A nuestra generación Ernesto Guevara nos ha acompañado todo lo que tenemos de vida. Aún niños-jóvenes lo conocimos en malas copias en blanco y negro, plagadas de cortes e imperfecciones. Se nos presento como gigante en una sala estrecha atestada de material propagandístico que oliendo a tinta fresca llegaba a raudales desde la naciente revolución. […]
A nuestra generación Ernesto Guevara nos ha acompañado todo lo que tenemos de vida.
Aún niños-jóvenes lo conocimos en malas copias en blanco y negro, plagadas de cortes e imperfecciones. Se nos presento como gigante en una sala estrecha atestada de material propagandístico que oliendo a tinta fresca llegaba a raudales desde la naciente revolución. Iba arriba de camiones o cargaba sacos a pecho descubierto, estaba en la zafra con un machete en la mano o fustigaba a los yanquis en Naciones Unidas, tratándolos de bestias por sus intervenciones en Argelia y Vietnam. Él, fue para nosotros más que el Zorro y muchísimo más que el Llanero Solitario.
Esos eran tiempos en que la práctica era el motor más esencial de los aprendizajes y en medio de esos trabajos voluntarios al borde del Río Itata cuando bajo la entonces Federación de Estudiantes de Santiago nos movíamos a trabajar con esos campesinos pobres calzados con hojotas, nuestra boina representaba al Che que ya no estaba en alguna tarea urgente en cualquier lugar del mundo. Hay que volver a escribirlo: tuvimos poco tiempo al Che vivo. Por eso, con el transcurso de los años tendríamos que descubrirlo, él siempre gallardo y hermoso, mientras a nosotros se nos caía el pelo o ya comenzábamos a encanecer.
El Che de brazo en cabestrillo y un imprescindible librillo titulado «El socialismo y el hombre», inspirando incentivos éticos e inmateriales, barbaridad para estos tiempos de endeudamiento y tarjeta plástica.
El Che de la comuna de San Miguel y su estatua descabezada. El mismo de la película de los rangers que salimos a boicotear de múltiples formas cuando un libretista gringo creyó posible caricaturizarlo en el origen de su leyenda. El Che, transformado en icono popular y luego en mercancía adaptable a cuanto objeto existiese. Sin embargo, la publicidad y el consumo fue quedando tensionado con el otro Che, el que dondequiera estuviese estaría significando rebeldía, opción por los desposeídos, y lucha radical contra los amos del mundo. Así, el Che comenzó una larga marcha por las calles y campos del mundo, significando la capacidad de sorprenderse, de sentir en carne propia cualquier indignidad. El Che fue Mandela, luego se hizo tupamaro y acompaño a Roberto Santucho y Miguel Enríquez. Fue Allende ese día. Hoy, posiblemente sería inmigrante y escucharía a Manu Chao, apoyaría a los okupas y estaría en la Intifada palestina reiterando quizás esa frase que torea a la muerte, dándole con desparpajo una sobria bienvenida.
Más adelante, vendría Bolivia con todos sus detalles narrados por sus compañeros sobrevivientes. Los rescatados por Allende y los otros. Todo cruzado por sospechas y sinuosas dudas sobre su relación con Fidel y la calidad de la retaguardia desde la Cuba revolucionaria. Recordar al Che desde su carta de despedida, aquella que aprendimos a recitar de memoria al calor de nuestras fogatas de jóvenes estudiantes en medio de la reproducción incesante de la organización campesina de esos años. Ese texto último que recuerda la casa de María Antonia y toda la tensión de los preparativos. Esa despedida serena y dramática. Ese adiós a la familia inmediata y también a la grande. Esa confianza absoluta en no requerir heredar sino ejemplos y obras colectivas a sus hijos. Sus palabras todavía resuenan como eco infinito desde la excepcionalidad de la situación. Además, desde la vivencia de los rigores que luego plantearía la clandestinidad y la separación de los más nuestros.
El Che despedazado desde sus viajeras manos y su bitácora de guerrillero. El Che y la foto de Korda. También desde ese gigantesco Che colgado en la Plaza de la Revolución como tótem vigilando consecuencias. Y más que eso, verlo desde los testimonios directos de sus compañeros de guerra en África. Recordando que la anécdota del ministro cubano con los calcetines rotos previo a descender de un avión en Moscú era absolutamente real. Que este personaje de campamento permanente, que llevaba su casa como caracol en cada nueva misión era más que un retrato o una imagen de bandera, que había existido y que ellos daban fehaciente testimonio de ello. Que es mito entre otras cosas porque escapo a las conductas comunes y habituales respecto al poder y sus comodidades, a la acomodaticia lejanía entre lo que se dice y lo que se hace. Y por ello, esos ojos de cubanos combatientes de Angola hablando del Che ayudaban a fortalecer las particularidades de este asmático crónico, voluntarista y voluntarioso. De este hombre fraterno y duro. Asceta e invencible. Débil de salud y crítico de pluma.
