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El bien común y los bienes comunes

Fuentes: Rebelión

El hombre no creó la tierra y, aunque tenía un derecho natural a ocuparla, no tenía ningún derecho a colocar bajo su propiedad a perpetuidad ninguna parte de ella, ni el Creador de la tierra abrió un registro de terrenos, de donde saliesen los primeros títulos de propiedad. Tomas Paine1 Las sociedades humanas han buscado […]

El hombre no creó la tierra y, aunque tenía un derecho natural a ocuparla, no tenía ningún derecho a colocar bajo su propiedad a perpetuidad ninguna parte de ella, ni el Creador de la tierra abrió un registro de terrenos, de donde saliesen los primeros títulos de propiedad.

Tomas Paine1

Las sociedades humanas han buscado organizarse políticamente, a través de los siglos, con el objeto de alcanzar las más aptas condiciones de vida para sus miembros. Esa búsqueda se ha basado en la convicción de que para obtener y preservar esas condiciones es indispensable el esfuerzo mancomunado y la acción de todos y cada uno de quienes las integran, alentados por un mismo espíritu, el de compartir los bienes de la creación sobre la inconsútil trama del bien común.

Esa es la razón básica de la existencia de la comunidad política y es en el Estado en quién ésta delega la responsabilidad de promover, defender y garantizar el disfrute de ese bien común por parte de los ciudadanos. Un bien común que no solo debe satisfacer las necesidades materiales de los seres humanos sino que debe abarcar también el amplio espectro de sus necesidades espirituales, estimulando el desarrollo de sus múltiples y variadas capacidades y el desafío de la propia perfección a la que no podría aspirar individualmente contando solo con sus propios recursos.

Nos recuerda Maritain que según Aristóteles el hombre es «un animal político» y agrega el mismo Maritain «por ser animal racional porque la razón exige desenvolverse mediante la educación, la enseñanza y el concurso de otros hombres y porque la sociedad es de ese modo necesaria para la realización e integridad de la dignidad humana»

De manera que esa búsqueda y administración del bien común es lo que luego de más de quinientos años de dominación, estamos comenzando a descubrir que es también el fundamento de convivencia entre los pueblos originarios que ellos expresan como el «buen vivir» (Sumak Kawsay y Suma Qamaña) o mejor aún en el «buen convivir», expresiones que han sido incorporadas últimamente a las Constituciones ecuatoriana y boliviana.

El bien común no es en síntesis una simple sumatoria de bienes privados ni tampoco públicos sino es más bien la forma de disponer de una trama de relaciones, de servicios, de responsabilidades, de recursos que beneficia al todo y a las partes y que en definitiva constituyen el bien de la comunidad, el bien del cuerpo social y que le permite además asumir conciencia cívica, comprender el sentido del deber y del derecho y de los valores espirituales heredados posibilitando al mismo tiempo la continuidad inter-generacional. Un bien común que, cito nuevamente a Maritain   » ha dejado decididamente de ser únicamente el bien común de la nación, pero todavía no ha llegado a constituirse en el bien común de la comunidad civilizada»  

La prolongada crisis actual nos está enfrentado a la urgencia de encontrar un nuevo paradigma en el que como dice, en apretada síntesis, Leonardo Boff: «la economía esté al servicio de la política y la política al servicio del bien vivir, de las personas entre sí y con la naturaleza». Es decir a la necesidad de construir un nuevo modelo de universo en que se corrijan las carencias y los excesos y nos aboquemos a la búsqueda de un mayor equilibrio entre la aspiración al bien común y la oferta de bienes comunes que nos ofrece el planeta.

Porque cuando decimos «bienes comunes» no nos estamos refiriendo al plural de «bien común» sino al conjunto de elementos que ya identificaran los griegos y sin los cuales no existiría la vida: la tierra, el sol, el agua y el aire. Ninguno de ellos puede ser por lo tanto propiedad de una fracción de la humanidad, porque gratuitamente nos han sido dados y gratuitamente debemos compartirlos. Toda otra forma de posesión individual o grupal atenta contra la existencia de la vida en el planeta porque nadie puede sobrevivir sin los productos de la tierra, sin el agua que constituye el 70% de nuestros organismos, sin el aire que aspiran nuestros pulmones y oxigena nuestra sangre sin el sol que genera la energía necesaria para concretar la fotosíntesis que transforma la materia inorgánica en orgánica traducida así en alimentos que en continua dinámica mantienen y reproducen la existencia humana.

La más tradicional de estas apropiaciones es sin duda la referida a la propiedad de la tierra. Una propiedad que entre los pueblos indígenas, más respetuosos de la madre tierra que occidente, es comunitaria porque es lo único que garantiza a la comunidad la obtención del necesario sustento, ya sea de la caza, de la pesca, de la recolección o de la, aunque fuere rudimentaria, producción agrícola. Mientras que en las sociedades donde se ha establecido la legalidad de la tenencia y el usufructo de la tierra, las muertes por hambre o desnutrición aguda siguen siendo una lacra difícil de superar. Los informes de la ONU estiman que al menos una persona muere cada cinco segundos por causas relacionadas con la desnutrición, llegando a una cifra anual de entre 10 y 30 millones de personas, lo que en definitiva implica mayor cantidad de muertes que las que en el mundo ocasionan los conflictos bélicos.

