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A modo de nota sobre una nota de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero a un artículo de Carlos Rivera Lugo.

El derecho, la teoría, el capitalismo y los cuentos

Fuentes: Rebelión

Efectivamente, con fecha 21/11/10 apareció publicado en Rebelion.org un artículo de Carlos Rivera Lugo, El comunismo jurídico, con dedicatoria para al fallecido jurista Julio Fernández Bulté y prolongando un diálogo que mantuviera con él en otro tiempo a propósito de la conveniencia y la oportunidad de pensar algunos impensados, de retomar una apuesta política que […]

Efectivamente, con fecha 21/11/10 apareció publicado en Rebelion.org un artículo de Carlos Rivera Lugo, El comunismo jurídico, con dedicatoria para al fallecido jurista Julio Fernández Bulté y prolongando un diálogo que mantuviera con él en otro tiempo a propósito de la conveniencia y la oportunidad de pensar algunos impensados, de retomar una apuesta política que diversas coyunturas han dejado aparcada durante demasiado tiempo: un diálogo, en todo caso, necesario… sobre una cuestión muy importante. La referencia explícita a Fernández Bulté centra de entrada en ese artículo el ámbito de la reflexión en el terreno de la filosofía del derecho, y el desarrollo del texto evidencia inmediatamente el peso político (en lo general y en lo concreto) que trae aparejada una reflexión sobre ese asunto.

A mi entender, Julio Fernández Bulté fue, en la misma medida, un pensador de/en la revolución y un teórico de la ley y del derecho. Y quizá por ese compromiso tuvo necesariamente que confrontar con las componendas que quisieron convertir las exigencias de la coyuntura en bondades y en principios universalmente válidos: algo que en sí mismo e independientemente de cualquier otra consideración honra su memoria. Carlos Rivera Lugo recurre a su autoridad y a un común acuerdo de fondo para plantear una posición que, argumentando con los principales referentes del materialismo jurídico, se refiere inicialmente a Cuba pero que rápidamente se abre a nuevas posibilidades geográficas y temporales: Venezuela, Bolivia, Ecuador. Laboratorios posibles para una nueva apuesta revolucionaria.

Después del 59, la fuerza de las relaciones sociales que se abrían paso en Cuba fue capaz de hacer(se) norma y de traer a la luz una constelación de posibilidades que apuntaban a un mundo nuevo; un mundo no sometido a los dictados del capitalismo internacional o de las elites económicas engordadas en la explotación y en el sometimiento de amplias masas sociales. Esa capacidad de hacer ley relaciones de cooperación y de no-dominio, esa materialización práctica de la dignidad sublevada, esa afirmación de soberanía en acto, ese constitucionalismo material de la Revolución -dice Carlos Rivera- fue superior a todas las constituciones formales bajo las cuales Cuba había vivido previamente. Ese modo de poner en marcha los mecanismos de la democracia más directa, esa apuesta decidida por la creación y organización de formas de soberanía efectiva, esa capacidad inventiva que lleva a articular los órganos del poder popular es, además -y, diciéndolo de otro modo, también Carlos Rivera alude a ello- una de las principales razones por las que la Revolución Cubana pasó casi inmediatamente a convertirse, en el imaginario colectivo, en la patria colectiva de la dignidad sublevada y pugnante; casi como durante varias décadas, entre las primeras del siglo XX, la Unión Soviética fue la patria de todos los proletarios… fuera cual fuera su lugar de nacimiento, e incluso su adscripción política.

Carlos Rivera señala cómo hay un hilo común a las dos experiencias a las que acabo de referirme (la revolución de los soviets y la de los órganos del poder popular… pero podríamos añadir por nuestra cuenta una tercera experiencia, la de las colectivizaciones en el período revolucionario de la contienda civil española: otro momento -y hay pocos más que puedan históricamente ser referidos- de afirmación soberana del poder de la socialidad común): en ambos casos se da fuerza de ley, materialmente, concretamente, en acto, a diversas actuaciones que bloquean los mecanismos de reproducción de la ley del valor. Y no son pocos los ejemplos… incluso si sólo miramos a Cuba: frente a la pauperización y la explotación, expropiación de latifundios y de otros medios de producción; frente a la producción para el mercado, producción para la satisfacción de necesidades, con la decidida apuesta consiguiente por la diversificación de los cultivos y por la industrialización; frente a los intereses del capital, nacionalización de los bancos en 1960, de las compañías de seguros en 1964, planificación de la industria desde mediados de los 60, sometimiento de los negocios privados a la planificación a partir de 1968; y en paralelo, frente a la mediación del poder, generación de instancias horizontales y no-mediadas de toma de decisiones, como las diversas experiencias de poder popular que alrededor de 1970 se extienden por toda la geografía cubana… Una socialidad que escapa a la normalización, que se niega a someterse a norma, a atenerse a límites infranqueables: que construye su norma sin sometimiento a ningún absoluto previo (sea éste el sacrosanto derecho de propiedad o la muy kantiana y económica ley que determina el valor de las mercancías y que regula el intercambio de equivalentes y los derechos que competen a individuos libre-iguales) una soberanía que se refuerza en su ejercicio, esto es, que toma su sustento, su fuerza normativa, en su capacidad efectiva para organizar la convivencia con criterios «humanos», no «económicos» (como decía la vieja fórmula… y contraviniendo la «racionalidad-legalidad» del intercambio de equivalentes…, promoviendo un mundo en el que se espera de cada uno según sus capacidades, y se garantiza a cada uno según sus necesidades, en un marco de relaciones decididas «en común»). Y esa patria de la dignidad sublevada se nos hace aún más propia, se convierte en referente, cuando además sabemos que algunos de los dirigentes de la Revolución apoyan y promueven abierta y decididamente -hablo del Che, naturalmente- esa apuesta por el optimismo creador de vida nueva (sí, vida nueva), en constante movimiento (sí, constante movimiento), enfrentada a los enemigos que desde dentro y desde fuera esperan la oportunidad para destruirla (sí, una revolución movilizada; sí, alegría de la libertad que se conquista y que, como se puede perder, debe ser defendida; sí, sí, un mundo nuevo, un hombre nuevo, una nueva física de lo social construida en la confluencia de las potencias arrancadas a la explotación).

