Hay una historia que la izquierda de los países ricos conoce muy bien: la de las llamadas internacionales anarquista, socialdemócrata, estalinista y trotskista. Y hay otra que conoce muy mal: la de los pueblos de los países pobres, «cenicienta» de la «cultura universal». Rara avis: el investigador del país rico que sin prejuicio estudia las […]
Hay una historia que la izquierda de los países ricos conoce muy bien: la de las llamadas internacionales anarquista, socialdemócrata, estalinista y trotskista. Y hay otra que conoce muy mal: la de los pueblos de los países pobres, «cenicienta» de la «cultura universal».
Rara avis: el investigador del país rico que sin prejuicio estudia las luchas anticoloniales y antimperialistas. Plaga corriente: el del país pobre atento a la cotización ideológica del mercado editorial-académico, para después hablar de su realidad con antiparras conceptuales ajenas a ella.
La interpretación de la historia responde a mecanismos subjetivos (ideología). Pero sus hechos son objetivos (política). No está mal creer que las pirámides de Egipto fueron levantadas por marcianos. La hipótesis, seguramente, resulta más atractiva que el análisis de la esclavitud de aquellos tiempos. Dar rienda suelta a la imaginación reconforta.
El poder necesita de su propia versión de la historia: a inconciencia mayor, ciencia menor. Por esto, al calor de los bancos y las corporaciones económicas destruye pueblos y culturas enteras, en tanto sus medios de información aseguran que Dios está de su lado. El poder pretende rescribir la historia. Su historia.
Empezando por las de amor (historia del mundo), la historia de los pueblos es una masa informe de sangre y violencia, muerte y sufrimiento. Entonces es lógico que algunos intelectuales sensibles idealicen los hechos, pues más que el pasado o las potencialidades de futuro, la historia revela las angustias del presente.
Del Código de Hammurabi a la invasión de Irak, del «no matarás» de Moisés a la revolución cubana, siempre ha sido así. «Los hombres y los pueblos nunca han aprendido nada de la historia, y siempre han desperdiciado sus lecciones», dijo algún griego.
¿Serán las revoluciones de la historia como el camino del infierno, sembrado de buenas intenciones? «El fundamento único de la sociedad civil es la moral», observó Robespierre. En su «Informe sobre los sospechosos encarcelados», Saint-Just apuntó: «Las revoluciones van de debilidad a audacia y de crimen a virtud». En otro texto: «La República francesa no recibe visitas de sus enemigos, y no les envía más que plomo».
En fin… la guerra. A más de las 11 mil vírgenes… ¿hubo revolución social que alguna vez se haya librado entre «malos» y «buenos»? En ambas trincheras hubo héroes, personas con dignidad o sin ella, criminales y extremistas de pelo en pecho como Fouché, quien votó en favor de la muerte del rey y acabó como jefe de policía de Napoleón.
No estaría mal que a más de predicar la necesidad del «hombre nuevo», la «moral revolucionaria» y que el buen revolucionario «está lleno de sentimientos de amor» (causas por las que vale la pena luchar), la izquierda ilustrada considere que un revolucionario puede también ser un canalla. Porque en el papel resulta fácil escribir con halo de santidad y asumirse como buen chico tolerante y antidogmático, olvidando que, según Marx, «las circunstancias las hacen cambiar los hombres».
Cuando es a fondo, la revolución social es el acontecimiento caótico y violento por excelencia: injusticia, excesos, crímenes. Mas sería pecar de ingenuo concebir el progreso humano sin sus aportes liberadores. Claro, también puedo decir que el hombre es una caca, serenando mi espíritu con las epístolas de San Pablo, Paulo Coelho y Fernando Savater. Uno escoge.
La carga de violencia de una revolución («la bola»), es directamente inversa y proporcional a los obstáculos que debe vencer. Vivimos en una época en que las clases dominantes han llevado los ideales de armonía social a límites insostenibles. Y lo peor es que no quieren darse cuenta de los vientos que andan sembrando.
De los «humanistas» cabría esperar conciencia y honestidad. Está bien que en sus devaneos recuerden los principios de la Gran Revolución: libertad, igualdad, fraternidad. Está mal olvidar que nada de esto excluyó el uso de la guillotina. Entre los métodos extremos de una revolución y el modo de repartir el pastel, hay vasos comunicantes.
La biografía de los grandes revolucionarios demuestra que buena parte de sus vidas advirtieron una y otra vez acerca de las consecuencias terribles de una revolución. Algunos se quedaron a mitad de camino, otros traicionaron sus ideales, y los menos obtuvieron el reconocimiento eterno de sus pueblos.
El ejercicio de la violencia y la criminalidad no proviene de abajo, de los jodidos, de los eternamente humillados y engañados. Saben que su realidad cotidiana es degradante. Pero cuando adquieren conciencia de su situación, son temibles. Y hasta hoy no fue inventado el modelo represivo capaz de vencerlos.