperialismo
Existe una tremenda confusión en lo que respecta al imperialismo. Recientemente, yo argumentaba que la guerra entre la OTAN y Libia era una guerra entre un imperio (con sus colaboracionistas, como todos los imperios de la historia) y una colonia, por lo que había que desear la victoria de la colonia, independientemente del autoritarismo de sus gobernantes. Pero un militante de Izquierda Anticapitalista me contestó, visiblemente ofendido, que se trataba de una guerra inter-imperialista, ya que Libia practicaba el «imperialismo interior». Al parecer, había tomado por literal una expresión metafórica empleada en su momento por Santiago Alba Rico.
Pero en realidad, salvo que sea un uso poético, hablar de un imperialismo «interior» es una contradicción en sus propios términos, ya que el imperialismo es, por definición, exterior. Llamar a cualquier represión «imperialismo» es un error infantil. Pero, es más, llamar a cualquier capitalismo «imperialismo» implica no haber comprendido una sola palabra del marxismo. Y, para subir la apuesta, llamar a cualquier imperio, o incluso a cualquier anexión territorial, «imperialista» es no haber profundizado lo más mínimo en la noción leninista del «imperialismo».
En términos leninistas, el imperio romano no era imperialista, porque no existían los monopolios, ni el capital financiero (nacido de la fusión entre los capitales industrial y bancario), ni la exportación de capitales (de hecho, ni siquiera existía el capital), que son algunos de los rasgos de la fase superior del capitalismo, el imperialismo, si seguimos a Lenin. Pues bien, ¿dónde están los monopolios, el capital financiero y la exportación de capitales libios o sirios? La respuesta es sencilla: no existen, porque esos no son países imperialistas, sino ex-colonias independizadas primero y luego agredidas de nuevo por el imperialismo. Y si el imperialismo les agrede no es porque esté muy aburrido o porque desee extender la democracia y la libertad por todo el orbe, sino porque necesita derrocar a todo gobierno anti-imperialista, esto es, a todo gobierno no sometido al imperialismo. Mientras estuvieron sometidos al imperialismo, no hubo problemas; pero cuando dejaron de estarlo… Y, sin embargo, paradójicamente, el militante aludido apoyaba fervorosamente a los «rebeldes» libios, que formaban parte del único bando auténticamente imperialista en esta guerra (cosa que ni siquiera los mismos rebeldes negaban, ya que solicitaron pública y explícitamente la intervención militar de la OTAN).
Pero volvamos a sumergirnos en la historia. Siguiendo a José Acosta, podemos establecer tres etapas fundamentales dentro del proceso que llevó al surgimiento del imperialismo:
1) El arqueo-imperialismo primitivo (desde las Cruzadas hasta el siglo XVIII), fase de captación de los recursos materiales que permitirían la expansión capitalista posterior, a través del pillaje, la trata de esclavos, las guerras de conquista y la piratería.
2) El colonialismo (desde el siglo XVIII hasta el final de la II Guerra Mundial), caracterizado por la exportación de mercancías y el drenaje de materias primas.
3) El imperialismo capitalista propiamente dicho (desde finales del siglo XIX hasta nuestros días), caracterizado por los monopolios, el capital financiero, la exportación de capitales, etc.
En lo que respecta a la infraestructura, la acumulación primitiva, acelerada entre los siglos XVI y XVIII, no empleaba el comercio, sino la simple violencia y el terror, como cauce fundamental de expropiación de la periferia. En la época colonial, en cambio, el nacimiento de la industria permite la exportación de mercancías excedentes, iniciándose el intercambio comercial desigual. Por último, en la etapa imperialista, ya con los monopolios, la exportación de mercancías será sustituida por la de capitales (es decir, por la inversión directa, la creación de empresas en el extranjero o la concesión de préstamos) como modo de explotación dominante.