Me aparto, soy consciente de ello, de la letra del artículo de Carlos Rivera… y no le hago a él responsable de mis palabras… pero seguiré apoyándome en lo que él señala para ampliarlo un poco por mi cuenta.

Esto otro Carlos Rivera tampoco lo dice: alude sólo, como de pasada, a «la llamada institucionalización y constitucionalización que culmina en 1976″… pero yo sí quiero decirlo explícitamente: a partir de mediados de los años 70 la revolución cubana se adentra por los cauces de la normalización. Y lo hace, como también lo hizo la Unión Soviética desde finales de los años 20, sometiendo a norma (a una norma establecida como tal en otra instancia) la capacidad normativa, la capacidad constitucional, la soberanía, del propio pueblo cubano. En enero de 1976 se desarrolla el primer congreso del Partido Comunista de Cuba y el 15 de febrero la Constitución, en sus capítulos VIII y IX, «regula» las articulaciones del poder popular. Con todo, el primer párrafo de su artículo 4 dice todavía: «En la República de Cuba todo el poder pertenece al pueblo trabajador que lo ejerce por medio de las Asambleas del Poder Popular y demás órganos del Estado que de ellas derivan, o bien directamente». En la revisión de 1992… el contenido de ese artículo simplemente ha desaparecido. La constitución cubana, cabe decirlo así, ha restablecido EL DERECHO. No el derecho burgués: el derecho, una medida, una norma, un absoluto (por muy «mundano» que éste sea) al que el ejercicio de la soberanía debe atenerse. No es un asunto baladí: restablecido el derecho… se restablece su funcionamiento «racionalmente normado» y, con él, paulatinamente, se restablecen los automatismos del mercado: a partir de mediados de los 70 se estimula la producción de bienes de consumo (o, lo que es lo mismo, para el consumo); a partir de 1978 se restablece el sistema de pagos entre empresas estatales y se fija, por necesidades macroeconómicas, que cada una de las unidades productivas debe obtener beneficios; en 1980 se autoriza a los productores la venta privada, de manera que junto al mercado de productos de primera necesidad (racionados) existe un mercado paralelo de productos «complementarios»… y otro al que pueden acudir con sus productos los campesinos y artesanos…

Renuncio a seguir describiendo la pendiente (…a cuya lógica se atienen también hoy las medidas que anuncian «con prudencia» los dirigentes cubanos). Ese no es aquí, al menos directamente, el asunto en cuestión.

Sí lo es, en cambio, la cuestión del derecho; la cuestión, esto es, de la «norma», la «medida» a la que «deba» someterse la soberanía. A mediados de los 70, en Cuba, se tomó la decisión de que el poder popular (la soberanía) pasase por la mediación de la constitución, … de que el poder popular, dicho de otro modo, se sometiera a restricciones o a consideraciones «de índole superior»: lo importante en esta cuestión no es, evidentemente, la «constitución», sino la «mediación necesaria» que se articula como norma. En la Unión soviética, tras la toma del poder por Stalin… se tomó la misma dirección. Si los teóricos marxistas del derecho y del Estado (en primer término y con mayúsculas, Pashukanis y su escuela, discutiendo con las corrientes neokantianas del derecho) habían mostrado que el derecho (el derecho: no el derecho burgués) no es sino la expresión jurídica de la normatividad inmanente del intercambio de equivalentes, que, por eso, el derecho como tal sólo existe en el mundo burgués y que, por tanto, el comunismo, esto es, una relación social que se niega a someterse como única norma a la exigencia de equivalencia en los intercambios (de nuevo la fórmula: a cada uno según sus necesidades, de cada uno según sus capacidades) sólo puede pensarse como extinción del derecho…, si el marxismo más comprometido había desechado la forma burguesa de mistificación de los Absolutos, Stalin, en lo que supone una inflexión definitiva sobre las exigencias prácticas que determinaron las actuaciones de los dirigentes soviéticos en el período anterior, decidió que la construcción del socialismo pasaba por la (re)instauración de un sistema de derecho: y le encargó la tarea a Vyshinski, el famoso fiscal de los juicios…

Carlos Rivera no se adentra por estos desvíos… explica los cambios acaecidos en Cuba como consecuencia de la situación geoestratégica que obligó a «instaurar un orden económico-jurídico de guerra» y, justificando así de algún modo el «tránsito», se limita a señalar la oportunidad que la historia vuelve a presentar para retornar a la anterior situación.

