Es urgente «el trasiego de la mismidad a la otredad», es decir, meternos en la piel del otro, porque, si no lo hacemos, seguiremos anclados en nuestros egos fermentados, seguiremos siendo los borregos que devora el monstruo del total capitalismo, ese octavo pasajero que sólo retrocede cuando los pueblos se rebelan con fundamento, no como […]
Es urgente «el trasiego de la mismidad a la otredad», es decir, meternos en la piel del otro, porque, si no lo hacemos, seguiremos anclados en nuestros egos fermentados, seguiremos siendo los borregos que devora el monstruo del total capitalismo, ese octavo pasajero que sólo retrocede cuando los pueblos se rebelan con fundamento, no como pollos sin cabeza, no como hordas sin metas, sin mapas de futuro.
(Este relato está basado en una historia real y reciente)
El otro día un viejo amigo fue a visitar a una amante de su juventud -a la que nunca ha querido y/o podido olvidar- y ésta le recibió en su casa de Madrid con un hijo ciego de nacimiento, de 19 años de edad, de gran inteligencia y sensibilidad. Un ser único y excepcional.
Se llama Santi y desde niño aprendió a tocar el piano. Nació en el seno de una familia acomodada y heredó la belleza de su madre, mujer de ojos azules y piel blanquísima (por algo le pondrían el nombre de Blanca). Cuando yo la conocí recién llegado de Egipto, a principios de la década de los ochenta, me pareció un personaje salido de un cuento de hadas.
Blanca adora a su hijo y, conociendo el lenguaje de su alma, intenta darle aquello que necesita antes de que se lo pida.
Mi amigo, Antonio, alias Baco, es como el alter ego del Falstaff de Orson Welles. Aunque habla por los codos a veces siente el peso del ángel caído y cierra la cortina de los ojos para aislarse del mundo. Una vez dijo un tercero que en su interior «habitan al mismo tiempo Don Quijote y Sancho Panza», la bipolaridad de nuestra naturaleza bifronte.
Antonio, químico y enólogo, es dueño de las Bodegas Brujidero, sitas en un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme. Pesa más de ciento veinte kilos, come como cinco leones y bebe como diecisiete ballenas. Nada más ver a Santi «desató al mono de la mente», que no deja de causar caos a su alrededor, y le preguntó:
¿A ti, qué tipo de mujeres te gustan?
Santi, de rasgos nobles y apolíneos, ni se inmutó, pues tenía la respuesta grabada con fuego en todos los bosques y praderas de su espíritu, en todas las células de su piel. Dirigió su rostro hacia aquella voz, que intermitentemente desprende vapores etílicos, y luego habló con su corazón abierto:
Yo no puedo enamorarme lo mismo que tú. Yo no puedo enamorarme de ninguna Afrodita, ni de los ojos de Helena, ni de las guedejas, curvas y atributos femeninos que atraen a los hombres. Yo no puedo ver cómo son las mujeres.
Antonio se quedó estupefacto con aquellas palabras y siguió escuchando, esta vez con orejas de elefante:
Yo me enamoro de las emanaciones de una mujer. Cuando me toca con sus manos siento ternura, cariño, o frialdad e indiferencia, así como lo falso y lo verdadero. Siento si su corazón miente o es sincero. Siento la repulsa y la atracción. La piel y el corazón hablan al unísono. Cuando todo eso alcanza un nivel elevado, se experimenta un amor sublime.
(He narrado la respuesta de un muchacho ciego con recursos económicos, sobre los pobres es mejor no decir nada, pues a nadie le interesan las historias de «los nadies» (expresión acuñada por Eduardo Galeano).
Cuando Antonio me volcó esta historia navegué por internet y me topé con seres maravillosos que ayudan a los ciegos, tanto a personas como a animales, y con casos ejemplares donde la música abre las puertas del cielo.
Leí sobre la vida de un jubilado británico, Paul Barton, que toca el piano en Tailandia para aliviar a elefantes viejos y ciegos que en muchos casos han sido torturados por sus antiguos dueños.
En una entrevista que le hicieron en 2018, Paul dijo: «La primera vez que toqué lo hice frente a un elefante ciego llamado Plara, era muy cariñoso. Cuando escuchó a Beethoven dejó de comer, se detuvo y escuchó la música con la hierba saliendo por su boca. Su dueño le había quitado los colmillos y no logró superar la infección que le provocó la extracción» .
También leí sobre Jacques Lusseyran (1924-1971) escritor y héroe de la resistencia francesa. Se quedó ciego a los siete años. De niño tocaba el violonchelo. Una vez contó así la importancia que tenía para él la música:
«La primera sala de conciertos a la que entré, cuando tenía ocho años, significó para mí, en el espacio de un minuto, más que todos los reinos legendarios (…) Entrar en esa sala fue el primer paso de una historia de amor. Lloraba de agradecimiento cada vez que la orquesta comenzaba a cantar ¡Un mundo de sonidos para un ciego, qué repentina bendición!
Nota: Es urgente «el trasiego de la mismidad a la otredad», es decir, meternos en la piel del otro, porque, si no lo hacemos, seguiremos anclados en nuestros egos fermentados, seguiremos siendo los borregos que devora el monstruo del total capitalismo, ese octavo pasajero que sólo retrocede cuando los pueblos se rebelan con fundamento, no como pollos sin cabeza, no como hordas sin metas, sin mapas de futuro.
Blog del autor: http://www.nilo-homerico.es/
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