A la memoria de Karl Liebnecht * La Gran Guerra La Gran Guerra comenzó en agosto de 1914, el mismo mes y año en que Lenin llegó a Suiza huyendo de la represión política en Rusia. Entre esa fecha y la firma del armisticio, el 11 de noviembre de 1918, sesenta y cinco […]
A la memoria de Karl Liebnecht *
La Gran Guerra La Gran Guerra comenzó en agosto de 1914, el mismo mes y año en que Lenin llegó a Suiza huyendo de la represión política en Rusia. Entre esa fecha y la firma del armisticio, el 11 de noviembre de 1918, sesenta y cinco millones de personas serían movilizadas en el esfuerzo bélico de lo que se conoció como la guerra para acabar con todas las guerras, es decir, la Primera Guerra Mundial. Las estadísticas de lo que sucedió en el Mundo en esos cuatro años son impresionantes: 21 millones de heridos, 8 millones y medio de muertos en batallas, y otros 8 millones de encarcelados y desaparecidos. John Reed, quien llegaría a ser un gran amigo de Lenin, viajó al continente como corresponsal y declaró que un horror más terrible que el de los campos de batalla de México había descendido como una maldición sobre toda Europa. En uno de sus relatos más brillantes, nos dice el periodista estadounidense: «Yo podría llenar páginas enteras de los terribles horrores que Europa se está infligiendo a sí misma. Podría describir la calles de París, ahora calladas, tristes, oscuras, donde cada diez pasos se tiene que confrontar uno con un miserable destrozo de ser humano, o con un hombre loco que ha perdido la razón en las trincheras y que apenas camina guiado por su esposa. Podría hablarles también de un hospital bien grande en Berlín lleno de soldados alemanes que terminaron dementes por la simple razón de haber escuchado el llanto de los treinta mil soldados rusos que se ahogaban en los pantanos de Prusia Oriental después de la batalla de Tanneburg. O podría hablar de los campesinos de Galicia desplomándose de sus regimientos para morir de cólera a lo largo de las carreteras y caminos. O de la incalculable desmoralización y aturdimiento de los hombres en las trincheras. O de los huecos hechos en los cuerpos por los trozos irregulares de proyectiles de melanita, de los sonidos que ensordecen, de los gases que ciegan, de los hombres heridos que mueren día por día y hora por hora a tan sólo cuarenta metros de otros veinte mil seres humanos que no dejan de matarse unos a otros al menos para que dé tiempo de que alguien recoja los cuerpos sin vida» [Reed, John. La peor cosa en Europa . 1915].
Durante la segunda mitad de 1916 Lenin comenzó a escribir lo que eventualmente terminaría siendo uno de sus ensayos más importantes y, sin dudas, controversial: El Estado y la Revolución . Qué cosa lo llevo a redactar este escrito en esa fecha, es algo sobre lo cual sólo podemos especular. Basta quizás con indicar que el año 1916 fue particularmente horrífico para toda Europa. Tan sólo en la ofensiva de Verdún, iniciada por Alemania en contra de Francia en febrero de 1916, hubo novecientas ochenta y cuatro mil bajas de ambos bandos. En la otra ofensiva importante, la batalla de Sonme -iniciada por Francia e Inglaterra el día 1 de julio de 1916-, ocurrieron un millón doscientas mil bajas. La mayor parte de la carnicería aconteció precisamente durante la segunda mitad de ese año, entre agosto y noviembre de 1916.
Lenin tenía mil razones para estar molesto. En Europa, inmediatamente antes de la Primera Guerra Mundial, había motivos más que suficientes para alimentar una visión optimista en cuanto a las luchas revolucionarias de la clase obrera. El Partido Socialdemócrata de Alemania, por ejemplo, contaba con el porcentaje mayor de trabajadores organizados políticamente en cualquier país del mundo: un millón de obreros de un total nacional de quince millones. Además, una quinta parte estaba sindicalizada. Pero fue precisamente en lugares como Alemania donde la dirección socialista y sindical se unió más enérgicamente a la política de guerra de las burguesías nacionales. Karl Kautsky, considerado por mucho tiempo como el heredero directo del pensamiento de Marx y Engels, se expresó del modo siguiente el 2 de octubre de 1914: «La cuestión práctica del momento es tan sólo una: victoria o derrota para el país de uno». El problema es que Alemania era un poder imperial preparándose para una guerra de reparto de colonias y mercados a escala entonces no conocida. Siguiendo el ejemplo de la socialdemocracia Alemana, la casi totalidad de los partidos socialistas de Europa terminaron apoyando las políticas militaristas e imperialistas de sus respectivos gobiernos nacionales. Lenin denunció enseguida a los líderes de la socialdemocracia europea y pronosticó que la carnicería en toda Europa y el Mundo alcanzarían dimensiones hasta entonces inconcebibles. El tiempo, como sabemos, le dio enteramente la razón.