Y es ahí justamente donde se asienta el aspecto propositivo de su artículo. En dos momentos: cuenta, en primer lugar, cómo con ocasión de una conferencia que pronunció en La Habana hizo partícipe a Fernández Bulté de su admiración por la «autenticidad portadora de un nuevo referente históricamente esperanzador» de la experiencia jurídica de la Cuba anterior a 1976 y cómo ambos coincidieron entonces «en la apreciación de que el derrumbe del llamado socialismo real era sobre todo una oportunidad histórica para que el Estado y el Derecho de la Cuba revolucionaria retomaran sus raíces autóctonas». Más adelante, señala : «Los cambios más recientes vividos en Nuestra América -en particular, a partir de los procesos de refundación emprendidos en Venezuela, Bolivia y Ecuador, entre otros- han vuelto a poner sobre el tapete la pertinencia de reemprender esa resignificación de la forma jurídica a la que nos invitó Marx, Pashukanis y el Che, sobre todo a partir de la crítica de la forma-valor y el imperativo de refundar lo normativo a partir de la forma-comunidad, es decir, la comunidad como fuente material alternativa al mercado».

La propuesta de Carlos Rivera, por tanto, es tomar como puntos de inflexión los nuevos acontecimientos «geoestratégicos» y políticos (hace unos años, el derrumbe de la experiencia del socialismo real; ahora, los procesos de refundación social abiertos en Latinoamérica) y, a partir de ellos, recuperar, ahora que es posible, cabría añadir, la potencia liberadora y constructiva de los nuevos procesos políticos abiertos. Poner como centro de la consideración, en primer lugar, las necesidades de la comunidad para desde la primacía de la forma-comunidad, desarticular las derivaciones jurídicas y políticas de la forma-valor. De ahí, precisamente, el título de su artículo: El comunismo jurídico: el fantasma del comunismo real del siglo XXI emprendiendo su marcha para abolir y superar el Derecho actual. Para ello «hay que romper con los viejos moldes de la filosofía y teoría del Derecho que prevalecieron bajo el llamado socialismo real europeo e instituir en su lugar un nuevo marco apuntalado en las ideas seminales acerca del Derecho legadas por Marx».

Carlos Rivera, además, no presenta esta tesis de manera ingenua y, por eso, aún apoyándose en una «literatura contemporánea» (Hardt, Negri, de quien explícitamente se toma la fórmula que sirve para dar título al artículo) dada a excesos lingüísticos y a optimismos casi patológicos… no deja de señalar, citando al propio Fernández Bulté, que ya la sociedad civil asume en múltiples ocasiones un papel autorregulador en el capitalismo… y que, por tanto, no se trata tanto de «devolver a la sociedad» la capacidad normativa que el Estado ha considerado suya, cuanto, de manera más precisa, de modificar la clave articuladora del discurso fundamentador del Derecho para pensarlo efectivamente desde una forma-comunidad que excluya la prevalencia y la reproducción de la forma-valor.

Se trata, sin duda, de un asunto serio. Un asunto que incorpora diversas vertientes, tanto teóricas como históricas y políticas… y que, cuanto menos, merece ser discutido. Y hay en él cosas que discutir. Sin duda. Desde las concreciones más puntuales hasta las derivaciones más generales… se le pueden y, quizá, deben, hacer preguntas. Ahí van algunas: ¿la mirada jurídica desde la primacía de la forma-comunidad… supone la destrucción del Derecho o la construcción de un nuevo Derecho? ¿Cabe un Derecho comunista? ¿Cómo bloquear -en la práctica- las reconducciones «hacia la sociedad civil» de la forma-valor? ¿Puede esa «revolución» jurídica hacerse al margen de lo geoestratégico? ¿Debe hacerse «utilizando el poder del Estado» o destruyéndolo?… y mil más. Todo un programa de investigación podría abrirse.

El asunto que plantea Carlos Rivera es un asunto serio… y lo plantea muy seriamente. Yo, debo reconocerlo, sólo le conozco por lo que le leo en Rebelión, y debo decir que aunque -como se habrá colegido por la manera en que más arriba «prolongo» algunas de las cosas que él dice- no comparto su, en mi opinión, excesiva «comprensión» hacia las políticas reales practicadas en Cuba los últimos, al menos, 35 años, sin embargo, si dejo de lado esa diferencia de «tono», no puedo sino admirar la manera clara y sencilla en que plantea la cuestión y la forma en que sabe expresar sus posiciones sin herir sensibilidades y sin provocar inmediatamente reacciones a la defensiva. Admiro, digo, esa capacidad que sin duda yo mismo no tengo. Me parece además particularmente interesante, tanto desde el punto de vista teórico como político, la manera en que hace confluir (no sólo en el artículo del que hablamos sino también, por ejemplo, en el que hace unas semanas tituló El modelo cubano) las cuestiones político-económicas y las jurídico-políticas, poniendo de manifiesto cómo, en ambos asuntos, lo fundamental es la pervivencia de la forma-valor o su sustitución por lo que llama la forma-comunidad: poniendo de manifiesto, esto es, que lo político, lo económico, lo jurídico… son diferentes aristas del mismo asunto y no realidades que puedan considerarse y abordarse como si fueran independientes: «es hora de comprender que no hay mejor palanca para el desarrollo y la producción de riqueza que una democracia radical, es decir, la participación activa de todos los miembros de la sociedad como protagonistas de los procesos decisionales de su comunidad, incluyendo los relativos a la producción social y la distribución de sus frutos».

