El auténtico banquete bueno es el que resulta igualitario, como ya advirtió Zenódoto de Éfeso. Pero llegar hasta él no fue camino fácil. De hecho, quien fuera bibliotecario de Alejandría suponía que el hombre primitivo cometió sus primeros pecados durante el acto de comer; cuando al abalanzarse salvajemente sobre los escasos alimentos originaba tales tumultos […]
El auténtico banquete bueno es el que resulta igualitario, como ya advirtió Zenódoto de Éfeso. Pero llegar hasta él no fue camino fácil. De hecho, quien fuera bibliotecario de Alejandría suponía que el hombre primitivo cometió sus primeros pecados durante el acto de comer; cuando al abalanzarse salvajemente sobre los escasos alimentos originaba tales tumultos que no era extraño que se produjera alguna muerte. Sin embargo, con el paso del tiempo y la ayuda de los dioses, aquellas épocas oscuras fueron superándose y el hombre pudo así ir poniendo poco a poco orden en sus banquetes.
Y lo logró mediante el reparto equitativo. Gracias a él surgieron los panes y los pasteles divididos en porciones iguales y se diseñaron también las primeras copas con las que distribuir ecuánimemente el vino entre los comensales. Por todo ello, nos comenta, a la comida se la llamó daís tras surgir la palabra del concepto daísthai: repartir a partes iguales. Siglos más tarde, Ateneo retomaría estas enseñanzas en su Banquete para eruditos donde no duda en afirmar que «el hombre es el único que avanza hacia la igualdad desde la violencia primitiva».
Más de dos mil años después las reflexiones sobre la comida siguen sugiriendo una amplia literatura. Y no sólo gastronómica. Lo hemos podido comprobar estos días a propósito de la célebre cumbre de Washington y, como no, con su banquete inaugural. Sabemos, por ejemplo, que la cena incluyó codorniz ahumada con madera de árbol frutal y con arroz de quinoa, costillar de cordero asado con tomillo, una fondue de tomate, hinojo y berenjena, y jugo de setas chanterelle. Los comensales, según ha transcendido, degustaron después una ensalada exótica con vinagreta de sidra y una tostada de nueces con queso suave de Vermont, para culminar la velada con tarta de pera con salsa de arándanos azules. E igualmente hemos conocido que los mandatarios del G-20 -incluidos gorrones no invitados como José Luis Rodríguez Zapatero- pudieron saborear con los diferentes platos un chardonnay Damaris Reserve de 2006, cabernet Hillside Select de 2003, culminando los brindis con un burbujeante Étoile Rosé, de Chandon.
De este modo, hemos podido conocer todo sobre el festín. Sin embargo, al final de los manjares y la cumbre nadie nos ha dicho ni una sola palabra sobre un reparto que, por lo que se intuye, tiene y tendrá poco de igualitario. Ocultismo previsible, por otra parte, después de ver cómo el término redistribución se ha convertido en un tabú hasta para el flamante presidente electo Barack Obama. En realidad el encuentro de Washington -celebrado en el Museo Nacional de la Construcción como si de un homenaje póstumo a la burbuja inmobiliaria se tratara- se ha limitado a modificar el diagnóstico inicial de la crisis. Si en un principio Nicolas Sarkozy y Horst Köhler achacaron el origen de todos los males a una anomalía ética, ahora tras la reunión presidida por George Bush el consenso de los mandatarios se inclina más bien hacia la inapetencia sexual.
En efecto, según las conclusiones del encuentro, el problema de la economía es simplemente su falta de estímulos. En otras palabras, que la mano invisible del mercado ha perdido facultades y las zonas erógenas del capitalismo necesitan nuevas excitaciones. Por ello, el antídoto recomendado es viagra intravenosa para los bancos en forma de inyección de liquidez y buenas dosis de estímulos… fiscales, por supuesto. Y ya se sabe que ese tipo de estímulos suele ser sinónimo de bajar impuestos a quienes más tienen, o lo que es lo mismo, relegar al olvido las recomendaciones de Zenódoto sobre el reparto.
Y en el gran banquete del día a día, el reparto es simplemente una cuestión de tiempo. Y el tiempo, ya se sabe, una fugacidad. A estas alturas de la comida ya no se distribuye riqueza, se adjudica duración. Los últimos informes dejan poco lugar a dudas sin necesidad de viajar a las remotas tierras africanas para constatarlo: si naces en el humilde barrio de Ciutat Vella en Barcelona, tu esperanza de vida es cinco años menor que en l’Eixample. La pobreza, pues, se limita así a una simple operación aritmética que te roba la posibilidad de disponer de 1.825 días y noches más para correr, bailar, amar, gozar, vivir. En otras geografías ni siquiera hay fuerzas para realizar la resta ante la vergüenza de los dígitos.
Pero no importa. La cumbre de Washington ya pasó y nadie habló del reparto de los manjares. Sólo algunos, los más letrados, se acordaron de los griegos para recordarnos que en sus mesas no había sitio para los esclavos.