Por otra parte, en lo que respecta a la superestructura, durante la acumulación primitiva los Estados dominantes europeos no estaban aún lo bastante desarrollados como para ejercer por sí mismos el dominio imperialista de la periferia, por lo que la dominación es ejercida por entes privados dotados de soberanía, financiación, burocracia y ejército propios: las Compañías de Comercio y Navegación, autoras de los peores crímenes esclavistas y de los más atroces actos de piratería y pillaje. Más tarde, en el siglo XVIII, los Estado burgueses del centro de Europa son ya suficientemente fuertes y pueden hacerse cargo, directamente, del dominio imperial, incorporando a las poblaciones explotadas al Estado colonialista. La acumulación prosigue y, así, surgen por último poderosísimos trusts que controlan las principales fuentes de energía (gas, electricidad, petróleo) o infraestructuras (siderurgia, ferrocarriles, armamento), así como las redes bancarias mundiales. La nueva burguesía monopolista posee, pues, el poder suficiente como para prescindir del colonialismo, de la dominación directa y, entonces, las colonias son convertidas en Estados formalmente independientes y su dominación pasa a ser indirecta, llegándose a la fase final del capitalismo. Eso, y no otra cosa, es el imperialismo.
La necesidad del imperialismo
Para Berognes, el imperialismo es una manifestación externa de las contradicciones internas del capitalismo, una vertiente externa del proceso de acumulación capitalista.
Como es sabido, el modo de producción capitalista tiene una serie de contradicciones internas que lo hacen frágil e inestable. Una de ellas es la contradicción entre la creciente capacidad de producción y la decreciente capacidad de consumo. Así pues, gracias al imperialismo, las formaciones sociales capitalistas exportan las mercancías y los capitales excedentes, drenando materias primas desde las formaciones sociales de la periferia. Con ello, desaguan lo que les sobra y toman del exterior lo que necesitan para reproducir la tasa de ganancia. Es, metafóricamente, una especie de plusvalía exterior.
La producción industrial capitalista exige la condición de un mercado extenso, el aseguramiento de fuentes de materias primas y la necesidad constante de abrir nuevos mercados en el exterior (ya sea mediante la persuasión, el comercio o la violencia directa). Ya lo dijo Rosa Luxemburg en La acumulación de capital: «El capitalismo (…) se desarrolla únicamente en un medio social no capitalista (…) [y] tiene necesidad para su existencia de formas de producción no capitalistas».
Así pues, el imperialismo es, en última instancia, el cauce de exportación de las contradicciones internas del capitalismo. Si para Adam Smith o David Ricardo, defensores de los intereses industriales, habría sido una auténtica herejía exportar capitales al exterior, el monopolismo posterior tendrá en cambio otra lógica. Lenin ilustra a la perfección cómo el capitalismo financiero concluyó que, bajo condiciones monopolistas, era más rentable emplear el excedente de capital en ultramar que en la industria doméstica. Dentro sólo contribuiría a incrementar la producción, haciendo bajar los precios y subir los salarios. Fuera, en cambio, podría obtenerse un mayor interés sin ninguna de aquellas consecuencias.
Por eso Wakefield tenía razón (burguesa) al proponer un programa imperial contra la periferia para contrarrestar el riesgo de una inminente revolución social en el centro. Y Cecil Rodes lo comprendió a la perfección, cuando en 1896 afirmó: «para salvar a cuarenta millones de habitantes del Reino Unido de una mortífera guerra civil (…) debemos posesionarnos de nuevos territorios. (…) Si queréis evitar la guerra civil, debéis convertiros en imperialistas».
También lo comprendió a la perfección Bernstein, pero no sólo él, ni sólo la II Internacional. Desde entonces, no han sido pocas las ocasiones en las que autodenominados marxistas, e incluso alguna que otra «internacional» (como una cuyo número nominal representa el doble que la de Bernstein, pero cuyo número de militantes representa una millonésima parte), han apoyado al imperialismo civilizador europeo contra los «bárbaros de la periferia». ¿Ignoran o simplemente «olvidan» el historial de crímenes que está grabado a sangre en el corazón de Europa?
