Desde diferentes posiciones filosóficas, las ideas de libertad, de autonomía y de igualdad, aparte del ideal utilitarista de la filosofía política inglesa, apoyan la existencia de un Derecho natural, como principio ordenador de la vida en sociedad. Ahora bien, el paso del Derecho natural al Derecho positivo es un salto cualitativo que, forzosamente, debe ir acompañado de la facultad impositiva y/o coercitiva del poder político. Y es en este escenario, el de las posibilidades reales de ejercicio de los derechos, más allá del simple precepto moral, en el que nos debemos mover.
En este sentido, como principio político, la autodeterminación de los pueblos no es más que el reflejo a nivel colectivo del principio de autonomía individual que Kant formuló de manera definitiva. A partir de Kant, el ser humano habría devenido un ser libre, individualmente libre. Así, con independencia del entorno y de las circunstancias, las personas ya han surgido de la obscuridad de la caverna platónica y son capaces de afrontar los avatares de la vida y del mundo. Y ahora, esta autonomía de la voluntad individual, se podría, también, extrapolar a nivel colectivo, y los pueblos, históricamente y culturalmente constituidos en naciones, también deberían ser libres y tener la posibilidad de emanciparse se del Estado opresor.
A lo largo del siglo XIX este principio político se manifestó de manera amplia en la reconstrucción del mapa político europeo y en el logro de la independencia y construcción de los nuevos Estados de la América central y del sur, frente a unos Estados colonialistas en horas bajas. En la América del Norte, ya no ocurrió lo propio. A pesar de que el año 1776, en aplicación de este principio de autodeterminación, los propios Estados Unidos habían hecho su Declaración de Independencia, cuando fueron los Estados del sur, la llamada Confederación, los que la quisieron respecto al resto de los Estados del norte, los de la Unión, éstos no la aceptaron de buen grado. Este hecho provocó una sangrienta guerra de Secesión, donde las causas económicas y de construcción de un mercado interior potente, escondían detrás unos razones de igualdad racial y de libertad. Una libertad, que el propio presidente estadounidense, Woodrow Wilson, empleó, al terminar la 1 ª Guerra Mundial, en su propuesta de rehacer el mapa político europeo, en el intento de aplicar en Europa un principio de las nacionalidades construido idealmente, sin contemplar todos los intereses de los Estados litigantes en el conflicto. La fórmula, sin embargo, no tuvo éxito y, en parte, la 2 ª Guerra Mundial se produjo como consecuencia de las tensiones producidas entre los mismos adversarios de la primera gran guerra, descontentos por los resultados, en el marco de una profunda crisis económica, y en unos momentos de cambio de ciclo y de hegemonía política a nivel internacional.
Así, si como principio político el derecho a la autodeterminación tenía un atractivo encaje intelectual, como derecho internacional aplicable en todas partes, demostró tener una peligrosa debilidad práctica. Con todo, por primera vez, en 1917 el derecho a la autodeterminación había sido reconocido formalmente por un Estado, la URSS, en la Declaración de Derechos de los Pueblos de Rusia. La aplicación práctica del principio de la autodeterminación como norma de derecho internacional se ha producido, sin embargo, siempre a regañadientes por parte de los Estados-nación consolidados, que ven en la aplicación práctica de este principio un peligro para su potencialidad económica, una pérdida de su mercado interior y de su peso político en la escena internacional.
Sólo al terminar la 2 ª Guerra Mundial, en 1945, el principio político de la autodeterminación pasó a norma de derecho internacional en la Carta de las Naciones Unidas, para justificar el proceso de descolonización en el mundo. Así, el artículo 1.2 dice que los propósitos de las Naciones Unidas son: «Fomentar entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto al principio de la igualdad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos …» En principio , parece que todo queda claro, o no, porque se habla del «principio» no del «derecho», y si seguimos con la lectura de la Carta, se vislumbra una confusión deliberada en los conceptos: el texto inicial habla de gobiernos, habla de pueblos, habla de naciones, habla de los Miembros de la Organización; pero, ¿y los Estados, donde quedan los Estados? ¿Cuáles son los Miembros? ¿Los pueblos, las naciones, …? No, ahora sí, también salen los Estados: en el artículo 2.4 dice que: «los Miembros … abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado … » Y al artículo 2.7 dice: «Ninguna disposición de esta Carta autorizará a las Naciones Unidas a intervenir en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados, …» Por lo tanto, ¿en qué queda todo, si los asuntos internos de los Estados son parte de su soberanía, donde queda el Derecho a la autodeterminación de los pueblos? ¿Qué son las naciones, los Estados? O mejor dicho, ¿no será que, en realidad, los Estados son las naciones. Las Naciones Unidas?. El artículo 3 lo deja muy claro: «son miembros originarios de las Naciones Unidas los Estados que ….» La ambivalencia conceptual estaba servida: el derecho a la autodeterminación sólo es válido para la creación de nuevos Estados surgidos de un proceso de pérdida de soberanía del Estado precedente, del Estado colonial. Ya no se trata de un derecho internacional para aplicar en un proceso estatal interno, sino de un derecho de intervención en un proceso de relaciones internacionales.
