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El dilema de las ideologías

¿El cambio como proceso o como fin en sí mismo?

Fuentes: Rebelión

La revolución francesa tiene su lugar en la historia no por haber derrocado a la monarquía, cosa que ya habían hecho los ingleses más de un siglo antes, sino por definir de una vez y para siempre que las sociedades cambian, que lo único que no cambia es precisamente el cambio social. Por siglos se […]

La revolución francesa tiene su lugar en la historia no por haber derrocado a la monarquía, cosa que ya habían hecho los ingleses más de un siglo antes, sino por definir de una vez y para siempre que las sociedades cambian, que lo único que no cambia es precisamente el cambio social. Por siglos se insistió en las verdades eternas como ancla para la vida social pero a finales del siglo dieciocho tanto gobernantes como gobernados aceptaron al cambio como parte consustancial de las sociedades.

Este hecho tuvo consecuencias enormes en todos los campos de la vida humana. Me interesa destacar aquí el surgimiento de las ideologías, las cuales se construyeron a partir de su interpretación del cambio. El conservadurismo, el liberalismo y el socialismo representan sin duda las ideologías principales del siglo XIX y XX. En torno a ellas se dio toda la discusión con respecto a las relaciones sociales, políticas, económicas y culturales y el lugar del estado en este contexto.

El conservadurismo es la más antigua de todas las ideologías y define a la tradición como su valor fundamental. Es la familia, junto con el respeto a la autoridad, los pilares sobre los que descansa toda la construcción ideológica conservadora. Considera al cambio como una amenaza a la existencia misma de la sociedad por lo que se opone regularmente a la discusión sobre la administración de los cambios, a las reformas y las transiciones.

El control del cambio es la base de la ideología liberal, la cual podría sintetizarse en la frase: cambiar para permanecer. El gatopardismo es plenamente liberal pues en lugar de oponerse al cambio procura montarse en él para dirigirlo y ‘administrarlo’. Y es aquí donde radica precisamente la diferencia con el socialismo, pues si bien comparte la idea con el liberalismo de que el cambio es el componente esencial de la dinámica social, considera que los cambios deben darse de manera repentina, brusca, evitándose así el reformismo que siempre coloca el ideal social en el futuro. Sin embargo, y mas allá de las diferencias a partir de la postura que se asuma, las tres ideologías comprendidas en el liberalismo y a pesar de sus diferencias, consideran que la definición de los problemas es trabajo para el estado, es su responsabilidad, y no de la sociedad en su conjunto. La representación es la varita mágica que resuelve el problema del monopolio estatal liberal al incorporar virtualmente a los ciudadanos y contar así con la aparente participación de las mayorías en la definición de problemas y la forma de atacarlos.

El estar viviendo una época de crisis coyuntural y estructural obliga a dejar de pensar que con algunas reformas al estado liberal contemporáneo se resuelve el problema. La decadencia de la hegemonía estadounidense es al mismo tiempo el fin de una época -que arrancó después de la segunda guerra mundial- y el agotamiento de un sistema económico que surgió en el siglo XVI ha impactado notablemente en la capacidad de los estados nacionales para cumplir con sus obligaciones.

Para Tomás Hobbes, el estado se justifica y se legitima por su eficacia para evitar la guerra de todos contra todos -que es la constante en el estado de naturaleza- lo que impide el disfrute de la propiedad. En cambio para John Locke, el estado está para garantizar el disfrute de los derechos naturales, a los cuales el ciudadano no puede renunciar, garantizando la tolerancia religiosa y la libertad para poseer propiedades sin la intervención estatal. Ambos coinciden en reconocer que el estado está obligado a mantener condiciones mínimas para el libre desarrollo de la sociedad.

Posteriormente, el pensador utilitarista Jeremías Bentham iría más allá, afirmando que la misión del estado es realizar acciones útiles para la sociedad, abriendo el camino para la intervención del estado en la economía, sin reñir con el credo liberal clásico enarbolado por Hobbes y Locke -que limitaba al estado a ser un simple guardián del orden. Las ideas de éstos son hasta hoy el sustento del estado liberal clásico -hoy llamado neoliberal- mientras que las del utilitarismo de Bentahm representan sin duda un antecedente central en la conformación del estado de bienestar. Tanto los primeros como el segundo coinciden en destacar el liderazgo del estado para definir los problemas y sus posibles soluciones. En ningún momento pensaron detenidamente en la posibilidad de que fuera la población la que interviniera directamente en el establecimiento de los problemas sociales.

El asunto es que en nuestros días, la decadencia del estado liberal y del liberalismo como ideología puede verse en México y en buena parte del mundo, sin necesidad de realizar sesudos estudios. Por un lado no consigue contener el aumento de la violencia social -lo que afecta sin duda la confianza en invertir y abrir un negocio en buena parte del territorio nacional. Pero además, de cara al enorme crecimiento de las demandas de la sociedad, el estado mexicano se muestra incapaz de atenderlas. A lo más que aspira es a quedar bien con determinados aliados temporales, internos y externos, procurando ocultar su impotencia para incidir positivamente en la realidad social.

Hay que empezar a pensar en otras formas de organización para evitar que la muerte del estado liberal nos arrastre al fondo del pozo. La libertad, proclamada como el principio superior de la humanidad y sostén ideológico del estado liberal está cada vez más debilitado precisamente por la pérdida de la libertad del ciudadano -pérdida alentada por el estado que nació, siglos atrás, con la misión de defenderla. Vivir hoy en un estado liberal es vivir la tragedia de la criminalización de la sociedad, de la pérdida sistemática de las libertades básicas, de la sistemática negociación política entre los menos, del empobrecimiento generalizado. Al final de sus días el estado liberal se repliega sobre sí mismo, se refugia en la razón de estado y en las ventajas de la libertad abstracta, concentrada en la ganancia y la explotación de la población.

El temor a los cambios repentinos por parte de las instituciones, el estado y la clase dominante es comprensible pues es ése momento, en el que pierden el control absoluto para definir y controlar el cambio, se exponen a perder su privilegiado lugar en la sociedad. Las ideologías están hoy más vivas que nunca por el simple hecho de que vivimos una coyuntura que nos obliga a elegir en un mundo en constante transformación. Sin ellas sería difícil abordar los problemas que nos ahogan. Habrá que ponerse a pensar en el camino que queremos como sociedades, sobre todo buscando la manera de definir los cambios necesarios lejos de la política institucional. Arrebatarle al estado la posibilidad de controlar la definición de los cambios a partir de su monopolio para la definición de los problemas exige nuevas formas de organización de la sociedad que asuma su compromiso con la construcción de problemas desde abajo. Por ello es indispensable empezar a pensar cómo surgirán los cambios, quienes los definirán e impulsarán, en virtud de qué proceso se llegará al consenso, en lugar de estar pensando exclusivamente en cuáles son, como un fin en sí mismo, para simular desde el poder que se está haciendo algo al respecto.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.