Mecanismos explotadores
En un artículo que publicaré en el próximo número de la Revista Laberinto, en el que efectúo una pormenorizada crítica del libro Hay alternativas y, en general, del intento por parte de autores como Vicenç Navarro de resucitar la socialdemocracia keynesiana, incluyo un análisis exhaustivo de los mecanismos actuales de explotación del Tercer Mundo.
En cambio, mi interés ahora es repasar brevemente los mecanismo históricos tradicionales y, sobre todo, abstraer la lógica que constituye la médula espinal de todo el resto de procesos explotadores y por medio del cual se ha establecido dónde está el «centro» y dónde la «periferia» del capitalismo.
Existen unas relaciones de dominación a escala planetaria, ejercidas a través de los organismos institucionales internacionales, la política exterior, la diplomacia y, en última instancia, la existencia de ejércitos permanentes ocupando las áreas claves del planeta, los mares y los océanos. El órgano rector y organizador dentro de esta superestructura, a despecho de más de un posmoderno, no es otro que el Estado.
Los mecanismos de explotación han sido de lo más variados: la exportación de mercancías, la exportación de capitales, el drenaje de materias primas, el saqueo, la piratería, la trata de esclavos, la fuga de cerebros, la explotación tecnológica, la deuda, la llamada «ayuda al desarrollo»…
Pero la médula espinal en la que reposa todo esto es el intercambio desigual. En el libro I de El Capital, Marx afirmará: «La intensidad media del trabajo cambia de un país a otro; en unos es más pequeña, en otros es mayor. Estas medias nacionales forman, pues, una escala, cuya unidad de medida es la unidad media del trabajo universal. Por tanto, comparado con otros menos intensivos, el trabajo nacional más intensivo produce durante el mismo tiempo más valor, el cual se expresa en más dinero. Conforme se desarrolla en un país la producción capitalista, la intensidad y productividad del trabajo dentro de él va remontando sobre el nivel internacional. Por consiguiente, las diversas cantidades de mercancías de la misma clase producidas en distintos países durante el mismo tiempo de trabajo tienen distintos valores internacionales».
Como diría Terry Eagleton, «Marx was right». Un análisis del comercio internacional demuestra que, en contraposición a la teoría de los «costos comparativos» de David Ricardo, las mercancías intercambiadas a ese nivel no tienen valores equivalentes, sino valores dependientes del grado de productividad del trabajo en los respectivos países (lo que depende, a su vez, del grado de desarrollo tecnológico que tenga cada cual). Se produce, pues, un intercambio desigual en favor de los países más desarrollados.
Samir Amin, siguiendo las series publicadas por la ONU, ha documentado cómo los términos de cambio se han deteriorado en un 40% para los países productores primarios desde finales del siglo XIX hasta 1940. Así, en 1939 los países subdesarrollados podían comprar, con la misma cantidad de productos primarios, el 60% de los artículos manufacturados que adquirían en 1870.
En 1969, Arghiri Emmanuel publica El intercambio desigual, una obra imprescindible. La esencia de su tesis, que fue matizada en diversos aspectos por Bettelheim y Palloix, es incontestable: en el mercado internacional, las tasas de ganancia tienden a nivelarse (como efecto del libre movimiento de capitales), pero las tasas de explotación no (como efecto de las leyes de extranjería). Así, los productos de la periferia intercambiados (generados por trabajadores con peores salarios, de los que no pueden huir) cristalizan mucho más trabajo que otras mercancías del mismo precio producidas en el centro, donde, como ya advertía Marx, hay una mayor productividad, ligada a la tecnología, que permite producir más en el mismo tiempo de trabajo. De ahí el deterioro incesante de los términos de intercambio en perjuicio de la periferia.