Rusia, en particular, se convirtió en materia de preocupación para Lenin en 1916. Al iniciarse la conflagración mundial, los zares contaban con el ejército más grande del Mundo, estimado entonces en seis millones de combatientes. Ni siquiera Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña combinadamente tenían el mismo número de soldados. Pero las fuerzas militares rusas eran todo menos modernas y eficientes. En realidad, el ejército zarista era medieval en su organización, estructurado alrededor de la cantidad y no de la calidad de sus divisiones y regimientos. Además, técnicamente dependía casi por entero para pertrechos de guerra de importaciones de los países imperialistas que dominaban su economía y comercio. Una tercera parte de los armamentos, por lo general, eran inservibles. Esto se reflejó de inmediato en las operaciones militares. Tan sólo en la batalla de Tannenberg entre el 22 y el 27 de agosto de 1914 – descrita más arriba por John Reed- el ejército ruso perdió la cifra de ciento cuarenta mil soldados a manos de las tropas alemanas. La guerra no llevaba ni un mes de haber sido declarada. Ya para el verano de 1916, Rusia había sufrido tres millones de bajas, entre muertos, prisioneros, desaparecidos y soldados mutilados. Las descripciones de John Reed acerca de los soldados rusos enfrentándose a tropas enemigas sin armamentos, apenas sin ropa, descalzos casi siempre -y sin comida- son una cosa verdaderamente espeluznante. La deserción militar se convirtió rápidamente en un fenómeno generalizado.
Sin embargo, había un aspecto específico en que Rusia mostraba un cierto cuadro alentador para Lenin. El mismo año en que comenzó la Primera Guerra Mundial se inició en Petrogrado la segunda ola de huelgas políticas después de la fallida Revolución de 1905. Más de un millón de obreros, se lanzaron a la huelga en 1914 en esa gran ciudad del imperio zarista. El fenómeno de las huelgas políticas era algo muy peculiar a la experiencia obrera rusa. Tanto Lenin como Trotsky lo atribuyen a la particularidad del desarrollo capitalista en Rusia, donde existían gigantescas concentraciones de trabajadores en empresas colosales y una intensa persecución por parte del gobierno. Además -a pesar de la censura y represión- la clase obrera rusa había logrado cultivar desde 1903 una elevada conciencia teórica acerca de las doctrinas del socialismo y del sindicalismo radical. Fueron los trabajadores, por ejemplo, y no las organizaciones de izquierda, los que habían creado los Soviets en medio de la insurrección de 1905. Y aunque en 1915 hubo un cierto descenso en las huelgas políticas, ya para enero de 1916 se reinicia la combatividad característica de la clase obrera de Rusia. En las huelgas políticas de principios de ese año participaron más de trescientos mil huelguistas. El cambio decisivo sobrevino entre junio y octubre de 1916 cuando las movilizaciones obreras incorporan súbitamente los reclamos de todos los sectores pobres y oprimidos de las grandes ciudades, que querían igualmente el fin de la guerra y la solución inmediata del problema de la falta crónica de alimentos. Lo demás, como dicen, es historia. Los habitantes de Petrogrado comenzaron a hablar de la huelga general, y el 9 de enero de 1917 -en la fecha del aniversario de la marcha de los trabajadores frente al Palacio de Invierno- cientos de miles de trabajadores desnutridos, hambrientos, carentes de los medios de vida más básicos, y sin una dirección revolucionaria efectiva que los dirigiera, se tiraron a las calles de Petrogrado para poner fin a uno de los regímenes más despóticos y más terribles que había existido en toda la historia de la humanidad.
Al ocurrir el desplome del régimen zarista en febrero de 1917, Lenin tomó la decisión de regresar cuanto antes a Rusia. Sin embargo, por razones harto conocidas, no pudo cumplir con su deseo hasta abril de ese año. Al enterarse de que finalmente podría partir para Petrogrado, Lenin se acordó de un pequeño cuaderno azul en que había hecho una serie de anotaciones y comentarios en el otoño de 1916. Lo había titulado El Marxismo acerca del Estado y, sin dar muchas explicaciones, lo dejó atrás en Suiza. Tiempo después, Lenin explicaría que temiendo que lo confiscaran las autoridades al llegar a Rusia, optó por no llevárselo. Llegó a Petrogrado el 3 de abril de 1917 y se integró a la vida diaria del partido, pero ya en julio se vio obligado a volver a la clandestinidad. Es entonces -en las condiciones extremas de la vida clandestina- que se acuerda del cuaderno azul, y le escribe la siguiente nota a Kamenev: «Acá entre nosotros, si a mí me eliminan, hazme el favor de publicar mi cuaderno El marxismo acerca el Estado. Tiene una cubierta azul. Todas las citas de Marx y Engels están recogidas en él, así como las de Kautsky en contra de Pannekoek. Hay un número de comentarios, notas y fórmulas. Pienso que una semana de trabajo sería suficiente para publicarlo. Lo considero muy importante porque no sólo Plejanov, sino también Kautsky, está confundido». Durante los meses de agosto y septiembre de 1917, mientras vivía prácticamente en una choza a las afueras de Petrogrado, Lenin revisa el cuaderno y lo prepara para publicación. Le puso de título El Estado y la Revolución. Muy a pesar de todo su esfuerzo, el ensayo no salió publicado hasta 1918, cuando los bolcheviques ya estaban en el poder y la Gran Guerra había terminado. Y si prestamos atención a las insinuaciones de Trotsky, probablemente ninguno de los otros líderes bolcheviques se lo leyó.
