La ciudad, escribió una vez el reputado sociólogo urbano Robert Park: Es uno de los intentos más consistentes, y a la postre, más exitosos del hombre, de rehacer el mundo en el que vive a partir de sus anhelos más profundos. Si la ciudad, en todo caso, es el mundo que el hombre ha creado, […]
La ciudad, escribió una vez el reputado sociólogo urbano Robert Park: Es uno de los intentos más consistentes, y a la postre, más exitosos del hombre, de rehacer el mundo en el que vive a partir de sus anhelos más profundos. Si la ciudad, en todo caso, es el mundo que el hombre ha creado, es también el mundo en el que está condenado a vivir. Así, de manera indirecta y sin una conciencia clara de la naturaleza de su tarea, al hacer la ciudad, el hombre se ha rehecho a sí mismo.
El derecho a la ciudad no es simplemente el derecho de acceso a lo que ya existe, sino el derecho a cambiarlo a partir de nuestros anhelos más profundos. Necesitamos estar seguros de que podremos vivir con nuestras creaciones (un problema para cualquier planificador, arquitecto o pensador utópico). Pero el derecho a rehacernos a nosotros mismos creando un entorno urbano cualitativamente diferente es el más preciado de todos los derechos humanos. El enloquecido ritmo y las caóticas formas de la urbanización a lo largo y ancho del mundo han hecho difícil poder reflexionar sobre la naturaleza de esta tarea. Hemos sido hechos y rehechos sin saber exactamente por qué, cómo, hacia dónde y con qué finalidad ¿Cómo podemos, pues, ejercer mejor el derecho a la ciudad?
La ciudad no ha sido nunca un lugar armónico, libre de confusión, conflictos, violencia. Basta leer la historia de la Comuna de París de 1871 o ver el retrato ficticio de las Bandas de Nuevas York de 1850 trazado por Scorsese para tomar consciencia de cuán lejos se ha llegado. Pero bastaría pensar, también, en la violencia que ha dividido Belfast, que ha destruido Beirut y Sarajevo, que ha sacudido Bombay y que ha alcanzado, incluso, a la «ciudad de los ángeles». La calma y el civismo son la excepción, y no la regla, en la historia urbana. Lo que de verdad interesa es si los resultados son creativos o destructivos. Normalmente son ambas cosas: la ciudad es el escenario histórico de la destrucción creativa. No obstante, la ciudad también ha demostrado ser una forma social notablemente elástica, duradera e innovadora.
¿Pero de qué derechos hablamos? ¿Y de la ciudad de quién? Los comuneros de 1871 pensaban que tenían derecho a recuperar «su» París de manos de la burguesía y de los lacayos imperiales. Los monárquicos que los mataron, por su parte, pensaban que tenían derecho a recuperar la ciudad en nombre de Dios y de la propiedad privada. En Belfast, católicos y protestantes pensaban que tenían razón, lo mismo que Shiv Sena en Bombay cuando atacó violentamente a los musulmanes ¿No estaban todos, acaso, ejerciendo su derecho a la ciudad? «A derechos iguales» -constató célebremente Marx- «la fuerza decide» ¿Es a esto a lo que se reduce el derecho a la ciudad? ¿Al derecho a luchar por los propios anhelos y a liquidar a todo el que se interponga en el camino? Por momentos el derecho a la ciudad parece un grito lejano que evoca la universalidad de la Declaración de derechos humanos de la ONU ¿O será que lo es?
Marx, como Park, pensaba que nos cambiamos a nosotros mismos cambiando el mundo y viceversa. Esta relación dialéctica está anclada en la raíz misma de todo trabajo humano. La imaginación y el deseo desempeñan un papel importante. Lo que distingue al peor de los arquitectos de la mejor de las abejas -sostenía Marx- es que el arquitecto erige una estructura en su imaginación antes de materializarla en la realidad. Todos nosotros somos, en cierto modo, arquitectos. Individual y colectivamente, hacemos la ciudad a través de nuestras acciones cotidianas y de nuestro compromiso político, intelectual y económico. Pero, al mismo tiempo, la ciudad nos hace a nosotros. ¿Puedo acaso vivir en Los Ángeles sin convertirme en un motorista frustrado?
Podemos soñar e interrogarnos acerca de mundos urbanos alternativos. Con suficiente perseverancia y poder podemos aspirar incluso a construirlos. Pero las utopías de hoy en día no gozan de buena salud porque cuando se concretan, con frecuencia, es difícil vivir en ellas ¿Qué es lo que no funciona? ¿Carecemos acaso de la brújula moral y ética adecuada para orientar nuestro pensamiento? ¿Será que no podemos construir una ciudad socialmente justa?
