Esta realidad, que infravalora “las antiguas relaciones humanas” y al acercamiento físico entre individuos, es un campo de cultivo ideal para sembrar todo tipo de miedos. Este temor generalizado da un enorme poder “a las mafias” que mueven los hilos de la economía mundial y que ya nos han inoculado la droga (o el veneno) para que sigamos con el adagio de la noria, el burro, el palo y la zanahoria.
Los países que se han convertido en los motores del capitalismo del siglo XXI, fenómeno que se ha acelerado con el Coronavirus, saben que para seguir a la cabeza hay que enterrar todo romanticismo y los “ideales que debilitan al ser humano”. Para eso es necesario olvidarse de “la educación de los pueblos” y concentrarse en “la formación de profesionales” que peleen hasta morir por “el éxito personal” y “el desarrollo de la patria”. El eslogan “America First” es perfectamente trasferible a otras regiones de la Era del Coronavirus. Solo hay que cambiar la bandera del territorio.
“El viejo mundo” y sus valores, a los que nos agarrábamos hasta hace cuatro días, se ha desvanecido ante la irrupción de una nueva realidad que nos exige adaptarnos a los bruscos cambios que podrían dejar al margen a una parte de la especie.
La educación y la formación
La educación está destinada a elevar la condición humana con valores que nos acercan, con curiosidad y respeto, a los sabios de todas las épocas; desarrolla nuestro espíritu crítico y nos permite imaginar otros mundos donde sea posible un salto ético cualitativo, empatizar con el otro e interaccionar con el vecino, para terminar con las diferencias cainistas que separan el Norte del Sur, al negro del blanco, y con las tremendas desigualdades económicas que matan más que las guerras.
La formación, por el contrario, está dirigida “a la construcción de la industria” bajo la premisa de un crecimiento sin límites. Aquí el capitalismo del siglo XXI juega un papel esencial en “la destrucción de un viejo mundo preñado de ideales” que no encajan con las demandas y exigencias de la Era del Coronavirus, la nanotecnología, la robotización, la Inteligencia Artificial (IA), el Big Data y la Realidad Virtual.
En países como China, Corea del Sur, Japón… y, “en menor grado”, EEUU y su aliada Europa, en las escuelas y universidades se fabrica “al nuevo hombre y a la nueva mujer” siguiendo (de forma estricta y a rajatabla) la ruta que marca la bestia que diseña las demandas laborales de la economía del “agujero negro” inspirada en el mito de Sisifo. Sus gobernantes consideran un sacrilegio, un gasto inútil para el Estado y las familias, gastar dinero en profesionales que nunca encontrarán un puesto de trabajo. Eso es un lujo de “la antigüedad” cuando el mundo estaba dividido entre seres libres y esclavos. El romanticismo de una enseñanza culta, motivada por ideales nobles, queda relegada “a las naciones en vías de desarrollo”.
Tener fomo
El aislamiento provocado por la pandemia nos ha estampado en la realidad virtual, cual moscas contra el cristal y, gracias al poder de las redes sociales, nos dejamos seducir por un mundo de ciencia ficción que poco a poco absorbe nuestras conciencias. Hay tanto ruido, empezando por los políticos y las tertulias de los papagayos, que nos cuesta pensar y aclarar nuestros pensamientos. Deberíamos hacer un largo ayuno de silencio para escuchar nuestro corazón y dar un giro en la dirección correcta: la humanización.
A falta del contacto humano real, carnal, espiritual, es creciente el número de personas que padecen, consciente e inconscientemente, el síndrome de FOMO, acrónimo del inglés “Fear of missing out” (miedo a perderse algo). Es decir, una “sensación de que no estás viviendo la vida”, de que no “la estás disfrutando en plenitud”, de que otros sí gozan de ese privilegio y tú estás al margen, drogado en “tu realidad virtual”.
Si el encierro se prolonga quizás toquemos fondo y nos volveremos a hacer las preguntas esenciales. Un día celebramos la muerte de Dios, ahora comenzamos a lamentar la muerte del hombre.
La trasición: de ciudadano a consumidor
Los fabricantes del nuevo mundo nos están despojando de nuestra condición humana y reducido a la categoría de consumidores. “Consumo luego existo” diría el filósofo del siglo XXI. El viejo adagio de “tanto tienes, tanto vales” se impone como el primer mandamiento de la sociedad del Big Data, donde solo interesa “la masa influenciable” que pica en todos los anzuelos del mercado.
En este sentido el filósofo surcoreano de formación germana Byung Chul Han, señala en su obra Psicopolítica:
«Ya no trabajamos para satisfacer nuestras necesidades, sino para el capital. El capital genera sus propias necesidades, que nosotros, de forma errónea, percibimos como propias (…) La política acaba convirtiéndose de nuevo en esclavitud. Se convierte en un esbirro del capital».
Byung, que concede “al dataísmo” la categoría de una religión, nos pone un ejemplo incontestable (tras reconocer que somos mercancía) y que es aplicable a muchas expresas de la aldea global.
Al hablar de la firma norteamericana Acxiom, Byung Chul Han señala que esa compañía comercia con información personal de unos 300 millones de ciudadanos estadounidenses, eso es, prácticamente, todos. Asegura que esa empresa sabe más de los individuos que el FBI.
«Acxiom agrupa a las personas en 70 categorías. Aquellos con valor económico escaso son denominados “waste” (basura). Los consumidores con un alto valor de mercado superior se encuentran en el grupo de Schooting Star (…) El Big Data da lugar a una sociedad de clases digital», subraya Byung.
Asimismo, enfatiza que «el panóptico digital» está especializado en «identificar a las personas alejadas u hostiles al sistema, a quienes se etiqueta de no deseadas y se las excluye».
Blog del autor Nilo Homérico