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El derecho al arraigo

Fuentes: Prensa Ecuménica

Un médico hondureño de familia aborigen contaba en un relato que su abuela solía decir que el hombre es del lugar adonde entierran su cordón umbilical y que el suyo había sido enterrado junto a un árbol típico de la región, lo que de alguna manera claramente significa el arraigo del ser humano a su […]

Un médico hondureño de familia aborigen contaba en un relato que su abuela solía decir que el hombre es del lugar adonde entierran su cordón umbilical y que el suyo había sido enterrado junto a un árbol típico de la región, lo que de alguna manera claramente significa el arraigo del ser humano a su lugar de origen.

La mayor parte de las migraciones son desde siempre producto de la miseria, agravada en nuestros días por el acoso del hambre, de la falta de fuentes de trabajo y de mínimas perspectivas de supervivencia que impulsan a individuos, familias y hasta comunidades enteras a buscar la subsistencia lejos de la propia tierra. Pero nadie se esfuerza por encontrar respuestas humanamente aceptables a una situación cuyas causas, de ser coherentes con sus principios, nuestra civilización judeo-cristiana debería condenar severamente y tratar de revertir.

Por el contrario antes de buscar los medios para solucionar los problemas en su origen, antes que en remediar las causas de las que son principalmente responsables, los políticos y los gobiernos se centran en atacar las consecuencias que les son incómodas y para ello sí que no escatiman esfuerzos.

Tal el caso la creación en 2004 en Europa de una sofisticada fuerza policial denominada Frontex, cuyo objetivo es vigilar con sus 115 barcos, 27 helicópteros, 21 aviones, 400 radares y sus instrumentos de visión nocturna, vigilancia y comunicaciones toda tentativa de «inmigración ilegal» como si los seres humanos pudieran ser considerados como productos de contrabando, en lugar de dirigir esos esfuerzos económicos a resolver sus bien conocidas causas y no sus indeseados efectos.

Esa políticas junto a la Directiva retorno no hace mucho aprobada por el Parlamento europeo condena a la expulsión a los inmigrantes que sorteando los más duros escollos logran ingresar al continente europeo y que más que castigos merecerían lauros como los deportistas que con menores riesgos para sus vidas triunfan en las carreras de obstáculos.

Con un cinismo mayúsculo los países del hemisferio norte eluden la responsabilidad que les cabe en la expoliación de las riquezas de los países que se convierten así en expulsores de población, en las políticas de ajustes estructurales, en los tratados de libre comercio cuyas condiciones es harto sabido son por lo general simplemente expropiatorias.

La experiencia europea de los años 60 y 70 puede ser un ejemplo, sin embargo, de cómo la voluntad política puede revertir esa afluencia inmigratoria. La oleada hacia la Europa industrializada fue en el caso de España de dos millones y medio de españoles que se vieron forzados a cruzar los Pirineos en busca de un bienestar que no podían encontrar en su tierra. Sin embargo este proceso pudo ser revertido cuando la CE resolvió crear un Fondo de ayuda que permitiera equilibrar las diferencias económicas entre los países miembros. Esta decisión permitió que los españoles pudieran regresar con gran beneplácito a su solar nativo.

Nunca o casi nunca el tema de las migraciones se ha analizado desde el punto de vista del ser humano persona o de los grupos humanos impulsados a migrar, cuyo alejamiento forzoso de la tierra natal, de los afectos cotidianos, de su cultura tradicional, agrega un componente dramáticamente doloroso e injusto.

En nuestro país y en América Latina las tendencias migratorias tienen fundamentalmente su origen en la falta de políticas, espontáneas o inducidas, que estimulen la permanencia de los habitantes en sus regiones de origen, ya sea mediante apoyos estatales a la producción agrícola, a su diversificación o a la generación de fuentes de empleo locales orientados a la industrialización de dicha producción y a su consiguiente inserción comercial en los circuitos de distribución internos e internacionales.

Por el contrario los actuales procesos agroindustriales tendentes a la concentración de la tierra y de la producción en pocas manos ha acrecentado la tendencia migratoria hacia los centros urbanos y es la principal causa de formación de los cordones periurbanos de indigencia extrema en los que la mayoría de sus habitantes pasan a integrar la economía sumergida olvidando su dignidad y sus derechos.