Pero ¿qué es la justicia social? Trasímaco, en La República de Platón, sostiene que «toda forma de gobierno aprueba las leyes que lo benefician», de modo que «lo justo es lo mismo en todas partes: la ley del más fuerte». Platón rechazaba esta conclusión apelando a la justicia como ideal. En realidad, hay toda una plétora de formulaciones ideales de la justicia. Podríamos ser igualitarios utilitarios a la manera de Bentham (el mayor bien para el mayor número), contractualistas a la manera de Rousseau (con su ideal de derechos inalienables) o de John Rawls, cosmopolitas a la manera de Kant (el mal contra uno es un mal contra todos) o simplemente hobbesianos, recordando que el Estado (el Leviatán) impone la justicia sobre intereses privados desconsiderados para evitar que la vida social se vuelva violenta, brutal y corta. Algunos incluso apelan a ideales de justicia locales, que sean sensibles a las diferencias culturales. Al final, nos quedamos frustrados frente al espejo, interrogándonos: ¿cuál es la mejor teoría de la justicia? En la práctica, sospechamos que Trasímaco tenía razón: la justicia es simplemente lo que la clase dominante quiere que sea.
Sin embargo, no podemos prescindir ni de los planes utópicos ni de los ideales de justicia. Son indispensables para la motivación y la acción. La indignación ante la injusticia y las ideas alternativas han inspirado durante mucho tiempo la búsqueda del cambio social. No podemos deshacernos cínicamente de ellas. Pero podemos y debemos contextualizarlas. Todos los ideales en materia de derechos presuponen una cierta concepción de los procesos sociales. Y a la inversa: todo proceso social incorpora alguna concepción de los derechos. Permítaseme un ejemplo.
Vivimos en una sociedad en la que los derechos inalienables a la propiedad privada y a las ganancias se imponen sobre cualquier otra concepción de derechos inalienables que se pueda tener. Esto es así porque nuestra sociedad está dominada por la acumulación de capital en el marco de un mercado de intercambios. Este proceso social depende de una determinada construcción jurídica de los derechos individuales. Sus defensores mantienen que esto estimula «virtudes burguesas» como la responsabilidad individual, la independencia de la interferencia estatal o la igualdad de oportunidades en el mercado y ante la ley; la recompensa de la propia iniciativa y un mercado abierto que asegure libertades para elegir. Estos derechos comprenden la propiedad privada de uno mismo (que permite vender libremente la fuerza de trabajo, ser tratado con dignidad y respeto y preservar la propia integridad física). Y unidos a ella, los derechos a la libertad ideológica y a la libertad de expresión. Admítase: estos derechos derivados resultan atractivos. Muchos de nosotros recurrimos a ellos constantemente. Pero lo hacemos como mendigos que viven de las migajas que caen de la mesa del rico. Déjenme explicarlo.
Vivir bajo el capitalismo supone aceptar o someterse a un conjunto de derechos necesarios para la acumulación ilimitada de capital. «Nosotros», explica el Presidente Bush mientras va a la guerra, «perseguimos una paz justa en la que la represión, el resentimiento y la pobreza sean reemplazados por la esperanza de democracia, el desarrollo, los mercados libres y el comercio libre». Estos últimos, afirma, «han demostrado su capacidad para sacar a poblaciones enteras de la pobreza». Los Estados Unidos repartirán al mundo entero, lo quiera o no, el regalo de la libertad (de mercado). Sin embargo, la existencia de derechos inalienables a la propiedad privada y a los beneficios (también incorporados, a instancias de los Estados Unidos, a la Declaración de la ONU) puede acarrear consecuencias negativas, incluso mortales.
Los mercados libres no son necesariamente justos. Como reza un antiguo dicho: «no hay nada más desigual que el igual trato entre desiguales». Esto es lo que hace el mercado. En virtud del igualitarismo del intercambio, el rico se torna más rico y el pobre más pobre. Se entiende por qué los ricos y poderosos defienden estos derechos. Gracias a ellos, las divisiones de clase crecen. Las ciudades se guetifican: los ricos se blindan buscando protección mientras los pobres, por defecto, se aíslan en guetos. Y si a las luchas por adquirir ingresos y una posición de clase se superponen, como suele ocurrir, las divisiones raciales, étnicas y religiosas, el resultado son ciudades atravesadas por divisiones todavía más amargas y bien conocidas. Las libertades de mercado conducen inevitablemente al monopolio (como puede verse en el ámbito de los medios de comunicación o del desarrollo urbanístico). Treinta años de neoliberalismo nos enseñan que mientras más libre es el mercado más grandes son las desigualdades y mayor el poder de los monopolios.