La posición de Carlos Rivera Lugo puede considerarse correcta o incorrecta, puede prolongarse o desmontarse, se puede aplaudir o criticar. Lo que no se puede hacer, me parece a mí (y no tanto -aunque también- por mantener un mínimo respeto personal e intelectual sino, fundamentalmente, porque hacerlo supone obviar la importancia de la cuestión abordada), es despachar su intervención diciendo que «no queremos tomarla en particular con el autor del artículo, al que no conocemos». Y es eso precisamente lo que hacen Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero (a los que, por otra parte, me empeño en considerar, entrañables amigos).

Con fecha 4/12/10, extrañamente, aparece publicado en Rebelion.org un texto de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, titulado Comunismo y Derecho, en el que estos autores despachan como digo el artículo de Carlos Rivera… tomándolo sólo como «ocasión» para hablar… de otras cosas. En los siguientes términos: «ese artículo que defiende tesis a nuestros ojos escandalosamente erradas, tiene sin embargo la paradójica virtud de presentarnos en una especie de espejo invertido todo lo contrario de cuanto llevamos intentando defender en nuestras últimas publicaciones, y en especial […] queremos decir unas palabras sobre el asunto porque ahí se condensan unos cuantos tópicos que son muy habituales entre nosotros, los comunistas o los anticapitalistas». Literalmente. En esos términos. A partir de ahí nada en relación con el asunto del que habla el autor, nada en relación con lo que el autor dice. Nada sobre la realidad cubana, nada sobre las alternativas abiertas en Cuba (o en otros sitios), nada sobre la necesidad de pensar las formas de articulación jurídica y política de la sociedad cubana…: nada. Nada, salvo que se quieran referir a ello cuando dicen que no quieren «vivir en perpetuo poder constituyente» o que quieren «instituciones que se sostengan en pié por sí solas sin necesidad de agotar en ello la vida de los seres humanos» o que los comunistas… «queremos descansar».

Extrañamente… porque si realmente las tesis de Carlos Rivera Lugo fueran «escandalosamente erradas», lo menos que cabría esperar de unos autores que en el mismo texto dicen estar haciendo «teoría»… es que señalaran al menos (mejor aún si justificaran por qué) qué es lo que tan escandalosamente está errado. El lector del texto esperará inútilmente esa explicación… y al final no le quedará más remedio que entender algo así como que está «escandalosamente errado»… porque dice «todo lo contrario de cuanto llevamos intentando defender en nuestras últimas publicaciones». Pido perdón a los autores -a los que considero, como digo, amigos- si tal lectura les ofende… pero realmente no encuentro en su texto (ni en éste ni en ningún otro de los que han publicado… recientemente o no)… ningún argumento por el que el texto de Carlos Rivera les pueda resultar «escandalosamente errado»… salvo que dice -según afirman- lo contrario de lo que ellos dicen. Ninguna argumentación. Ninguna argumentación, aunque sí apariencia de ella… acompañada de cierta dosis de demagogia.

El asunto no deja de ser importante porque, en mi opinión (que espero no se pueda despachar simplemente diciendo que se trata de «un tópico»), resulta que precisamente es imperioso decir justamente lo contrario de lo que Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero llevan tiempo diciendo, escribiendo… y haciendo pasar por única forma racional y materialista posible de pensamiento: tanto que no se olvidan de decir expresamente que quien critica el Derecho da al traste con el pensamiento mismo, que quien critica el Derecho se pasa de listo de manera inevitable queriendo ser más listo que Kant o que Hegel al pretender superar el pensamiento científico (que arbitraria y demagógicamente identifican, sin más prueba que su propia palabra, con las versiones hegeliano-kantianas de lo jurídico) y cayendo así «de narices» en «la religión, la ideología y la ignorancia».

Los autores del texto sólo encuentran «ante todo» un asunto verdaderamente importante: el Derecho. Y sobre este importante asunto… han encontrado la última palabra: en Kant y en Hegel. Todo lo demás… es un pasarse de listos inevitable queriendo «inventar algo más allá, más elevado, más alto o más revolucionario que la idea misma de Derecho».