Resulta casi indiscutible, aunque lo consagre la tradición histórica, que tanto el planeta tierra como sus cuatro elementos, deben ser inalienables, pese a que en las últimas décadas no solo se halla privatizada la tierra sino que ya se han producido apropiaciones del agua y de seguir así podríamos ver, en cuanto se descubran las formas de lograrlo privatizados el aire y la luz y el calor solar. Esperemos que no se descubran!

Si razonamos por el camino de la reducción al absurdo sin pretender por ello emular a Ionesco, podríamos concluir que dado que es posible privatizar hasta el último centímetro cuadrado de tierra, podría llegar el momento en que los seres humanos en lugar de caminar tendríamos que levitar u mutarnos en aves para no transgredir las leyes de la propiedad privada o que para poder seguir respirando tuviéramos que trasladarnos con una mochila de oxigeno, eso si recargable mediante el consabido pago en apropiadas estaciones de servicio.

Pero una cosa es la propiedad del suelo y otra, en cambio, la producción agrícola o ganadera indudable fruto del trabajo humano y que en consecuencia genera un valor agregado que la ciudadanía debe estar en grado de reconocer y de remunerar como lo hace con los demás productos del quehacer individual o colectivo, sin olvidar tanto productores como consumidores que sin el aporte de las sustancias minerales que contiene el suelo, del agua y del sol que forman parte del patrimonio universal, tampoco sería posible lograr esa producción y que por lo tanto, de una u otra manera, debe estar absolutamente al alcance de todos los seres humanos, si como tantas veces declaramos privilegiamos la VIDA.

En efecto como expresa Juan Pablo II en la encíclica Evangelium Vitae. «Trabajar a favor de la vida es contribuir a la renovación de la sociedad mediante la edificación del bien común. No es posible construir el bien común sin reconocer y tutelar el derecho a la vida sobre el que se fundamentan y desarrollan todos los demás derechos inalienables del ser humano»

Y aunque parezca una digresión no podemos seguir pregonando a los cuatro vientos que nos oponemos al aborto, a la eutanasia, a las torturas ni seguir proclamándonos defensores de los derechos humanos mientras aceptamos con indiferencia la muerte de nuestros pequeños compatriotas en el norte (o en el sur lo mismo da) y seguimos convalidando con nuestro silencio el desalojo de nuestros campesinos de sus ancestrales territorios, desalojos que precisamente implican la obligatoria renuncia al más esencial de los derechos humanos, el de la subsistencia.

Finalmente como dice el ecólogo Javier Rodríguez Pardo: «las riquezas que habitan en la tierra no son recursos naturales, son bienes comunes. Referirse a ellos como recursos naturales es la primera forma de apropiación desde el lenguaje. Nadie tiene el derecho a recurrir a un recurso natural, apropiándoselo, enajenándolo. El derecho a recurrir a un recurso natural termina en el mismo instante en que ese recurso es también de otro, de otros. De manera que las riquezas que admiramos de la tierra y que denunciamos como propias en una acción extractiva, no son recursos naturales sino bienes comunes, que pertenecen a los comunes » . Es decir a toda la comunidad.

El acelerado proceso de privatización que se ha venido produciendo a lo largo del siglo XX ha alcanzado a todos los bienes naturales, se han privatizado espacios marítimos para la acuicultura, napas freáticas subterráneas a través de derechos de uso, la biodiversidad florística y faunística, el conocimiento sobre genes botánicos y animales e incluso humanos, el espacio aéreo a través de los rascacielos a partir de un pequeño lote de terreno, extensiones mayores a las que naturalmente pueden ocupar las viviendas en los barrios cerrados, y aunque desde luego esta no es una enumeración exhaustiva constituye un innegable reflejo de que de esa manera no se está promoviendo precisamente el bien común para cuyo logro genuino deberíamos alentar en cambio formas cooperativas y solidarias de gestión, de propiedad colectiva y otras formas de propiedad que estén además al servicio de una mejor gestión del territorio y del patrimonio natural.

El bien común y los bienes comunes no conforman esferas autónomas sino que son por el contrario absolutamente interdependientes y la adecuada gestión de los unos es condición sine qua non para el logro de un sostenido bienestar o de un «bien vivir» para la totalidad de las sociedades humanas.

Notas:

(1) Thomas Paine (Thetford, 29 de enero de 1737 – Nueva York, 8 de julio de 1809) fue un político y publicista estadounidense de origen inglés. Promotor del liberalismo y de la democracia. Es considerado uno de los Padres Fundadores de los Estados Unidos

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