Peor aún, los mercados necesitan la escasez para funcionar. Y si la escasez no existe se crea socialmente. Esto es lo que la propiedad privada y la búsqueda del beneficio se encargan de hacer. El resultado es una carestía en gran medida innecesaria (desempleo, falta de vivienda, etcétera), en medio de la abundancia. Gente sin techo por las calles y mendigos en los metros. Hambrunas que pueden perfectamente producirse en un contexto de superproducción de alimentos.
La liberalización de los mercados financieros ha desatado una tormenta de poderes especulativos. Unos cuantos fondos de inversiones, en ejercicio de su inalienable derecho a obtener beneficios por cualquier medio, destruyen a golpe de especulación economías enteras (como las de Indonesia o Malasia). Destruyen ciudades enteras, las reaniman con donaciones para la ópera y el ballet mientras sus delegados ejecutivos, como ocurrió con Kenneth Lay o Enron, se pavonean en el escaparate global y acumulan riquezas desorbitadas a expensa de millones de personas ¿Tiene sentido conformarse con las migajas de los derechos derivados de la propiedad privada mientras algunos viven como Kenneth Lay?
Si es aquí donde conducen los derechos inalienables a la propiedad privada y al beneficio, no los queremos. Nada de esto produce ciudades que respondan a nuestros anhelos más profundos, sino mundos de desigualdad, injusticia y alienación. Estoy en contra de la acumulación ilimitada de capital y de la concepción de los derechos que la permite. Otro derecho a la ciudad es necesario.
Naturalmente, quienes hoy detentan estos derechos no los cederán de manera voluntaria: «A iguales derechos, la fuerza decide». Esto no supone necesariamente violencia (aunque por desgracia a menudo se acaba en ella). Pero exige movilizar el poder suficiente para cambiar las cosas a través de la organización política o, si hiciera falta, en la calle. Dicho esto, ¿qué estrategia deberíamos adoptar?
Ningún orden social, decía Saint-Simon, puede cambiar si las grandes líneas de lo nuevo no se encuentren ya latentes en el presente. Las revoluciones no son rupturas totales, pero son capaces de dar un giro radical a las cosas. Los derechos que hoy se consideran derivados de la propiedad (como el derecho a ser tratado con dignidad) deberían volverse fundamentales; y los derechos que hoy se consideran fundamentales (como el derecho de propiedad privada o el derecho al beneficio) deberían considerarse derechos supeditados al resto ¿No era éste, acaso, el objetivo del socialismo democrático?
Como puede verse, hay contradicciones en la concepción capitalista de los derechos. Estas contradicciones pueden explotarse ¿Qué habría pasado con el capitalismo global y con la vida urbana si se hubieran garantizado los preceptos de la Declaración de la ONU relativos a los derechos laborales derivados (a un empleo seguro, a estándares razonables de vida, a la auto-organización)?
Pero también pueden definirse nuevos derechos. Como el derecho a la ciudad, que no es, como decía al comienzo, el simple derecho a acceder a lo que los especuladores de la propiedad y los funcionarios estatales han decidido, sino el derecho activo a hacer una ciudad diferente, a adecuarla un poco más a nuestros anhelos y a rehacernos también nosotros de acuerdo a una imagen diferente.
La creación de nuevos espacios urbanos comunes, de una esfera pública con participación democrática activa, requiere remontar la enorme ola de privatización que ha sido el mantra de un neoliberalismo destructivo. Debemos imaginarnos una ciudad más inclusiva, aunque siempre conflictiva, basada no sólo en una diferente jerarquización de los derechos sino también en diferentes prácticas políticas y económicas. Si nuestro mundo urbano ha sido imaginado y luego hecho, puede ser re-imaginado y re-hecho. El inalienable derecho a la ciudad es algo por lo que vale la pena luchar. «El aire de la ciudad nos hace libres», solía decirse. Pues bien: hoy el aire está un poco contaminado; pero puede limpiarse.
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David Harvey es un geógrafo, sociólogo urbano e historiador social marxista de reputación académica internacional. Entre sus libros traducidos al castellano en los últimos años: Espacios de esperanza (Akal, Madrid, 2000) y El nuevo imperialismo (Akal, Madrid, 2004)