La clave para entender este fenómeno es el uso estratégico de la indiferencia a la verdad, a los datos contrastados y a los hechos como instrumento político, económico y social.
JAVIER JAÉN
La elección de Trump, el brexit, las elecciones francesas y la tragicómica experiencia del procès han puesto de moda el término «posverdad» como palabra-icono que define el régimen de circulación de la información y el conocimiento en el siglo XXI. Llevo tiempo trabajando en lo que comienza a llamarse «epistemología política», una parte de la epistemología social, y este tema es absolutamente central. La epistemología social se ocupa de la dimensión social del conocimiento, y trata numerosas cuestiones, entre ellas, la más importante, la de nuestra dependencia absoluta de las palabras de otros para crear nuestro mundo de creencias y conocimientos. La epistemología política, por su parte, se ocupa de cómo las posiciones de poder en una sociedad interaccionan con las posiciones epistémicas.
Disculpas por el uso de jerga filosófica, pero lo que quiero decir se puede entender -espero- aceptablemente bien sin conocer el significado de epistemología y epistémico. Un mecánico, por ejemplo, cuando abre el capó de un automóvil y escucha el ruido del motor, está en mejor posición epistémica que un lego como yo para entender lo que le ocurre al aparato. Un marido machista que en una cena silencia a su pareja diciendo «eso que dices son cosas de mujeres» está en mejor posición de poder para producir una ignorancia sobre la opinión de ella sobre algún asunto. Hay mucha tela que cortar sobre estas cosas, pero volvamos al tema de la posverdad.
Además de numerosos artículos de prensa y otros académicos sobre el tema, he leído últimamente dos libros irregulares pero informativos sobre posverdad. Uno, el más interesante, es el de James Bell Post-Truth. How Bullshit Conquered the World y el otro es el de Mathew D’Ancona, Post-Truth. The New War on Truth and How to Fight Back. Los dos están horrorizados por lo que fue la campaña de Trump y el brexit y los dos diagnostican una suerte de cáncer en la sociedad del conocimiento. El primero, me parece, acierta en dar un diagnóstico más amplio y profundo de lo que ocurre. El segundo es una suerte de crítica ya recocida del posmodernismo, el odio a la verdad, el relativismo, etc., en fin, una campaña que ya llevaron a cabo el papa Ratzinger y su frente en las guerras culturales de fin de siglo. El problema, apoyándome en la tesis de Bell, me parece mucho más grave y mucho más profundo.
La primera constatación es que la posverdad no tiene nada, o al menos mucho, que ver con la mentira. El mentiroso trata de hacer que otros crean lo que el quiere manipulando las apariencias. La mentira, desde la infidelidad sexual a la política, no es sino una manipulación de las apariencias para producir verosimilitud. El mentiroso es el más interesado en que la gente crea en la verdad, los hechos, el conocimiento. Como ocurre con el ladrón, el más interesado en la preservación de la propiedad privada, el mentiroso está del lado de quienes distinguen las apariencias de la verdad, los hechos de las opiniones. El mentiroso no puede permitirse el lujo de ser relativista, como el ladrón tampoco puede ser comunista. Si todo es de todos, si la verdad y la falsedad son equivalentes, si todo es agua, no necesitamos la toalla. La toalla también es agua.
La posverdad no es el uso abusivo de la mentira, ¡ojalá! Es mucho más grave y de pronóstico mortal. Es la indiferencia generalizada hacia las propiedades epistémicas. Es la indiferencia hacia la constatación de lo hechos. Es una actitud que vuelve irrelevante la información justificada, que solamente es sensible a los efectos emocionales y prácticos del mensaje, y le importa un pimiento su relación con los hechos, o, dicho sea en el newspeak de Trump, solo es sensible a los hechos alternativos.
El filósofo norteamericano Harry Frankfurt, una iluminadora inteligencia que solo disfrutamos una minoría de aficionados a la filosofía analítica de la acción, publicó en 2005 un panfletillo que, sorprendentemente, se convirtió en un bestseller: On Bullshit (sobre la charlatanería). «Bullshit» es una expresión coloquial del inglés americano bastante intraducible, pues incluso charlatanería no capta todos los matices, pero aún así entendemos bien lo que significa en su núcleo central (y, claro, su traducción literal, «caca de vaca» tampoco). Charlatán es el que suelta la lengua sin importarle demasiado la corrección o la verdad de lo que dice. Charlatán es el que saca beneficio del tiempo de la brasa que da, de la atracción de la atención que suscita, de la ocupación del tiempo de la vida de los otros.