Sobre este último entramado de asuntos es sobre el que quiere incidir este «a modo de nota» que redacto y presento. No, ciertamente, porque la cuestión que plantea Carlos Rivera Lugo me parezca irrelevante o secundaria (que no me lo parece, sino todo lo contrario) sino porque en los últimos tiempos, de manera reiterada, Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero han hecho de esos asuntos el leitmotiv de sus intervenciones públicas, insistiendo cada vez de manera más clara en que esa suya es la única manera posible de pensar (sin caer en la religión, la ideología o la ignorancia), de ser materialista o, incluso, de ser marxista. Por contra, yo considero que esa opción por ellos adoptada es la más radicalmente opuesta a un pensamiento materialista, a un pensamiento, esto es, que renuncie -en expresión althusseriana- a «contarse cuentos». Y no es ésta -ninguna lo es- una discusión «puramente filosófica». Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero se cuentan cuentos. En este caso, el cuento del Derecho. De manera más específica: el cuento de «la idea misma de Derecho».

Fernández Liria y Alegre Zahonero sostienen (puede leerse en varios lugares de su obra común, por ejemplo en los primeros capítulos de su Educación para la Ciudadanía, aunque también lo ha defendido en solitario Fernández Liria en Geometría y Tragedia), que uno de los grandes descubrimientos de los griegos (más concretamente, del Sócrates platónico) es una determinada gramática a la que llaman Razón, que deciden convertir en norma de funcionamiento de la convivencia. Con Sócrates, el mundo griego habría decidido someterse a la norma de la racionalidad y, por tanto, dejando al margen cada uno sus intereses privados o de grupo, hablar «la palabra de cualquier otro» y establecer como legalidad la que cualquier otro establecería. Al así hacerlo, habrían fundado el verdadero espacio de la Libertad en el que el deber-ser es la verdadera norma. Esa «gramática de la libertad» tendría como una de sus máximas expresiones «la idea misma de Derecho», la afirmación -la más grande conquista de la humanidad, dicen- según la cual hay que obedecer las leyes porque, siendo éstas expresión de la Razón, son leyes en sentido pleno: expresan lo que debe ser necesariamente y son, por tanto, leyes «que valen para todos».

Lo que para nuestros autores hace que una ley valga para todos es, precisamente, que ha sido producida desde ese «espacio vacío» que es el ágora. Un espacio que es vacío porque es «el lugar de cualquier otro»: un lugar en el que verdaderamente «todos son libres» y «todos son iguales»… y donde todos deciden «lo que es racional decidir». Empezaré por esta cuestión, sólo aparentemente historiográfica o académica.

Se ignora qué datos (digo datos) tienen nuestros autores para sostener que eso fuera lo que Platón y el Sócrates platónico «fundaron». Todos los datos (digo datos) indican que lo que sucedió en el mundo griego fue más bien lo contrario. Desde el siglo -V, y como consecuencia de unos procesos históricos muy concretos, el demos ha irrumpido en la vida pública del mundo griego y su presencia ha sido determinante en la historia griega (y, pasado el tiempo, visto en perspectiva, del mundo). Y es la importancia que va adquiriendo el demos la que hace que se transformen las costumbres y las leyes. Por su presencia política se construyen precisamente las primeras instituciones de la democracia y, en consecuencia, deja de ser posible un ejercicio del poder sustentado sólo en los principios de la tradición y en la legalidad del linaje. Como consecuencia de esa irrupción del demos en la vida pública, en el siglo -V encontramos las primeras discusiones teóricas sobre el papel y la función de la ley y, también, los primeros intentos de justificación racional de las diversas posiciones al respecto. Unos autores para señalar que los ciudadanos están legitimados para establecer las normas que deseen (al fin y al cabo el hombre es la medida de todas las cosas) otros para sostener que debe gobernarse como siempre se ha hecho, que deben gobernar los que siempre han gobernado. Anaxágoras, Arquelao, Trasímaco, Antifonte, Demócrito, Hipias, Calicles, Critias o el mismo Sócrates son algunos de los autores que entraron en esa polémica y mantuvieron una controversia sobre el origen y la función de la ley que, al menos tanto como controversia «teórica», es una controversia política. Sin embargo, nuestros autores, sin decir ni una palabra sobre ninguno de ellos -como si no existieran-, sin pararse a considerar lo que en esa discusión está en juego y lo que representan en la disputa las distintas posiciones que unos y otros mantuvieron, deciden atribuir a Platón (como si el invento, además, surgiera del vacío, como si no existieran esos asuntos «prácticos»), nada menos que el descubrimiento de lo que cabría denominar «el continente Razón» y dicen que lo que sostiene Platón (y no cualquier otro: se ignoran también los motivos de la preferencia… porque nuestros autores se ahorran también en esto cualquier tipo de discusión o referencia), dejando de lado los intereses de parte (!!!) establece la racionalidad como principio de decisión última.