Pero hay más: si los trabajadores de la periferia mejorasen sus condiciones laborales, equiparándolas a las del centro, las mercancías fabricadas por ellos subirían de precio (al incrementarse el precio de producción, entre cuyos costes están los salarios). En consecuencia, si, por ejemplo, todos los jornaleros del mundo cobrasen 8 euros por hora, el salario de 8 euros de los jornaleros franceses, ingleses o españoles ya no tendría el mismo valor real, sino menos, por lo que estos trabajadores del centro podrían comprar menos cantidad de arroz, frijoles, café, cacao o aceite de palma procedentes de la periferia. Este hecho demuestra que se está produciendo una sobreexplotación de la periferia, de la que sale beneficiada incluso la clase obrera del centro.
Como dice Emmanuel, «si la hora-vehículo vale en el mercado internacional cuatro o cinco veces la hora tejido (a causa de que el vehículo se produce principalmente en los países de altos salarios y los tejidos en los países de bajos salarios)», un país pobre «puede sacar provecho fácilmente de la producción de sus propios vehículos, más que en adquirirlos a cambio de los tejidos».
Sin embargo, «casualmente» los organismos internacionales recomiendan y, con mayor frecuencia, exigen justo lo contrario. La UE, el FMI y el BM combaten toda tendencia proteccionista o toda promoción de un desarrollo autocentrado en los países del Tercer Mundo, evitando (por su bien, naturalmente, pero… ¿a quién se referirá ese «su»?) que el excedente de plusvalía se retenga en lugar de volcarse hacia los países ricos. Sin embargo, explica Emmanuel, no fue mediante el libre comercio como los países ricos llegaron a ser ricos. Inglaterra no tenía en el siglo XVII la especialización en tejidos, ni era el país más apropiado para lograrlo. Pero optó por implantar esa industria a base de medidas proteccionistas, como la prohibición de la exportación de la lana, ya que Flandes estaba adelantada y podía ofrecer por la lana inglesa más dinero que los manufactureros ingleses, a pesar de los gastos de transporte. La corona inglesa llegó a cortar los brazos a los infractores que exportaran su producción. Más tarde, gracias a la protección arancelaria y la coerción legislativa directa, Inglaterra hizo de la India su abastecedora de algodón (arruinando a este país, como expondremos) y a Australia su tienda de lana.
Obviamente, los países subdesarrollados necesitan proteger y sostener sus industrias hasta que sean sólidas y puedan competir en los mercados internacionales. Si un país del Tercer Mundo ingresa en el libre comercio antes de haber consolidado sus capacidades tecnológicas, podrá ser un buen productor de café o de ropa barata, pero no tendrá posibilidades de transformarse en un productor de tecnología, por lo que seguirá padeciendo la dependencia y el deterioro de sus términos de intercambio.
Por eso, Inglaterra y EE UU usaron durante decenios una amplia gama de medidas proteccionistas, como los subsidios directos e indirectos, los aranceles aduaneros o la regulación de los precios. Como bien dijo Friedrich List, economista alemán del siglo XIX, los países ricos, una vez alcanzada la prosperidad gracias a la escalera del proteccionismo, se apresuran a darle una buena patada a la escalera para que nadie más pudiera alcanzarlos.
¿Una verdadera descolonización?
Como ya vimos, la descolonización no debe idealizarse en absoluto. Aunque fuera en casi todos los casos el producto de una lucha heroica, por desgracia sus efectos fueron finalmente muy limitados. Simplemente se pasó de unas relaciones de dominación de carácter directo a otras de carácter indirecto, y esto se produjo en la medida en que en la periferia del sistema capitalista estaban puestas las condiciones que aseguraban la continuidad de la explotación (antes colonialista, ahora imperialista en sentido estricto) a través de otras vías.
