La culpa siempre ha sido de las vacas que enloquecen, de las aves con gripe, de los cerdos con fiebre, de las hormonas de los pollos, de las dioxinas de los huevos… La culpa es del petróleo que ha subido su precio, de la Bolsa que ha vuelto a desplomarse, del ladrillo que ya no […]
La culpa siempre ha sido de las vacas que enloquecen, de las aves con gripe, de los cerdos con fiebre, de las hormonas de los pollos, de las dioxinas de los huevos… La culpa es del petróleo que ha subido su precio, de la Bolsa que ha vuelto a desplomarse, del ladrillo que ya no se levanta; de la balanza que ha perdido su fiel, de la deuda que acumula más ceros… La culpa es de la crisis; la culpa es de los celos y de las carreteras, de la imponderable idiosincrasia, de la incompatibilidad de caracteres; la culpa es del demonio o del destino… la culpa siempre va a ser del enemigo.
Nada de particular tiene por ello que del deterioro del planeta también sea responsable el clima y sus veleidosos cambios, y que si, como algunos proponen, llegara a establecerse una estrecha relación entre tantas culpas y enemigos con nuestro modo de vida haya que absolver a esta porque no sería viable ni sensato reinventarse la vida. Es preferible renunciar a ella.
Entre foros, convenios y cumbres son 21 los encuentros internacionales que se han efectuado en el mundo para enfrentar un cambio climático para el que apenas ahora comienza a haber consenso al respecto de su existencia. Que conste que aplaudo los estudios y cálculos de la clase científica casi tanto como las esperanzas de los dirigentes políticos en reconducir el desastre que se avecina o la confianza de la llamada comunidad internacional en que los mismos que han propiciado el caos sean también los responsables de corregirlo, pero entre las muchas y diversas miradas desde las que puede vislumbrarse el cambio climático no encuentro ninguna más precisa ni oportuna que la que me permite mi confortable hamaca.
Y es que nada mejor que su delicioso vaivén para cerrar los ojos e imaginar ese futuro que se nos viene encima.
Entre los muchos cambios que se avecinan y cuya gravedad no acabamos de entender, hay uno, el más intrascendente de todos, que a mí, sin embargo, me fascina: la relatividad que va a cobrar el tiempo.
No es que las horas vayan a disponer de más o menos minutos, que los días sufran la pérdida de alguna hora o que reduzcamos a la mitad los meses del año… es que, el mentado «futuro» nos va a quedar tan cerca, tan en el medio, tan encima, que invocarlo o suponerlo va a ser un absoluto desperdicio. Hemos vivido siempre en la certeza de que el tiempo era nuestro, otra más de nuestras propiedades, y en él hemos cifrado proyectos, calendarios, festividades, sentencias, historias, hijos… Pronto nada de ello tendrá ya sentido.
Serán los bancos los primeros en saberlo y en quebrar cuando ya a nadie asusten con sus medidas legales y abogados, con sus desahucios, hipotecas y otras represalias. Nadie, aunque lo amenacen con enturbiar aún más su historial financiero, va a privarse de responder a una necesidad inmediata por cumplir con la codicia de una entidad bancaria y no exponerse aún más a sus futuros intereses. Los que tengan sus ahorros en manos de bancos y financieras, a falta de futuro que asegurar, dejarán vacías las cajas fuertes para mejor aprovechar los días que les resten o invertir en una huída imposible.
Si con algún concepto está identificado un banco, además de todos los que subraya el código penal, ese es el «futuro». Ahorramos para el futuro, guardamos nuestro dinero en un banco para preservar y multiplicar el patrimonio en algunos años, y si desaparece el futuro como destino, también desaparecerá el ahorro como medida. A partir de que los bancos no dispongan de depósitos no podrán seguir operando e, inevitablemente, irán todos a la quiebra, porque un mundo sin futuro al que encomendarse no va a necesitar bancos.
Por las mismas razones, y si alguien advierte cierta satisfacción en mi sesuda reflexión sepa que no anda desencaminado, desaparecerán las empresas aseguradoras y todas aquellas que emplacen al futuro como negocio. Y de la mano de la banca cerrará la Bolsa a falta de futuro e inversionistas.
Porque la vida no se percibe de la misma manera desde la confianza en un futuro seguro que desde su desolada ausencia, también se extinguirán todas aquellas empresas cuya razón de ser no sea vital, aquellas que nada aportan al desarrollo humano al margen de los beneficios que dejan a sus dueños. Todas esas empresas también se irán a la mierda, y llegado a este punto, lo reconozco, no es sólo satisfacción lo que siento sino alegría, sano entusiasmo.
La industria de la guerra, sus armas y ejércitos, además de sin sentido también se quedará sin pretextos. Nadie va a librar una batalla, así se le garantice la victoria, la víspera de perder la guerra. A la mierda también se irá la industria militar para que mi alborozo se torne regocijo.
Las instituciones de justicia, sigan o no administrándola, tendrán que esmerarse en sus sentencias e hilar bien fino para no cometer el exabrupto de condenar a nadie a penas que no sean superiores a las que el «cambio climático» disponga para el resto. Cualquier condena, incluso la perpetua, al margen de la longevidad del preso, va a resultar una humorada. Y tampoco es verdad que una sociedad condenada a un cambio climático de funestas consecuencias y sin redención posible vaya a seguir entretenida en la custodia de sus presos. Todos saldrán a la calle y yo ya estoy eufórico, a punto de celebrar el cambio climático que cuando inicié estas líneas tanto me preocupaba.
Los partidos políticos del sistema, que siempre han tenido en el futuro su mejor coartada y negocio, perdida la referencia, se quedarán también sin cargos, sin nombramientos, sin comisiones, sin sobres en blanco y en negro, sin nuevas elecciones y, lo que es peor para ellos, sin clientes, porque ningún partido va a poder ofrecer una respuesta, así sea otro dislate, al naufragio universal. Y con los partidos, de la mano, se irán los medios de comunicación que les sirvieron de crónica y pantalla. Todos a la mierda para que el júbilo se vuelva exultante.
Sólo las iglesias, mira por donde, serán las únicas empresas a las que acudirán en masa las más cándidas almas en busca de consuelo y explicaciones. Se llenarán los templos de beatos, también de descreídos que a última hora decidirán arrepentirse, pero no encontrarán a nadie porque los fariseos que las administran y que nunca han creído en el futuro, huirán a tiempo aunque no sepan a donde. La felicidad en este punto ya es indescriptible.
Dios, harto de que los humanos lo sigan negando y tomando su nombre en vano, encolerizado, dispondrá entonces el fin del mundo y enviará a sus ángeles y arcángeles para que anuncien las trompetas del Apocalipsis el fin del mundo y el juicio final… pero también él llegará tarde. De hecho, solo va a encontrarme a mi, meciéndome en mi hamaca, muerto de la risa, que es el único bien, por cierto, que lego a nadie.
(Euskal presoak-Euskal herrira)
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