Los migrantes han sido siempre, y siguen siendo, productos de duras e injustas condiciones de vida pero en las que también ocupaban un lugar, el medio natural que les vio nacer y al que estuvieron ligadas sus primeras vivencias, los lazos de amistad anudados durante la juventud, los afectos familiares, el ambiente en que se fue modelando su vida moral, intelectual, espiritual, sus raíces en definitiva, que nada ni nadie puede reemplazar.

Migrar no solo es renunciar a esas vitales bases espirituales sino imponer a los que se quedan castigo similar privando a los hijos del fecundo aliento de los mayores y a los mayores del renovado impulso de los más pequeños. Emigrar debe ser fundamentalmente una elección individual, personal, meditada y nunca una huida desesperada hacia un futuro incierto, aleatorio y en la mayor parte de los casos seguramente no deseado.

En la mayor parte de los foros y reuniones internacionales en los que se debate el problema de las migraciones se suelen tratar los problemas que se le presentan al inmigrante en el país de acogida.

Su masiva presencia genera en las poblaciones locales intolerancia, recelo, desprecio, desconfianza y hostilidad, ya sea de carácter cultural o laboral, que suelen convertir al inmigrante en una especie de «chivo expiatorio» de todas las calamidades que pudieran manifestarse en el seno de la comunidad. En casi ninguno, o creo que ninguno, se destaca lo inadmisible de tener que aceptar pasiva y compulsivamente entre dos únicas opciones, emigrar o perecer, o lo que es aún peor perecer emigrando como sucede en los cayucos que frecuentemente naufragan en las peninsulares costas del Mediterráneo o en las proximidades de las islas Canarias.

Crecen el racismo y la xenofobia. Las mayorías se sienten amenazadas pero las minorías reclaman vivir en esa sociedad en la que también se sienten amenazadas y para lograrlo suelen tejer redes de reciprocidad que reemplazan a cualquier, existente o potencial, política de acogida. No otra cosa son los centros de residentes, que por país de origen, región y hasta ciudad o pueblo, proliferan en muchas aglomeraciones urbanas.

En la Federación Argentina de colectividades (FAC) existen 62 colectividades registradas, de las cuales un 20% tienen publicaciones propias. Algunas como las bolivianas representan a los más de 2 millones de inmigrantes de esa procedencia.

Los paraguayos tienen una publicación mensual que según su director «apunta a todo lo que interesa, afecta y conmueve a la comunidad paraguaya residente en la Argentina»

Los croatas y los eslovenos, los coreanos, los árabes, los lituanos también las tienen, sin omitir las más antiguas como el «Buenos Aires Herald» y el «Argentinisches Tageblatt», nacidos en 1876 y 1889 respectivamente

Esta fuerza centrífuga, impulsada por la ilusoria atracción de mejores niveles de vida, ha venido concentrando en las últimas décadas, ingentes masas de población en la periferia de los centros urbanos latinoamericanos. Hombres y mujeres procedentes de los más recónditos lugares de cada país y de los países vecinos se han desplazado en esperanzada peregrinación hacia las ciudades en las que las promisorias perspectivas terminan en dolorosas e irreversibles frustraciones.

Quienes sufren el amargo síndrome del desarraigo han perdido así uno de los derechos humanos fundamentales: el derecho a nacer, crecer, vivir, multiplicarse y envejecer en el propio terruño, valorando el legado de sus antepasados, prestándole continuidad

«La migración debe ser una elección libre» esa es la ÚNICA OPCION aceptable. De otro modo estaremos convalidando la continuidad de un sistema cuyo único objetivo es la acumulación de ganancias. El capitalismo no sólo genera desequilibrios económicos concentrando la riqueza en pocas manos sino que destruye las bases mismas de la supervivencia y de la convivencia humana.

Ni las mejores leyes, derechos y garantías pueden suplantar ni compensar la aniquilación de uno de los derechos humanos fundamentales, que si bien ha sido omitido en la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, constituye la base misma de la estructura familiar y social.

Fuente: http://www.ecupres.com.ar/noticias.asp?Articulos_Id=9065

rCR