Cuba lo venera en museos como el comandante de la Columna número cinco, el jefe del Vaquerito, el creador de esos toscos vehículos blindados con planchas metálicas. Pero, también lo guardan los cubanos y cubanas en estampitas puestas detrás de las puertas, confundiendo su rostro entre sus fotos caseras y familiares. Es San Ernesto, es el Comandante, es el guerrillero heroico, es simplemente el Che el de ayer y el de Jael García. El rostro en el brazo del dios-Maradona y la ruta turística en Bolivia.
El Che reproducido y portado en la pechera de miles de personas. El lector inagotable que Piglia reconoce. El poeta o el tímido enamorado, como muy recientemente revelara la mujer que amo y que lo hizo padre, por más ausente fuera.
El de tú querida presencia y tantas expresiones. Porque en tiempos planos y grises parecen ser más urgentes las vidas trascendentes. Porque antes de la globalización de los mercados, el Che ya unía continentes, transgrediendo fronteras y chovinismos primarios. Fue argentino y cubano, con la misma propiedad que africano y boliviano.
Luego, vendrían las múltiples biografías. Kilos de papeles y películas. Los textos de Anderson y Pacho O’ Donell, pero muy particularmente la hermosa obra de Paco Ignacio Taibo II (que alguien aún no me ha devuelto luego de un ya muy generoso y extendido préstamo, que insisto debe finalizar).
Los cuadernos de Praga y todo lo que de año en año se suma en torno a la vida del Che. El Che rescatado en sus aciertos y atenuado en sus errores y voluntarismos. El Che sin conocer el destino transitorio de los socialismos de Europa del este. El Che que no podía adivinar las mariposas de La Habana que canta Silvio Rodríguez, ni al turismo como salvavidas, mientras simultáneamente estaría orgulloso de los médicos del mundo formados en Cuba y de esos índices de educación y salud que silenciosos se imponen en tanta cita de expertos y tecnócratas.
Y Bolivia fue su último cielo.
Y tras todo ello y lo biográfico de este Che que tenemos repetido en postales y textos y que nos acompaña cotidianamente en nuestra mesa de trabajo recordándonos que esos niños pobres aún existen. Y que la hora de los hornos no ha pasado. Porque esos niños consumidos por hambre o droga aún pueblan América Latina y el mundo. Y urgente se requieren voluntades firmes y sabias, desprovistas del mareo y la comodidad del poder y que más allá del M1 o el Garand como instrumentos, este mundo no es más justo para este abuelo de mas de 70 años que posiblemente seguiría voluntariosamente activo.
Como invitado imperdible el Che-bandera también nos acompaño en el adiós de nuestra hija. Porque esencialmente es parte de esos pasos redentorios y progresivos de la Humanidad toda, más allá de todos sus errores y de las desafecciones y dudas acumuladas en la historia larga. Porque el Che es Serrat, la Violeta y Mafalda. Ese torrente de significados que se colaron en nuestras vidas, caminan con nosotros, los conocen nuestros hijos resignificándolos en un espiral de aliento y brisa fresca en el tiempo del capitalismo exitoso. Recordando a trocha y mocha que nunca el hombre (y la mujer) están vencidos y que la derrota es siempre breve, aunque les toque a otros ya no como hijos, sino como sus legítimos e inquietos nietos.
40 años después, otros jóvenes adolescentes vuelven a descubrir esas malas copias en blanco y negro. No nos sorprenda que mañana llegue a nuestra mesa un abuelo de barba blanca y rala, estacione su mula e ingrese a buscar abrigo con sus bototos embarrados. Luego con voz ronca nos recuerde la dignidad de la especie acicateando esa capacidad de ponerse en el lugar de los otros, de mirar para el lado, de salir del ensimismamiento de moda sobre lo bello, privado y joven. Porque al final y más allá de espejuelos, la marcha camino al futuro continua y este amigo reconocible ronda con ternura de hombre justo y pretensión de hombre nuevo.