Releer el cardenismo, a la luz de los populismos contemporáneos, nos permite rescatar un ideal olvidado: la capacidad de la política para fijar objetivos ambiciosos de transformación social. Qué pueden tener en común Pablo Iglesias (secretario general de Podemos en España) y Nigel Farage (líder del Partido de la Independencia del Reino Unido)? Programáticamente, entre […]
Releer el cardenismo, a la luz de los populismos contemporáneos, nos permite rescatar un ideal olvidado: la capacidad de la política para fijar objetivos ambiciosos de transformación social.
Qué pueden tener en común Pablo Iglesias (secretario general de Podemos en España) y Nigel Farage (líder del Partido de la Independencia del Reino Unido)? Programáticamente, entre poco y nada. Farage defiende la idea de restringir la inmigración en Gran Bretaña, mientras que el eurodiputado español propone tratar la cuestión migratoria sobre la base del respeto al artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos [1]. Tampoco se puede decir que coincidan en sus propuestas sobre la crisis institucional europea. El líder británico quiere que el Reino Unido abandone la UE. En cambio, Iglesias, en su valoración del tercer rescate griego, ha dado a entender que acataría cualquier imposición de mayor austeridad o nuevas privatizaciones con tal de que España no fuera expulsada del euro. A pesar de discrepancias tan notables, para los grandes medios de comunicación Farage e Iglesias forman supuestamente parte de una misma ola de partidos populistas que amenaza con romper el consenso europeísta neoliberal que ha dominado al continente durante las últimas décadas.
Con usos tan indisimuladamente partidistas del término, es comprensible que muchos vean al populismo como un concepto confuso y problemático. Las semejanzas que justificarían esta etiqueta tienen que ver más con la forma que con el fondo. Más allá de su inclinación por defender los intereses de determinados grupos sociales, a los llamados populistas se les agrupa por su habilidad para canalizar el descontento popular y aprovecharse electoralmente del profundo desgaste de legitimidad de los partidos tradicionales. El secreto de su éxito en las urnas se explicaría por el uso de un lenguaje claro y contundente, ajeno a los consensos elitistas que definen los límites de la corrección política, y por una ingeniosa retórica antagonista que sustituye la clásica división entre izquierdas y derechas por la de un nuevo conflicto post-ideológico entre ciudadanos defraudados y políticos fraudulentos.
Ante un concepto que pretende encasillar movimientos tan distantes entre sí, resulta difícil aceptar la existencia de una tradición política populista común. Y, sin embargo, aunque solo sea por la percepción creada a través de una asociación negativa, algunos de estos movimientos presentan varios rasgos compartidos que podrían justificar, al menos, un breve repaso comparativo. Este sería el caso de ciertas experiencias políticas contemporáneas en América Latina, donde, por razones políticas e históricas particulares, el populismo se identifica con los grandes movimientos de izquierda que han alcanzado el poder en los últimos tiempos y que, en muchos casos, enlazan con tradiciones políticas nacionales que históricamente también han sido calificadas de populistas. La comparación entre los llamados populismos de hoy en día y sus precedentes en el siglo XX puede resultar útil para identificar corrientes de fondo en la cultura política de las izquierdas hegemónicas en el continente americano.
Tomemos, por ejemplo, el caso del cardenismo en México. A ojos de muchos historiadores, la figura política del presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940) encarna como ninguna la versión mexicana del populismo de su época. La primera analogía que llama la atención entre el cardenismo y la nueva izquierda latinoamericana tiene que ver con los respectivos contextos económicos. Tanto la Gran Depresión de los años treinta como las sucesivas crisis del neoliberalismo a finales del siglo XX y principios del XXI provocaron graves crisis políticas nacionales, que no solo afectaron la estabilidad de numerosos gobiernos nacionales, sino que amenazaron la misma permanencia de sus sistemas políticos. Como consecuencia de estas crisis políticas, la democracia se convirtió en un objeto central de debate. Durante el cardenismo, el gobierno se propuso cumplir con las avanzadas promesas sociales presentes en la Constitución de 1917. Recientemente, varios gobiernos latinoamericanos han impulsado procesos constituyentes que han culminado en nuevos regímenes políticos. En todos los casos, estos debates constitucionales estuvieron fuertemente influidos por programas políticos que se proponían fortalecer las bases materiales de la democracia.
Para el cardenismo, la revitalización del ideal democrático pasaba por dotar a los gobiernos de instrumentos de intervención política que le permitieran lidiar con los altibajos inherentes a los ciclos económicos del capitalismo e impulsar un proceso de industrialización nacional. Con la nacionalización petrolera de 1938, Cárdenas se aventuró a cruzar los límites de lo políticamente prudente al expropiar un sector productivo que centraba sus beneficios en la actividad exportadora y que estaba en manos de empresas extranjeras. La decisión del gobierno cardenista sentó, además, un trascendental precedente en las relaciones económicas internacionales. Tal y como señaló el historiador Clayton R. Koppes, la nacionalización se convirtió «en un modelo económico de autodeterminación para otros países en desarrollo, independientemente de sus sistemas políticos».
