El arqueólogo Yuval Peleg es de complexión fuerte. Sus gafas de sol resaltan apoyadas sobre la frente de su cabeza rapada, dando una apariencia poco académica a su rostro redondo. Sus movimientos ante la cámara son pesados. Apenas mira el objetivo mientras que, con cierta desgana, va desgranando las explicaciones del último descubrimiento: el lugar […]
El arqueólogo Yuval Peleg es de complexión fuerte. Sus gafas de sol resaltan apoyadas sobre la frente de su cabeza rapada, dando una apariencia poco académica a su rostro redondo. Sus movimientos ante la cámara son pesados. Apenas mira el objetivo mientras que, con cierta desgana, va desgranando las explicaciones del último descubrimiento: el lugar donde supuestamente se encontraba la posada de aquel buen samaritano cuya historia narrara Lucas, el evangelista.
El estudioso se halla en algún punto intermedio entre Jerusalem y Jericó. Todos los periódicos que reproducen la noticia se encargarán de repetirnos estos nombres. A ningún periodista se le pasará por la mente sustituirlos por los topónimos árabes de Al Quds y Al-Riha. No hay error posible. Al fin y al cabo es el Ministerio de Turismo israelí quien pretende rehabilitar un lugar de cobijo tan afamado que el paso de los siglos se encargó de equiparar términos como solidario, benefactor o protector con el de samaritano.
El libro sagrado se transforma así en modelador de los paisajes y las percepciones. El relato del evangelista convierte Cisjordania, la Ad-Diffa al-Garbiyya, esa ribera occidental del río Jordán, en un espacio inexistente. Palestina se desvanece mientras el gobierno israelí acondiciona los restos arqueológicos como la próxima atracción turística a promocionar en las agencias de viajes y destino inolvidable de Tierra Santa.
Pero mientras los touroperadores diseñan las próximas promociones para peregrinos y parejas de novios, el 27 de diciembre de 2008, víspera de la bíblica matanza de los Inocentes, la aviación israelí descargaba decenas de misiles sobre las castigadas calles de Gaza. Ahora, tras los estruendos, cientos de cadáveres se amontonan en las morgues y la sangre de los niños empapa el barro de la tierra, con la serena sencillez que Pablo Neruda evocara en el Madrid de otro tiempo, «simplemente, como sangre de niños».
Ante las cámaras, ningún arqueólogo analizará tras la excavación de los restos las características de las vajillas hechas añicos por las explosiones, ni la disposición de los muros mutilados, ni el emplazamiento de los cuerpos despedazados por las deflagraciones. Todo ello sólo será un amasijo de carne y lodo. Sangre reseca condenada al olvido y a la difamación por una versión oficial encargada de transmutar a la víctima en verdugo. Por eso, más que nunca, es urgente apagar los televisores y negarse a leer un solo teletipo más. Por que ahora lo apremiante es recuperar el ronco grito del poeta: «¡Venid a ver la sangre por las calles!».
Texto original en el blog del autor: http://aesteladodelparaiso.