El Che tenía treinta años cuando a comienzos de 1959 lo encontré por primera vez, en la Cabaña, donde fui a visitar a mi amigo Antonio Núñez Jiménez, quien trabajaba allí con él. Y treinta y seis la última oportunidad en que lo vi, en marzo de 1965, en el Ministerio de Industrias. Como he […]
El Che tenía treinta años cuando a comienzos de 1959 lo encontré por primera vez, en la Cabaña, donde fui a visitar a mi amigo Antonio Núñez Jiménez, quien trabajaba allí con él. Y treinta y seis la última oportunidad en que lo vi, en marzo de 1965, en el Ministerio de Industrias. Como he contado ya, fui entonces a buscar un libro que le había prestado y a hablarle con la esperanza de trabajar con él. Por supuesto, yo ignoraba que el Che tenía decidida su inminente salida de Cuba, a pelear en «otras tierras del mundo». Tres años después era asesinado en Bolivia, donde, en acuerdo absoluto con su entrañable Fidel, gestaba un nuevo ejército bolivariano, de amplio sesgo socialista.
A punto de cumplir yo setenta y cuatro años, cuando miro hacia atrás y lo recuerdo, evoco a un muchacho con menos edad que la que ahora tienen mis hijas. Evoco nuestra juventud. Tanto se ha escrito y dicho sobre él, que no pretendo ser original y descubrir el Mediterráneo. Lo veo ante mí como un joven al mismo tiempo grave y sonriente, austero e irónico, desenfadado y sabio, requerido de acción pero lector voraz, riguroso y amante de la discusión en busca de la verdad. Polemizaba, creo, con cualquiera, como lo revelaban no sólo sus conversaciones, sino sus textos, y entre ellos su correspondencia. A quien no daba alternativa era a un obsecuente. El choque de criterios le apasionaba. Lo tuve muy presente cuando leí estas líneas en «Respuesta a «¿Dónde está el Che Guevara?»», que escribió conjuntamente con Orlando Borrego y éste recogió hace poco en un intenso libro: «si se negara el derecho a disentir en los métodos de construcción (lucha ideológica) a los propios revolucionarios, se crearían las condiciones para el dogmatismo más cerril». Pude experimentar en carne propia hasta qué punto fue fiel a esta creencia, porque cuando me dio a leer el manuscrito de la carta a Carlos Quijano que sería conocida como «El socialismo y el hombre en Cuba» y le expresé mi acuerdo esencial, pero le hice algunos reparos, me instó a que los pusiera por escrito y se los enviara en forma de carta, para publicarla y replicarme luego. La hice y se la mandé, pero ya él se había ido de Cuba. A tantos años de distancia, e instado por la compañera Aleida March, la di a conocer en acto sobre el Che y la cultura en la Biblioteca Nacional, y la incluiré en próximo libro. Se trata de un detalle menor, pero que, para mí, contribuye también a mostrar al Che en su grandeza.
Grandeza: esa palabra lo define. Se sabía imbuido de una misión, y estaba dispuesto a cumplirla a cualquier precio. Sus incesantes lecturas, que abarcaban entre tantas áreas (en primer lugar, la política), la filosofía, la economía, la táctica militar, la historia, la medicina, la contabilidad, las matemáticas, la literatura en general y la poesía en particular, eran como alimentos para el mejor desempeño de tal misión. Haydee Santamaría, quien tanto lo quiso, admiró y comprendió, dijo que el hombre nuevo que él había querido que se construyera era ya él mismo. Fue un anticipo del futuro, al que iba, pero del que también parecía venir.
El más valioso elogio suyo lo hizo, la inolvidable velada en que se le rindió homenaje en la Plaza de la Revolución a raíz de su muerte, quien como nadie podía hacerlo: el compañero Fidel. Y una de las grandes felicidades de estos recientes tiempos arduos que nos ha tocado vivir ha sido ver regresar al Che, su pensamiento, su ejemplo, incluso entre quienes nacieron después de la fecha de su asesinato. Cuando estos muchachos y muchachas lo acogen, esgrimen su nombre, su rostro, sus lecciones buscadoras, audaces, permanentemente frescas, sentimos que con él vuelve lo mejor de nuestra vida, lo mejor de nuestra juventud, que el Che encarnó de manera prodigiosa.