Las relaciones de explotación no sólo continuaron, sino que se vieron intensificadas, en virtud de la ampliación del foso productivo y tecnológico que separa a las naciones imperialistas dominantes de las naciones periféricas del Tercer Mundo. Sin embargo, ya no se explota a unas colonias, sino a unos Estados formalmente independientes. Así, da comienzo el imperialismo sensu estricto y el modo de producción capitalista permite la libertad y la independencia formales del explotado (a nivel nacional, de la clase obrera; a nivel internacional, de los pueblos de la periferia), pues la explotación se realiza dentro del mismo proceso de producción, sin necesidad de una compulsión política directa.
Todo esto, en realidad, es ventajoso para los dominadores. De igual modo que la esclavitud de los africanos dejó de serles rentable, pues, como dueños, se veían obligados a asegurar la subsistencia y la alimentación del esclavo, el nuevo protectorado también era más rentable que la vieja colonia: los dominadores se ahorraban el gasto y la dificultad de establecer una administración en el país saqueado.
De igual modo que cuando el obrero ha salido de la fábrica ya ha sido expropiado (por lo que, fuera de ella, se le puede permitir cierta autonomía política u organizativa), la entrada de capitales extranjeros, el drenaje de materias primas y la consiguiente dependencia económica y comercial suponen en sí mismas la explotación de los pueblos que las padecen. Así pues, siempre que toleren estas relaciones de explotación, a los pueblos se les puede permitir (como a la clase obrera a nivel nacional) cierta autonomía política: en este caso, su existencia como Estado independiente.
La función de los Estados imperialistas será en adelante implantar las condiciones que garanticen la reproducción de las relaciones de explotación entre el centro del sistema capitalista mundial y la periferia. Esto lo lograrán asegurando en la periferia una red de regímenes políticos títeres a su servicio y, naturalmente, liquidando o bloqueando, según las circunstancias, cualquier sistema político que intente romper las relaciones de explotación internacionales. Tal, y no otro, es el motivo de las guerras imperialistas.
Así, mientras Gadafi fue aliado de occidente (en su segunda etapa, digamos), a pocos les importó que tuviera una pistola de oro o que su hija poseyera una mansión. Pero en cuanto dejó de serlo (durante su primera y su tercera etapa) fue bombardeado hasta la muerte. A Gadafi no lo mataron para «exportar la democracia» (burguesa), sino por su peligrosa promoción del satélite africano, del Banco Africano de Inversión y del dinar de oro. O, en otras palabras, para someter y asustar a África.
Quien lo niegue es un iluso tan grande que produce ternura. Y es que, por más que moleste a muchos progres biempensantes, las razones por las que bombardearon Libia son las mismas por las que bombardearon Vietnam o Chile, las mismas por las que odian a Chávez y las mismas por las que asesinaron a Raúl Reyes.
Deformaciones y efectos sobre la periferia
Para los países colonizados, la irrupción del capitalismo foráneo supuso su inclusión en un sistema en el cual no podían ejercer ninguna influencia, dando lugar a un empobrecimiento radical de sus poblaciones. Al estar subordinados a un capitalismo foráneo, su actividad productiva tiene un carácter extrovertido, destinado a exportar unos pocos productos, creándose la situación del monocultivo o la monoproducción. Así, se devastó la economía tradicional de los pueblos, sustituyéndose los cultivos para la alimentación por cultivos para la exportación, lo que generó una dependencia interminable hacia las metrópolis.
La agricultura de plantación, la explotación a destajo de los recursos mineros y la no articulación interna de sus sectores productivos hacen que estas economías sean extremadamente vulnerables y dependan totalmente de la influencia exterior, lo que les impide iniciar un proceso de desarrollo autocentrado. Como afirmaba el «Coloquio de Argel», de marzo de 1969, la economía periférica es una economía «satelizada por el gran capital (…) que controla los sectores claves, tales como minas, hidrocarburos, comercio exterior, bancos», «dislocada por la ausencia de complementariedad de los sectores: la mayoría de las ramas importan el 35% de sus compras», «extrovertida (…) [por estar] orientada hacia la exportación» y «atrasada como consecuencia de la colonización, el pillaje y la guerra».