Cualquier estudiante de filosofía -cualquier lector atento- sabe que lo que Platón «descubrió» (apropiándose para ello de manera fraudulenta y torticera de la figura de Sócrates) no es la racionalidad, ni el valor del conocimiento o la importancia de la ciencia (cosas todas ellas que estaban ya descubiertas y cuyo descubrimiento, por tanto, sólo se puede atribuir a Platón por ignorancia o por afán interesado de tergiversación) sino el argumento por excelencia para oponerse a la democracia. A cualquier forma de democracia. Platón «descubrió» que sólo debe gobernar el que sabe cómo hacerlo: el que conoce los Absolutos, el conocedor de las Ideas, el que se ha adiestrado en el uso de la Razón. El «argumento» platónico es, desde entonces, repetido por los más variados tecnócratas y/o enemigos de «conceder al vulgo» capacidad de decisión sobre los asuntos públicos. Lo que Platón defiende es una forma de entender las relaciones políticas en la que los ciudadanos no pueden decidir sobre los asuntos que tienen en común, sobre los asuntos de la ciudad; una forma de entender la sociedad en la que la capacidad de decisión política es arrebatada a los ciudadanos. Debe gobernar el que sabe, debe gobernar La Razón… y eso es lo que convierte a las leyes que se promulgan en verdaderas leyes.

A esa normatividad que se afirma derivada del atenerse de la ley a la forma de la ley es a lo que nuestros autores llaman Derecho: «la idea misma de Derecho».

Para nuestros autores, la Razón y la Libertad generaron, desde tiempos de los griegos, un deber-ser universal al que todos deben obedecer: el Derecho. La Razón, sostienen, funda el reino de la Libertad. Inventan incluso una especie de invariante antropológica que, desde ese supuesto, convierten en base de todas las formas sociales históricamente dadas (y a ese proceder lo hacen también pasar por «teoría» en El orden del Capital, su último libro conjunto). Desde ese supuesto, tal como presentan las cosas, el capitalismo es malvado no porque sea un orden de explotación y de expropiación de la capacidad democrática de decidir, sino porque impide que La Razón reine. Y frente al capitalismo… sueñan con un comunismo que se caracterizaría (no porque se suprima la explotación y los ciudadanos recobren la capacidad normativa que les ha sido arrebatada) por ser el territorio, el «espacio vacío», en el que la Razón reinaría definitivamente, esto es, dicho de otro modo, un «modo de producción» caracterizado por la planificación económica. Una planificación que debe hacerse en nombre de La Razón. Eso es todo. No otra cosa.

Podemos leerlo en el libro que titularon Educación para la Ciudadanía (p. 136): «Una cosa es que el derecho no funcione bajo condiciones capitalistas de producción, o que funcione de manera tan defectuosa que se convierta en un mero instrumento de dominación para las elites más poderosas, y otra bien distinta es que el derecho tenga que ser eso necesariamente. Más al contrario, podría defenderse que el derecho no puede ser más que lo que ya dijimos antes, la gramática de la libertad, y que si bajo condiciones capitalistas de producción aparece convertido en un instrumento dictatorial de poder, no es porque al derecho le corresponda ser eso, sino porque bajo esas condiciones el derecho resulta impracticable. Lo que se impone no es, por tanto, decir que puesto que eso ocurre bajo el capitalismo, el derecho es eso en realidad, sino más bien que en esa realidad el derecho es imposible y que aquello a lo que se llama derecho no es el derecho sino una apariencia de derecho». Lo que a nuestros autores les interesa del Derecho es lo que éste «debe ser». En su propio lenguaje, lo que debe ser el deber ser para que pueda decirse que debe ser.

No abundaré demasiado en el asunto porque conozco a Fernández Liria y a Alegre Zahonero… y los estimo mucho. Diré solamente: 1) el único espacio en el que los seres humanos se relacionan exclusivamente como absolutamente libres y absolutamente iguales es el mercado capitalista (de mercancías y de fuerza de trabajo: como Marx demostró en El Capital); 2) lo que hace que una ley sea una ley es que ha sido promulgada por una autoridad soberana, es decir, una autoridad que tiene la efectiva potestad de hacerla cumplir; 3) allí donde se impone un «deber ser» absoluto (la necesidad, por ejemplo, de decidir lo que es racional)… como muy bien sabía Platón, no hay democracia: donde debe decidir la Razón (suponiendo que la tal Razón no sea una quimera) no hay democracia, no hay -no puede haber- ni siquiera política… y puede perfectamente decidir un equipo de técnicos o alguien hábil y experto. Por ejemplo… un comandante (u otro comandante… porque todos los comandantes -todos- lo son en el mismo sentido), o un grupo de expertos (por ejemplo, ¿por qué no?, los del FMI), o un Partido. Y creo no equivocarme si pienso que es a eso a lo que nuestros autores se refieren cuando dicen que los comunistas quieren no tener que estar decidiendo continuamente, que son comunistas porque «quieren descansar».

Sostienen Fernández Liria y Alegre Zahonero que el Derecho es «la única escalera que ha inventado el ser humano para elevarse por encima de la religión y la tradición». Lo cierto es que se trata justamente de lo contrario. El Derecho es la escalera que los ideólogos del sometimiento necesario han esgrimido cada vez que quisieron argumentar contra la potencia subversora de la soberanía en acto, fuera para moderarla o para anularla.

