He escrito mucho sobre un asunto, el del comedimiento y la moderación, que siempre me pareció importante desde el punto de vista vital, quizá porque entronca con mi personalidad y mi carácter aunque no tanto con mi temperamento. Pero nunca se es bastante reiterativo en ciertas materias cuando lo son los discursos políticos y sociales, […]
He escrito mucho sobre un asunto, el del comedimiento y la moderación, que siempre me pareció importante desde el punto de vista vital, quizá porque entronca con mi personalidad y mi carácter aunque no tanto con mi temperamento. Pero nunca se es bastante reiterativo en ciertas materias cuando lo son los discursos políticos y sociales, las tertulias y los debates al hacer constante alusión a las palabras bienestar y austeridad…
El caso es que por una pedagogía en parte religiosa, en otra parte castrense, en otra filosófica llevada a sus últimos extremos y en otra represora impartida durante cuatro décadas de dictadura política, social y moral, mi generación se forjó en la moderación de grado o por fuerza. Aunque naturalmente eso no quiera decir que, ni mucho menos, abundasen más los virtuosos que los libertinos y disolutos sino todo lo contrario. Pero la pedagogía tenía que hacer en general sus efectos a lo largo de la vida en buena parte de sus aspectos, aunque sólo fuese como referencia… Por eso mi generación no ha tenido especiales problemas. Vivió bien en lo fundamental el presente, sin perder de vista el futuro basado en la previsión del ahorro y la solidez de la austeridad de fondo inculcada. Ahora bien, una vez rotas las ligaduras que unían a la población española a la tiranía, las siguientes generaciones percibieron la nueva realidad de puertas abiertas a la libertad sin freno como un pistoletazo de salida para hacer todo lo que no hicieron o no pudieron hacer las anteriores. Así, a la escasa responsabilidad o culpa de estas debida a la tutela forzosa que los dirigentes políticos y religiosos imponían como una fatwa a la población, sucedió otra suerte de irresponsabilidad colectiva que afectó a quienes estaban hastiados de la represión psicológica transmitida por vía educacional, en cuya virtud confundieron entusiasmo por la vida libre con la despreocupación por el futuro: el propio y el de las generaciones siguientes. Y las instituciones y la banca la alentaron.
Los políticos neófitos, en una mezcla entre azarosa, dramática y ridícula empezaron a representar una farsa, en parte involuntaria, para pasar rápidamente de un régimen oprobioso a otro presuntamente decoroso bajo la vigilancia de un ejército que mantenía intactos y vivos los típicos «valores» del franquismo. Así, la Transición consistió simplemente en dar cobertura a la voluntad del dictador fallecido a través de una Constitución que incluía, por un lado, la monarquía como forma de Estado y, por otro, el personaje preparado al efecto para representarla. Y el pueblo, sintiendo sobre sus nucas el aliento o los fusiles de ese ejército, se apresuró a aprobarlo todo, Constitución y monarquía, la mejor manera de salir cuanto antes de los peligros de un golpe de Estado. Todo lo que ha llegado después es consecuencia de estas maquinaciones y trampas en origen, de una Transición trucada y de una educación sin austeridad.
Todo lo dicho explica, de principio a fin, la desmesura que, tras la opresión política y moral, ha vivido este país durante veinte años. Así, Bancos, Cajas de Ahorro, Banco de España y sucesivos gobiernos, hijos todos de la libertad en ciertos aspectos sin control, propulsaron el lujo como estilo de vida, siendo lujo todo lo que excede con creces lo razonable para vivir con dignidad y trasciende el bienestar austero. Todo, bajo la atenta mirada de los prestamistas europeos que, pese a prever lo que habría de suceder sobre el uso del dinero transferido a España no podían, como un Dios no providente, intervenir en el uso nefasto que se le estaba dando. Tenían que esperar sencillamente, al momento oportuno de exigir el pago de intereses cuyo término ha llegado hace poco.
En tales condiciones el grueso de la sociedad, que ya había perdido tanto el sentido del ahorro que aconseja la prudencia como la sobriedad que recomienda la previsión, se topa súbitamente con la realidad brutal para muchos: la crisis. Tan poco acostumbrada, esa gran porción de la sociedad, a la penuria y tan inclinada por otro lado al consumo (un consumo atizado por el mercado, por la publicidad y hasta por la propia banca que también había perdido sus principios, y por las Cajas de ahorro públicas entregadas a aficionados apadrinados por los políticos), cae de bruces en depresión económica y de consuno patológica. Los consultorios psicológicos se saturan y la escasez se enseñorea del país. Al principio es una escasez de bienes superfluos al caer bruscamente el consumo nefasto, pero luego sobreviene otra escasez más dramática para infinidad de familias que se quedaron de repente sin empleo: la de bienes esenciales, alimentos y techo.
El caso es que, esa crisis golpea atrozmente en buenas partes del cuerpo social del este país y las empobrece severamente, poniendo al mismo tiempo al descubierto un proceso soterrado de saqueo y de abusos sostenidos durante décadas que pasará a la historia de la infamia de los poderosos y de los políticos de nuevo cuño. El trance agrava considerablemente la desigualdad que ha existido siempre, y la palabra austeridad se enseñorea del discurso político no como llamamiento para avenirnos a ella todos por igual, sino para imponérsela los poderes al pueblo en la medida que ellos se enriquecen más y más.
Sea como fuere, tras los 37 años posteriores a la caída (relativa) del régimen anterior nos encontramos en España en una fase de completa decadencia. La culpa es ante todo de todos los poderes, político, económico, empresarial, bancario y financiero, y luego, pero sólo luego, de la ingenua población media que sucumbió a las tentaciones de vivir a lo grande que los poderes le ofrecieron. Y lo que ahora le incumbe a ésta no es tanto tomarse venganza por ello, más allá de los cauces judiciales, como seguir combatiendo los abusos, enfrentarse a ellos e impedirlos ya. Pero esa lucha es compatible con la profilaxis de una vida austera saludable y por eso mismo deseable, tanto individual como colectivamente. Porque una sociedad inteligente, responsable y lúcida, tal como están las cosas en el mundo y en Europa, no puede ya concebir otra política que no consista en modular el decrecimiento económico; un decrecimiento armónico que propicie el bienestar austero al alcance de todo el pueblo. Ese, y no otro, podrá ser el único fin posible de todos los Estados del sistema capitalista, y principalmente de este Estado que amenaza fracturarse, en un planeta de recursos finitos que se agota. A eso y no a otros fines sólo podrán aspirar los futuros gobernantes y a eso y sólo a eso deberán destinar los presupuestos…
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