El imperialismo, succionando sistemáticamente los frutos del sobretrabajo (e incluso de parte del trabajo necesario), imposibilita toda acumulación en la periferia. De hecho, como ya dijimos, fue drenando a la periferia la plusvalía (que le hubiera servido a ésta para generar su acumulación primitiva) como Inglaterra efectuó su despegue industrial. Desde entonces, la política imperialista por excelencia ha consistido en «retirar la escalera» por medio de Tratados de Libre Comercio, para impedir cualquier desarrollo industrial nativo a gran escala
El conocimiento de la historia nos ayuda a huir de la pretensión imperialista de naturalizar el subdesarrollo, casi como si fuera una característica natural de los pueblos empobrecidos. Egipto tuvo, durante el reinado de Mohammed-Alí (1805-1849), una importante industria y un intento de desarrollo autónomo. Aunque dicho rey fuera tan poco democrático-burgués como Gadafi (y, por tanto, imaginamos, también muchos progres europeístas debieron de festejar su final en aquellos días), la realidad es que su proyecto fue derrotado por la penetración de la industria inglesa, cuya competencia arruinó a la industria autóctona, especialmente tras la posterior ocupación militar de Egipto en 1882 y el consiguiente establecimiento de una administración colonial británica.
Igualmente, antes de la penetración del capitalismo inglés la India era un país manufacturero y exportador de algodón. Pero los ingleses invadieron la India y, luego, cerraron las puertas de Gran Bretaña a los productos indios mediante elevadas tarifas, para proteger los intereses de la burguesía industrial británica. Además, no se permitió importar maquinaria a la India. Por último, inundaron la India de tejidos ingleses, que vinieron a rellenar el vacío, provocando la ruina de la industria textil autóctona y extendiendo despiadadamente la pobreza y el paro, en un país anteriormente próspero. Sólo así la India se convirtió en el país rural y empobrecido que es hoy.
Sin necesidad de irnos tan lejos, Isidoro Moreno suele recordar que las primeras industrias del Estado español no estuvieron en Madrid ni en el norte, sino en Andalucía. Y es que, en resumen, el subdesarrollo no es un estado originario o eterno, sino que los pueblos empobrecidos tienen una historia y su subdesarrollo ha sido el producto del desarrollo del imperialismo de otros. Así pues, para luchar contra la pobreza hay que luchar contra la riqueza. Ya lo dijo Samir Amin: «la sociedad tradicional no está en transición [hacia la modernidad]; ella está terminada como sociedad dependiente, periférica, y en este sentido bloqueada«.
El modo de producción capitalista periférico
En el caso de Europa, actuaron en la disolución de las estructuras precapitalistas unos factores internos de gran fuerza (surgimiento de una burguesía mercantil, licenciamiento de las mesnadas feudales, fuga de los siervos a la ciudad, antagonismos entre monarquía y nobleza). Sin embargo, la descomposición de las estructuras tradicionales generada en la periferia del capitalismo es un proceso exógeno.
En consecuencia, siguiendo a José Acosta, podría hablarse de un modo de producción capitalista periférico, caracterizado por una dependencia endémica hacia el modo de producción capitalista-imperialista del centro del sistema, que genera sociedades dislocadas y deformes en el Tercer Mundo, con economías orientadas a los sectores exportadores en función de las demandas de las metrópolis; subordinadas a las redes internacionales de materias primas y capitales, que están controladas por (y al servicio de) las naciones más ricas de la Tierra.