Y aquí encontramos la clave para entender el funcionamiento de la posverdad en la sociedad contemporánea. Es, sin más, el uso estratégico de la indiferencia a la verdad, a los datos contrastados y a los hechos como instrumento político, económico y social. La posverdad es la industria y manufactura de los mensajes que producen reacciones emocionales que son independientes de su relación con la realidad. Todo entra en la olla: teorías de la conspiración, cotilleos, susurros, maledicencias, calentones… cualquier pronunciamiento que genere atención colectiva al mensaje y pereza por la comprobación de su verdad o verosimilitud.
Uno puede hacer una crítica moralista, e incluso política, de la posverdad, pero me parece mucho más interesante realizar una crítica materialista. Lo cierto es que todo comenzó con las dinámicas económicas del nuevo capitalismo del «deprisa, deprisa», «corre», «emprende», «tú puedes», etc., Es decir, del capitalismo de los recortes que primero fueron económicos y luego mentales. Así, los grandes medios de comunicación, aspirantes a ser los educadores hegemónicos del mundo contemporáneo, por razones de las derivas del capitalismo financiero y, sobre todo, por las transformaciones tecnológicas y la importancia de las redes sociales, comenzaron a ser poco rentables. ¿Dónde recortar? La primera víctima de la guerra es la verdad.
En múltiples encontronazos en lo que se llama las «Guerras de la Cultura» (la defensa del canon frente a los nuevas perspectivas de los estudios culturales) se suele acusar al posmodernismo de relativismo barato y de desprecio a la verdad. El papado de Benedicto XVI, Joseph Aloisius Ratzinger, estuvo dedicado en una parte a estigmatizar el posmodernismo con la misma furia que Harold Bloom o Mario Bunge, por poner un caso. Pero estos tres ingenuos, con perdón, no habían notado que el desprecio por la verdad tenía mucho menos que ver con ideas filosóficas que con nuevas dinámicas del funcionamiento de la tecnoestructura informacional y política contemporánea.
La indiferencia por los hechos, lo que llamamos con el nombre de «posverdad», no es una actitud intelectual más o menos escéptica y displicente, sino una forma sistémica y manufacturada de la circulación de la información en los medios de comunicación, la política, las instituciones del estado e incluso los mercados y empresas en las nuevas formas de capitalismo financiarizado. Circula la información que produce efectos emocionales, no la que genera juicios acertados y convicciones verdaderas. El problema, el peligro, es sistémico y afecta a todos los estratos de la sociedad contemporánea, como una de las derivas más peligrosas de la civilización contemporánea. Que sea una enfermedad sistémica no significa que haya destruido el organismo, pero sí que lo pone en peligro. Veamos cómo aparece por sectores:
Los medios de comunicación, en una carrera loca de competencia económica, cada vez más dependientes de sus deudas financieras, se convierten en productores de noticias de impacto y recortan de todos aquellos gastos que hacían de ellos medios fiables de información: la investigación a largo y medio plazo, el periodismo de investigación, las redes fiables de información… Se vuelven adictos al retuit y a los monitores de lectura, que terminan produciendo performativamente adaptaciones para ser leídos, escuchados, vistos, independientemente de que se produzcan informaciones novedosas, que transformen la mirada. Dependen cada vez más de los cotilleos y acaso de los «leaks» de gente resentida y cada vez menos de sus redes de investigación. Pongamos un ejemplo: elecciones. El candidato X suelta una frase en una rueda de prensa acusando a Y de una barbaridad (pongamos por caso: X acusa al Obamacare de crear «death panels» que van a decidir sobre si el sistema de salud va a atender a sus hijos con discapacidades). El reportero becario que ha asistido a la aseveración contundente tiene dos posibilidades: una, ponerse a trabajar la ley, consultar las posibles extensiones y decretos, ver si aquello es correcto, y luego escribir su artículo contando la declaración y la realidad. Otra: no tiene tiempo, su jefe le agobia. Así que se acerca al partido adversario y pregunta al portavoz de turno: «oye, que X ha dicho esta barbaridad, ¿vosotros qué decís?». El partido Y suelta la propia y el becario a ochocientos euros de salario ya tiene la nota breve que será retuiteada por las redes de su medio de comunicación. No ha pasado nada, claro. Ha sido neutral, pero no ha sido neutral epistémicamente hablando: ha bajado las potencialidades epistémicas del sistema de comunicación.