En realidad, son los teóricos de la burguesía (y no los griegos) los inventores de «la idea misma de Derecho». Porque el Derecho no es sólo el conjunto de las leyes. El Derecho es la pretensión de que las leyes deben ajustarse a un principio fundante, a una normatividad superior, a una Legalidad Suprema que le confiere validez, que permite considerarlas como verdaderas leyes. En las fases finales del Medioevo, y no antes, para contrarrestar la tendencia centralizadora de las monarquías europeas impuesta como una necesidad por las revueltas campesinas, algunos de los ideólogos de la nobleza y del clero, utilizando para ello algunas reflexiones sobre la ley natural que en Agustín o en Tomás de Aquino habían formado parte de la reflexión teológica, afirmaron que hay un Derecho Natural (que procedería del Orden de la Creación) que el soberano debe obedecer para que sus leyes sean legítimas. La reflexión sobre el Derecho como una disciplina teórica con objeto propio surge, así, en el ámbito de las justificaciones de parte en la disputa política en torno al ejercicio del poder e incide, nuevamente, en la necesidad del sometimiento de la soberanía a normas que trascienden las propias relaciones sociales y políticas. Y es en los teóricos de la burguesía en ascenso, entre finales del XVI y principios del XVII, y no antes (Bodino, Grotius, Althusius), donde encontramos formulada por primera vez la idea de que el Derecho se fundamenta en una suerte de Absoluto laico al que unos llaman Razón y otros naturaleza humana. La primera teoría del Derecho en sentido propio, el iusnaturalismo, así, en su vertiente abiertamente teológica como en su vertiente mundana, es afirmación de un deber-ser al que debe someterse el poder soberano. Después de Hobbes, en paralelo con las dinámicas que tienden a determinar y hacer autónomas las «leyes económicas» (a «naturalizar», esto es, el intercambio de equivalentes y la ley del valor), se construye el discurso de la fundamentación de la actividad política como arte de promulgar leyes que, de modo «racional», supongan la garantía de los pactos privados entre individuos jurídicamente libres e iguales. Si en Hobbes aparece la necesidad de esa garantía en el modo de la crisis, en Locke o Rousseau y, más tarde y de manera más articulada en Kant y Hegel, lo hace como determinación fundante, para acabar articulando una ideología para la que el Estado (que, en rigor y en sentido propio, empieza históricamente a existir en ese momento) es la racionalidad absoluta y las leyes la expresión más acabada del deber ser. Eso que Fernández Liria y Alegre Zahonero llaman la «ilustración republicana» es, ni más ni menos, la expresión más acabada de la ideología que fundamenta el Estado burgués como Estado de Derecho. Pero, extrañamente (¿extrañamente?), para hablar del Derecho, nuestros autores tampoco tematizan ninguna de las intervenciones de los autores de ese período, como si no existieran o como si no fueran relevantes los «asuntos prácticos» frente a los que mantienen sus diferentes posicionamientos ideológicos y teóricos.

A principios del siglo XX, Hans Kelsen, el gran jurista neokantiano, vino a afirmar algo parecido al decir que las leyes forman un sistema formalmente articulado a partir de una serie de normas básicas que le sirven de fundamento. Y aunque afirmó -no se atrevió a afirmar otra cosa- que ese fundamento último de todo el sistema jurídico es el «derecho internacional», ya Carl Schmitt mostró hasta qué punto esa mera afirmación denota la pervivencia del iusnaturalismo en su pensamiento. Esa concepción del aparato jurídico como dependiendo de una fundamentación, del Derecho como «deber ser», es la expresión última de la ideología burguesa de la naturalidad del capitalismo. Pero nuestros autores, de nuevo, ni discuten con el positivismo ni con el realismo jurídico, ni hablan de las posiciones de Weber, ni de las del propio Kelsen o las de Bobbio, ni discuten con Schmitt… ni se paran a considerar las posiciones mantenidas por los autores que desde el marxismo han entrado en la polémica. Les debe parecer un proceder «escandalosamente errado». Las aportaciones políticas y teóricas que autores como Lukács, Korsch, Lenin, Stucka, Renner, Pashukanis, Gramsci, Cerroni, Poulantzas, Miliband o el propio Althusser avanzaron al respecto, en discusión y, por eso mismo, en diálogo teórico, tampoco son dignas de discusión para nuestros autores (que no les dedican ni una sola línea) porque, si hacemos caso a lo que señalan en el primer párrafo del artículo que comento… no pasan de ser «unos cuantos tópicos».

Ningún análisis; ni una sola discusión con los teóricos de lo social y del Derecho. Y sin embargo, a pesar de todo, nuestros autores, dicen estar haciendo «teoría». En lugar de hacerlo, sacan simplemente a pasear al fetiche-Sócrates y al fetiche-Kant (a cuyo cortejo se suma ahora, al parecer, el fetiche-Hegel, hasta hace poco tan denostado).

Para nuestros autores el Derecho existe sólo en el reino de Lo Inteligible (Idea, Medida y Norma de todo Derecho posible) y, como no puede ser identificado con ningún Derecho realmente existente, se conceden la licencia -ellos que deben haberlo contemplado en eidética comunidad y, al parecer, lo recuerdan- de ahorrarse el penoso trabajo de discutir los conceptos con los que precisamente los teóricos del Derecho trabajan. La «teoría» tiene que vérselas con conceptos. Trabaja con ellos y los trabaja. Y con ellos construye un sentido capaz de dar cuenta de problemáticas cuyo conocimiento se produce en ese «trabajo teórico». Siempre pensé que Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero entendían en este mismo sentido la expresión «trabajo teórico». En su texto descubro que no es así, que «la teoría es un negocio con las palabras». Palabras, pues, e Ideas… donde la teoría exige conceptos. Se entiende entonces que nuestros autores, sin pararse a analizar o discutir ni una sola vez (ni en éste ni en ningún otro texto que hayan escrito, ni en común ni por separado) los conceptos que discuten los teóricos del derecho (lo que dice Rivera Lugo en este caso), puedan venir a decir -como dicen- que han dejado «bien sentado lo que es el derecho en sí mismo».