No por casualidad, los Estados más liberales han sido siempre los que más pueblos han tenido subyugados (véase el viejo colonialismo de Inglaterra, Francia y Holanda, o el imperialismo de la UE, EE UU e Israel hoy día). Obviamente, la sobreexplotación de la periferia y su potencia industrial-militar les permitía (y les permite) ser más «liberales», «pluripartidistas», «democrático»-burgueses y formalmente «libres» que cualquier nación periférica, incluso si ésta, en mitad de una situación de subdesarrollo y aislamiento, decide trazar un camino diferente al marcado por los grandes imperios. Deberían (insistamos en ello) tenerlo en cuenta quienes, creyéndose muy de izquierdas, festejaron la caída de Gadafi y quienes, cayendo por segunda vez en la misma piedra, rezan ahora por la victoria de los llamados «rebeldes» sirios.
Con todo, el necesario cambio social que acabe con la miseria no podrá venir del simple antiimperialismo desarrollista sin más, tal y como es comprendido por determinados sectores en el interior de algunos gobiernos progresistas latinoamericanos. La destrucción del modo de producción capitalista periférico vendrá de la alianza obrero-campesina y la lucha armada, contra la oligarquía aliada a la burguesía monopolista internacional, para desembocar en el socialismo sin necesidad de pasar por el modo de producción capitalista-imperialista.
Conclusión
Emmanuel cita un significativo editorial del New York Times en enero de 1950: «Indiscutiblemente, el elevado nivel de vida en Europa y los Estados Unidos depende en cierta medida de la existencia de materias primas y una mano de obra poco onerosa en Asia y en África». Haría bien la socialdemocracia en empezar a comprender aquello que incluso los diarios imperialistas admiten. Y harían bien los progres en dejar de favorecer al Auschwitz eterno defendiendo cuanta «revolución» de colores trate de consolidar el poder del imperialismo sobre el Tercer Mundo, pagando, en el mejor de los casos, con la misma democracia burguesa formal y limitada que, sin embargo, aquí declaramos rechazar.
Ya lo he dicho: hace falta más Lenin y menos tonterías. Por eso es hora de rememorar las testamentarias palabras del Che Guevara en el «Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental» (1967):
«Es absolutamente justo evitar todo sacrificio inútil. Por eso es tan importante el esclarecimiento de las posibilidades efectivas que tiene la América dependiente de liberarse en formas pacíficas. Para nosotros está clara la solución de esta interrogante; podrá ser o no el momento actual el indicado para iniciar la lucha, pero no podemos hacernos ninguna ilusión, ni tenemos derecho a ello, de lograr la libertad sin combatir. Y los combates no serán meras luchas callejeras de piedras contra gases lacrimógenos, ni de huelgas generales pacíficas; ni será la lucha de un pueblo enfurecido que destruya en dos o tres días el andamiaje represivo de las oligarquías gobernantes; será una lucha larga, cruenta, donde su frente estará en los refugios guerrilleros, en las ciudades, en las casas de los combatientes -donde la represión irá buscando víctimas fáciles entre sus familiares-, en la población campesina masacrada, en las aldeas o ciudades destruidas por el bombardeo enemigo. (…) Nuestra misión, en la primera hora, es sobrevivir; después actuará el ejemplo perenne de la guerrilla realizando la propaganda armada en la acepción vietnamita de la frase, vale decir, la propaganda de los tiros, de los combates que se ganan o se pierden, pero se dan, contra los enemigos. La gran enseñanza de la invencibilidad de la guerrilla prendiendo en las masas de los desposeídos. (…) El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal. Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares de diversión; hacerla total. Hay que impedirle tener un minuto de tranquilidad, un minuto de sosiego fuera de sus cuarteles, y aún dentro de los mismos: atacarlo donde quiera que se encuentre; hacerlo sentir una fiera acosada por cada lugar que transite. Entonces su moral irá decayendo. (…) ¡Cómo podríamos mirar el futuro de luminoso y cercano, si dos, tres, muchos Vietnam florecieran en la superficie del globo (…)! En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo, y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria».
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