Los partidos políticos: tienen un problema muy similar al de los medios de comunicación. Al fin y al cabo, un partido político es un sistema intermedio de representación que necesita comunicar sus ideas y escuchar y entender lo que piden sus potenciales votantes. Tiempos ha, los partidos tenían asesores técnicos cuyas funciones eran precisamente las de recoger información fiable, contrastar las fuentes, elaborar informes que molestasen, pero pusiesen las pilas, al diputado o dirigente de turno, etcétera. Todo esto es muy costoso en tiempo, en inteligencia invertida y sobre todo en capacidad autocrítica del aparato. Es más fácil recortar en asesores técnicos y aumentar en asesores de imagen y gestores de redes que den brillo a la propia apariencia pública del candidato. Lo técnico queda para cuando, ocasionalmente, se llegue al poder. Así suele irle a la oposición, cada vez más adicta al espectáculo.
Las empresas, sobre todo las grandes: una empresa, ciertamente, es una institución que tiene múltiples objetivos. Uno de ellos es el de producir beneficios. En las viejas formas de capitalismo, una empresa tendía a hacer compatibles los máximos beneficios posibles con la preservación de la tradición y la propia existencia de la empresa. Y muchas veces esa tradición era cultural, por ejemplo el prestigio y calidad de los productos, la fiabilidad de sus redes comerciales, el cuidado de las relaciones laborales y la atención a los comités de empresa. Las nuevas formas de capitalismo hacen que el CEO y sus inmediatos colaboradores estén obsesionados solamente por producir los máximos. Qué ocurre con la sensibilidad a la verdad y los hechos: el CEO está obsesionado por presentar cada año en la junta de accionistas que todo va bien y que vamos por el buen camino. No le importa lo que ha hecho para ello (mejor dejamos el sistema de gestión empresarial dominante). Sí le importa que sus sistemas de auditoría, consultoría, sus departamentos internos de análisis,…, le confirmen lo que tiene que presentar, sí o sí, a las juntas y, en general, a los «mercados». A partir de ahí se desencadena una presión por los datos positivos que pone en riesgo la lucidez de la empresa y sus sistemas de monitorización ante riesgos asumidos, incapacidades internas, incompetencias, debilidades de innovación, … Resultado: «Tío, ¡tráeme un informe que sea presentable!». La competencia epistémica de la empresa se debilita.
Las instituciones del Estado. Me gustaría hablar de cómo las competencias epistémicas del estado se ponen en riesgo por esta adición creciente a la posverdad. No puedo hacerlo en general, aunque me gustaría. Pensemos en los centros de inteligencia. No voy a recordar los fracasos de Aznar por no haber detectado el problema del terrorismo fundamentalista. Basta solo referirse al procés catalán: los recortes en inteligencia, el debilitamiento de los medios de información en favor de los de represión, producen resultados que de no ser trágicos tendrían que ser hilarantes. He trabajado mucho sobre lo que más conozco, el de cómo el sistema universitario y, en general, el sistema de investigación ha ido confundiendo el robustecimiento de sus capacidades epistémicas con la competencia por presentar buenos resultados en sus cada vez más barrocos sistemas de «control de calidad», sus indicadores, sus rankings y otros dispositivos similares. Se recorta en investigación, se invierte en monitorización en los sistemas de representación y comercialización de la imagen.
Disculpas por la brasa: soy, como diría George Bush tras el 11-S, un tipo sensible al que molestan los extremos. No soy apocalíptico sino integrado. Pero he ido a mirarme lo que tengo/tenemos y me da muy mala espina.