Así, en la resolución de las Naciones Unidas nº 1514, de 1960, se declara el derecho a la independencia de los países colonizados. Y en 1964, a la hora de proclamar la Declaración Universal de los Derecho Humanos, no se hace ninguna declaración explícita del derecho de autodeterminación. No fue un olvido, era la voluntad explicita del sistema de Estados nacionales creado: la autodeterminación de los pueblos sólo era válida en los casos que era necesario crear nuevos estados provenientes de la descolonización, y no lo era si de lo que se trataba era de segregar parte de un territorio de un Estado ya consolidado. En el artículo 1.1 del Pacto Internacional de Derechos civiles y políticos, del 19-12-1966, se proclamará que: «Todos los pueblos tienen el derecho a la libre determinación …» Y en el punto 3, de este mismo artículo, se dice que: «Los Estados ….. promoverán el ejercicio del derecho a la libre determinación y, respetarán este derecho de conformidad con las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas «. La confusión sigue siendo evidente, ya que el artículo 27 del mismo Pacto habla de que: «En los Estados en que existan minorías étnicas, religiosas o lingüísticas, no se negará a las personas que pertenezcan a dichas minorías el derecho que les corresponda, en común con el resto de miembros de su grupo, estará su propia vida cultural, a profesar y practicar su religión propia ya utilizar su propio idioma «. Es evidente que la idea de la segregación de los Estados consolidados sigue están muy lejos de la mente del legislador internacional.
Y si esto sucede en el ámbito de los países capitalistas desarrollados, en el ámbito de las relaciones internacionales entre los bloques pasa otro tanto: tanto en las resoluciones del Pacto internacional de derechos civiles y políticos del Acta final de Helsinki, de los años 1973-1975, como las Declaraciones del Movimiento de los países no alineados (MPNA), de los años 1970 y 1973, hechas en Lusaka y Argel, el derecho a la libre disposición de los pueblos se contempla en referencia en el contexto de la equilibrio geopolítico de la Guerra Fría, en un caso, o del proceso de independencia política, económica y social de los nuevos Estados surgidos del proceso de descolonización. Con todo, ya pesar de que el objetivo final de la Declaración sobre los Principios de Derecho Internacional, de la Resolución 2625 de las Naciones Unidas, de 24-10-1970, es el mantenimiento de las relaciones de amistad y cooperación entre los Estados , con el fin de proteger la soberanía y la independencia de los Estados con respecto a cualquier intervención por parte de otro Estado extranjero, el texto que contiene esta Resolución dice que: «Todo Estado tiene el deber de promover, mediante acción conjunta o individual , la aplicación del principio de igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos, …» y que «El establecimiento de un Estado soberano e independiente, la libre asociación o integración con un Estado independiente o la adquisición de cualquier otra condición política libremente decidida por un pueblo constituyen formas del ejercicio del derecho de libre determinación de ese pueblo». La letra del texto abre puerta a nuevas interpretaciones: ya no se habla aquí de minorías que tengan derecho a su propia vida cultural, religiosa o lingüística, sino del propio sentido de la expresión «pueblo». En este punto, hay que entrecruzar la interpretación del Principio de autodeterminación con la del Principio de las Nacionalidades. Conceptualmente, si un pueblo es, o se considera él mismo por efecto de su voluntad explícita, una nación históricamente constituida el Derecho internacional debería garantizar su derecho a la libre determinación política.
Hemos llegado al punto inicial de este escrito, a la pregunta que se desprende a lo largo de él: en tanto que principio político basado en un «derecho natural» a la libre disposición de los pueblos, ¿en qué casos y en qué momentos históricos es aplicable para convertirse en uno de derecho político positivo, en un derecho internacional? Porque, de hecho, en el ámbito de las Relaciones Internacionales, siempre se ha dado una tensión entre el ideal político y la política real. Y también es cierto que, habitualmente la «Realpolitik» es preeminente respecto de los ideales políticos: sólo cuando las circunstancias de la lucha ideológica, de los propios intereses económicos o cuando el (des)equilibrio de fuerzas a nivel internacional lo aconsejan los Estados pregonan las virtudes de este derecho, como fue el caso de la desmembración de la antigua URSS a partir del año 1990, o de la antigua Yugoslavia a partir de 1991, ante la precipitación de la política exterior germánica en el reconocimiento de Croacia y Eslovenia, y ante una política exterior del resto de los estados europeos indolente y perpleja, por no hablar de la segregación repentina de Checoslovaquia.
El ejercicio real del derecho a la autodeterminación y de secesión pone en evidencia, una vez más, los límites reales del Derecho internacional o, mejor dicho, del Derecho interestatal. Entretanto, la arena y el viento del desierto argelino del Tindouf todavía encuentran la cara y las manos del pueblo saharaui, en un éxodo que dura desde hace 37 años; mientras que las cenizas de las naciones balcánicas, que iniciaron el ciclo de las guerras mundiales en los inicios del siglo XX, aun queman en Kosovo.
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