Un gran malentendido
Paradójicamente, al morir Lenin, en junio de 1924, El Estado y la Revolución -ese libro que quizás el liderato bolchevique no leyó- se convirtió en un barómetro común para medir la fidelidad a la doctrina del socialismo. Por décadas y décadas, bastaría entre los socialistas con citar términos como dictadura del proletariado para producir un deslinde inmediato entre ortodoxos y revisionistas, entre seguidores fieles y traidores a Lenin; algo así como rezar un avemaría en una reunión de católicos. En honor a la verdad, hay que reconocer que esa era, en gran medida, la intención del autor. Lenin había escrito El Estado y la Revolución buscando provocar un deslinde entre el punto de vista de luchadores comunistas extraordinarios como Karl Liebnecht -encarcelado en Alemania por oponerse a la Primera Guerra Mundial- y las acciones bochornosas del liderato socialdemócrata bajo Kautsky y Plejanov, los más destacados teóricos marxistas de fines del siglo XIX y principios del XX. En un plano estrictamente ideológico, la traición de los líderes socialdemócratas adoptó la forma de un culto fetichista al Estado capitalista y, en particular, al parlamentarismo como horizonte de lucha exclusivo de los partidos revolucionarios. Todo esto, para colmo, en medio de los preparativos de guerra por parte de los principales países imperialistas de Europa. Había, pues, que deslindar campos, marcar las diferencias y, cuando se trataba de eso, nadie mejor que Lenin con su habilidad única de mezclar los argumentos científicos más sólidos con los insultos personales más hirientes.
Ahora bien, leyendo El Estado y la Revolución en esta época tan parecida al momento en que se escribió -en el cual las políticas militaristas de dos o tres países avanzados parecen querer hundir al mundo en un cataclismo- se pone de manifiesto en mi opinión otro aspecto del ensayo, no dirigido tanto a las acciones de revisionistas como Kautsky y Plejanov; sino al sector entonces revolucionario de la socialdemocracia europea. Se trata de un aspecto que tiene que ver directamente con la defensa de la metodología marxista y del elemento creativo del materialismo dialéctico heredado de Marx y Engels. Lo cierto es que en El Estado y la Revolución, Lenin no rechaza solamente el culto fetichista al Estado burgués por los social-chauvinistas, sino también la manía de los socialistas de hablar sobre este tema en términos abstractos, repitiendo fórmulas sonoramente impresionantes, «en lugar de ponerse a estudiar los rasgos específicos de la realidad viviente» . Es decir, para el autor del Cuaderno Azul, hablar de la relación entre el Estado y la revolución social, sin hacer referencia a una época definida y a una situación concreta de enfrentamiento entre clases sociales, es un puro ejercicio académico, bonito pero inútil. La conclusión, pues, a la que Lenin parece haber llegado en su lectura de Marx y Engels en 1916 es que -cuando se trata del Estado- no es tanto la lógica como la experiencia concreta lo que dicta la pauta: «Aquí, como en todo, la teoría de Marx es un resumen de la experiencia, iluminada por una profunda concepción filosófica del mundo y un rico conocimiento de la historia «[V.I Lenin, El Estado y la Revolución . Obras Completas, Tomo 25, 1918, capítulo 2].