De una manera similar, en los últimos años los gobiernos de la nueva izquierda latinoamericana han protagonizado procesos de renacionalización de los recursos energéticos, que no solo han permitido una ampliación de su margen de maniobra para impulsar políticas sociales, sino que, además, han sido aprovechados para impulsar una política exterior más autónoma. También el gobierno cardenista tuvo siempre presente la importancia del control del petróleo nacional en la política exterior. Cuando el general Cárdenas anunció la expropiación el 18 de marzo de 1938, prometió que, a partir de entonces, el petróleo mexicano no se apartaría «un solo ápice de la solidaridad moral -tan distinta de la solidaridad diplomática- que nuestro país mantiene con las naciones de tendencia democrática». A efectos prácticos, esto significaba que, desde la nacionalización, el gobierno podría decidir si el petróleo mexicano debía seguir alimentando la maquinaria bélica de la Alemania nazi y la Italia fascista.
Las similitudes en política económica y política exterior entre el cardenismo y las nuevas izquierdas latinoamericanas no acaban ahí. Como es sabido, el gobierno de Cárdenas también se mostró desafiante con los poderes financieros internacionales, al mantener la moratoria en el pago de la deuda externa de 1930, lo cual permitió destinar cuantiosos recursos fiscales al proceso de industrialización. La diplomacia cardenista incluso lideró una iniciativa para implementar una moratoria continental al pago de intereses de la deuda contraída por los países latinoamericanos. Finalmente, México logró en 1942 un acuerdo por el que se cancelaba un 90% de la deuda exterior mexicana. La política monetaria también fue otro ámbito en el que la gestión cardenista se destacó por la construcción de nuevos instrumentos de soberanía económica. Gracias, entre otros factores, al previo abandono del patrón oro en 1931 y a la política de compra de plata de la administración de Roosevelt en Estados Unidos, el gobierno de Cárdenas pudo reformar el funcionamiento del Banco de México para que este funcionara como un auténtico banco central moderno, ayudando a financiar los moderados déficits presupuestarios nacionales de la época a través del crecimiento controlado de la masa monetaria.
La política salarial de la época también merece especial atención. El gobierno cardenista se comprometió abiertamente a impulsar el aumento generalizado de los salarios reales. Para alcanzar este objetivo, apoyó las movilizaciones del movimiento obrero, favoreció el cumplimiento de la Ley Federal del Trabajo de 1931 (jornada máxima, pago de horas extraordinarias, vacaciones, derecho a la jubilación, etc.) y, en 1934, implementó un salario mínimo obligatorio a nivel nacional. Esta política se basaba tanto en la satisfacción de unos principios políticos progresistas -la voluntad de reducir la brecha de las desigualdades sociales en México y de proporcionar una vida digna a las clases populares- como en una estrategia consciente de crecimiento económico. Según el economista Marcos T. Águila, la herencia perdurable del cardenismo en la política salarial fue «la convicción de que el modelo de crecimiento económico de México no tenía por qué recurrir a la reducción salarial como instrumento de fomento a la inversión». De forma similar, en la actualidad buena parte de la nueva izquierda latinoamericana rechaza la idea de aumentar la competitividad económica nacional a partir de una depresión deliberada de los costos laborales.
La política económica de Cárdenas -incluida su ambiciosa política agraria de reparto de tierras entre los campesinos pobres- no se entiende fuera del debate democrático de su tiempo, cuando ganó fuerza la defensa de la democratización de la economía como condición previa y necesaria para el ejercicio de una auténtica democracia política. Esto no quiere decir que el gobierno mexicano se mostrara completamente indiferente a los aspectos formales del proceso democrático.En este sentido, a diferencia de varios gobiernos de la nueva izquierda latinoamericana, el cardenismo garantizó de forma efectiva el principio anti-reeleccionista. A pesar de la duradera influencia de las reformas cardenistas, no hubo un nuevo «Maximato» tutelado por la figura del general Cárdenas. Sin embargo, el fortalecimiento del presidencialismo y la ausencia de un sistema pluralista que permitiera la alternancia en el poder también implicaron que, a la larga, las conquistas legislativas del cardenismo quedaran a merced de una élite política bastante desconectada de la mayoría popular que aseguraba representar.
El aspecto más conocido de los populismos es la importancia de los liderazgos carismáticos como palancas de movilización popular y la apelación al pueblo -en vez de a una clase social determinada o a los adherentes de una ideología concreta- como sujeto de transformación política. Sin embargo, quizás la lección democrática más interesante de un movimiento como el cardenismo no vaya por ahí. Más bien, en contraste con las respuestas políticas más comunes a la actual Gran Recesión, lo que llama la atención en el presente del movimiento liderado por Lázaro Cárdenas en los años treinta es la creencia en la capacidad de la política para fijar objetivos ambiciosos de transformación social. En el proceso para construir un Estado capaz de orientar el desarrollo económico nacional, el gobierno de Cárdenas llegó a la conclusión de que, sin soberanía económica, la soberanía política quedaba penosamente relegada a lo simbólico. El cardenismo representa, pues, una experiencia histórica que debería ayudar a reflexionar a los que, tanto desde la derecha como desde la izquierda, ya sea como fruto de un convencimiento sincero o por mera resignación derrotista, han acabado abrazando el principio de TINA (There Is No Alternative), la machacona consigna con la que Margaret Thatcher pretendió acallar a los críticos de la globalización neoliberal.
Nota:
[1] «Artículo 13. 1) Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de cada Estado. 2) Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país».
Fuente: http://horizontal.mx/el-cardenismo-y-la-nueva-izquierda-latinoamericana/