Ser demócrata está de moda. Hablar de la democracia también. Decir que vivimos en regímenes democráticos se ha convertido en una constante. Lo mismo ocurre cuando se trata de luchar contra la violación de los derechos humanos. En esta dimensión se cae en un catálogo que va de lo individual a lo colectivo. De lo […]
Las causas y los motivos de violación de los derechos humanos se convierten en explicaciones razonables para justificar lo injustificable. En todos los casos anteriores el poder se protegía frente al ciudadano y aseguraba la razón de Estado. En otras palabras, no le temblaba la mano cuando ejercía el poder de forma dictatorial. El complejo del tirano se esfuma. Sólo hay que revertir el discurso. Transformar en demócratas a los asesinos y en defensores de los derechos humanos a los torturadores. Eso no cuesta tanto. Chile lo consigue con facilidad. Muchos torturadores gozan de inmunidad y un sueldo vitalicio. En Colombia su presidente es un criminal de guerra cuyo aval son las fuerzas paramilitares y sin embargo se autodefine demócrata. En fin, nada es lo que parece. La explicación es clara, la mejor manera de defender los derechos humanos es negándolos hasta hacerlos añicos. Cuanto más se violen mejor. No sea que su respeto y su ejercicio democrático lleve a pensar en una debilidad del Estado y de los gobernantes. Nunca el «ciudadano» puede albergar un ánimo participativo, es contraproducente, le llevaría a pensar en una opción horizontal de la democracia. Un peligro cuya inmediata consecuencia se traduce en la deflación de autoridad y la inflación democrática. Un riesgo para una sociedad totalitaria de capitalismo salvaje.
En la actualidad, los únicos derechos protegidos son aquellos que están regulados en el capitalismo; se derivan de la propiedad privada y pertenecen a los terratenientes, a los empresarios, a los dueños de los grandes bancos y las trasnacionales. Ellos sí disfrutan de derechos humanos. Poseen guardias privadas y grupos paramilitares que les protegen. Asesinan y hostigan como lo hacen en la actualidad en Chiapas a las comunidades campesinas y al EZLN, en Chile aplicando la ley antiterrorista contra los mapuches, corrompen el poder político y forman parte de una elite plutocrática que está por encima del bien y del mal. Para ellos la justicia debe funcionar haciendo la vista gorda. Pasan por encima de jueces o fiscales. El Poder Judicial se postra a sus pies, salvo honrosas excepciones. Pero declaman el respeto a sus derechos humanos: el estupro, el dolo, la corrupción, el asesinato, el secuestro, el tráfico de influencia, los loobbys de presión, la trata de esclavas, la explotación de niños. Todo por el afán del dinero, la codicia y el poder. Bajo estas premisas deben ser protegidos y sobre todo venerados. Como llevar a los tribunales a gentes de progreso, empresarios creadores de riqueza, que trabajan las 24 del día, mientras que los obreros lo hacen sólo ocho. Por favor, un poco de compasión católica. No los atosiguen. Ellos sufren el asedio de los envidiosos y los frustrados. Bajo estas circunstancias se ven obligados a utilizar la fuerza, pero siempre en defensa propia. Si utilizan medios ilícitos hay que comprenderlos. Como señala Niklas Luhmann, el poder político en el siglo XXI no puede estar sometido a reglas democráticas, supondría valoraciones éticas imposibles de sostener dentro del sistema capitalista de dominio y explotación. Mas vale dedicarse a reprimir y evitar el riesgo de una revolución democrática. Hay que sacudirse el complejo del dictador y aplicarlo. Eso deben hacer los buenos gobernantes. Más de uno sigue sus pasos.