Vaya como vaya la historia -se hayan leído todos o no El Estado y la Revolución- los bolcheviques llegaron al poder en octubre de 1917. Al momento de su publicación, entonces, el famoso ensayo no debe haber provocado mucha discusión, o por lo menos no la que el autor quería. De hecho, no bien se consolidada un poco el nuevo gobierno en 1920, Lenin retoma la queja de que los líderes bolcheviques habían caído de nuevo en el hábito del análisis abstracto del tema del Estado, como si él no hubiera dicho nada al respecto en 1917. Bujarin y Trotsky, en particular, demandaban del máximo líder bolchevique una definición abstracta y no contradictoria de la naturaleza del poder estatal soviético. Quizás intuyendo que el tema pudiera provocar -como lo hizo eventualmente- una gran crisis en el partido gobernante, Lenin hizo exactamente lo mismo que en el otoño de 1916: volvió sobre el tema del Estado y la revolución no mediante la repetición de fórmulas abstractas y generales, sino sobre el estudio concreto de uno de los períodos más complejos y creativos de la lucha de clases en la Rusia zarista: la fallida revolución burguesa de 1905. En efecto, siempre que el líder bolchevique enfrentaba una duda crucial sobre el curso revolucionario a seguir, retomaba calladamente la experiencia de enero a diciembre de 1905, buscando en ella claves que le sirvieran de guía, detallitos que se le hubieran escapado aquí y allá. Uno de sus últimos compromisos en Suiza fue precisamente una conferencia sobre la Revolución de 1905 que dictó -de todas las posibles fechas, el 9 de enero de 1917, aniversario del Domingo Sangriento e inicio de la nueva revolución triunfante- ante una organización de jóvenes; conferencia que le tomó un mes completo de estudio y recopilación de datos. Esta conferencia -una verdadera joya desde el punto de vista del estilo simple de exposición- no fue publicada ni conocida en Rusia hasta el 22 de enero de 1925 [V.I. Lenin. Conferencia acerca de la Revolución de 1905.Obras Completas Tomo 23]. Aquí por lo menos no hay dudas de que nadie se la leyó.
Pero siendo como era de insistente, Lenin no dejo el asunto en meras quejas o señalamientos verbales. El 10 de octubre de 1920, se comunicó directamente con los editores de la revista El Comunista Internacional en Petrogrado y les dejó saber que tenía un ensayo que consideraba de mucha importancia para que revisaran. Lenin les exigió categóricamente que le dieran una copia antes de publicarlo para verificar que decía exactamente lo que él quería. Efectivamente, al recibirlo de vuelta notó que tenía errores y cambios que le habían hecho. Tomando nota de que todo se hiciera a su pedido, el ensayo salió publicado bajo el título Una contribución a la historia de la cuestión de la dictadura, y constituye a mi juicio un trabajo de un valor inmenso para la comprensión del método materialista dialéctico en su aplicación al tema del Estado y la revolución social, cosa que ahora mismo preocupa a todo el mundo.
Lo principal que yo saco de la lectura de Una contribución a la historia de la cuestión de la dictadura, es que -como insiste Lenin- no basta con repetir frases y consignas abstractas para transformar el mundo, ni siquiera cuando se hace a nombre del proletariado. Ante todo, hay que estudiar las experiencias concretas -los fracasos y derrotas- de las clases oprimidas para así intervenir con un mínimo de efectividad en los procesos revolucionarios. La verdad social tiene siempre un carácter concreto. Al hablar del Estado y la revolución social, en particular, hay que evitar hacer generalizaciones innecesarias. Si los líderes bolcheviques malentendieron a Lenin, con toda su rigurosidad analítica y de exposición, imagínese el lector o lectora lo que podría pasar con cualquiera de nosotros. Un error chiquito terminaría convertido en un monstruo.
Para acabar, confieso que no he tenido mucho éxito localizando una copia del Cuaderno Azul de Lenin entre sus obras publicadas. Puede que quizás se haya extraviado para siempre, dada la situación que el líder revolucionario viviera a principios del otoño de 1917. Lo que espero que no se haya perdido, sin embargo, es el espíritu de lucha de Lenin, su fe absoluta en las masas y la convicción inquebrantable de que éstas encontrarán -a pesar de sus privaciones y sufrimientos inmensos- la forma concreta de salvar a la humanidad de cosas tan terribles como la guerra.
* Nota: Karl Liebnecht fue asesinado junto a Rosa Luxemburgo el 13 de enero de 1919. Era un líder revolucionario de una integridad y valor personal inmenso. En medio de la orgía pro guerra, Liebnecht llamó a la clase obrera alemana a tomar los fusiles en contra de su propia burguesía. Lenin le profesaba una admiración inmensa. Las palabras de Liebnecht no cayeron del todo en oídos sordos. Trotsky, por ejemplo, narra momentos particulares en que los soldados alemanes y rusos declaraban ellos mismos, por encima de sus oficiales, treguas en las batallas y rehusaban pelear en espera de que sus países declararan un armisticio. El estudio de la vida de luchadores como Liebnecht y de los sufrimientos de tantos millones y millones de seres humanos cuyas vidas fueron tronchadas tempranamente por el militarismo y la guerra, puede ofrecernos claves importantes para salir de la encerrona actual en que parece encontrarse el mundo entero, incluyendo Puerto Rico.