Diciendo ser «teoría», en sus escritos, la retórica sustituye al aburrido trabajo de estudio y a la discusión de los textos y de los conceptos, de su pertinencia y de su trabazón discursiva. Lo afirmado por Carlos Rivera Lugo, por eso, les puede resultar «escandalosamente errado», sin señalar las razones ni del error ni del escándalo, sin pararse a discutir con él o sin, acaso, leer (verdaderamente) lo que dice. Mientras que la Teoría del Derecho tiene que vérselas necesariamente con una objetividad concreta -el Derecho mismo y las leyes- con la materialidad de un factum, nuestros autores están convencidos de la necesidad de pensar el Derecho como una de las parcelas constitutivas de la moralidad, como territorio en el que se dilucida el «deber ser», del que, por tanto, el «ser» queda excluido como una contingencia exógena: pura excrecencia que, en todo caso, puede atenerse al deber ser u oponer límites a su triunfo en lo mundano (tal el capitalismo, dicen). Para nuestros autores, dicho de otra forma, el Derecho no es lo que el Derecho es sino lo que el Derecho debe ser aunque no lo sea. Y a eso quieren que nos atengamos para construir el comunismo.

Lastre teórico y perversión práctica: lo importante no es obligar al soberano a someterse al imperio del Derecho. Lo realmente determinante es quién sea el soberano.

¡Lo que debe ser! ¡El derecho en sí mismo! Quimeras entre las quimeras. Cuentos con los que los ideólogos de la burguesía han vestido (y ninguna otra clase dominante lo había hecho así antes) las formas organizativas de su dominio. Sucede, sin embargo, que sobre el deber-ser, a pesar de Kant, no hay conocimiento posible. Sobre el deber-ser no hay posible «teoría». Simplemente porque no hay deber-ser. Aunque sólo fuera por definición, el deber-ser no es. La pretensión de acceder a un conocimiento del deber ser es un cuento. Una quimera. Es perfectamente legítimo ser kantiano. ¡Sólo faltaba! Lo que no es legítimo es querer hacer pasar el kantismo por marxismo… o los cuentos por «teoría».

No hay «teoría» posible sobre el deber-ser. Pero además, la democracia es incompatible con el deber-ser. Democracia, es decir, capacidad de tomar decisiones sin la limitación inherente a una exterioridad que impone su prioridad normativa. La democracia sólo existe cuando tenemos, en aquello en lo que es posible tenerla, la capacidad efectiva de establecer, sin restricciones, la norma (las normas) que queremos dar a nuestra convivencia. La democracia sólo existe donde la multitud no sometida es soberana para decidir y hacer, allí donde es posible la acción y la toma de decisiones (no soy tan estúpido como para pensar que la multitud pueda ser soberana respecto del principio de gravitación universal o cosas por el estilo). Una multitud no sometida. Y aunque se que ni a Carlos Fernández Liria ni a Luis Alegre Zahonero les gusta la expresión, porque les recuerda demasiado a Negri, creo tener dicho y escrito sobre Negri lo suficiente como para no tener que justificar su uso. «Una sociedad libre de hombres libres»: la vieja definición marxiana de comunismo.

La lucha contra el capitalismo no es la lucha por el Derecho. Más aún: la normalidad del capitalismo es la del cumplimiento del Derecho, el triunfo del capitalismo es el triunfo del Derecho, y éste sólo es omitido cuando la «excepción» pone en peligro sus automatismos. Las leyes del Capital no violan «la idea misma de Derecho». Son, por el contrario, la expresión más racional de su mismo principio. Porque no cabe mayor racionalidad (nada se atiene mejor a La Razón) que sostener que las leyes deben garantizar la vigencia de los contratos establecidos entre libre-iguales y que, en todo caso, lo justo es el intercambio de equivalentes. La equivalencia es expresión de la igualdad absoluta, como cuando decimos que dos y dos equivalen a cuatro. Odio el capitalismo porque es pura barbarie: explotación, imposición de la miseria y de la impotencia… y el Derecho es partícipe y garante (uno entre otros) de la relación Capital.

Insisto, con todo, por si hiciera falta hacerlo: no estoy planteando una cuestión académica sino, antes bien, una cuestión teórica y política. Una cuestión que es, al mismo tiempo, a la vez y por los mismos motivos, política y teórica.

A nuestros autores, el capitalismo les parece odioso porque es incompatible con «la idea misma de Derecho». Yo soy comunista porque sólo suprimiendo la privatización de lo que nos permite procurarnos la supervivencia (vale decir, utilizando un lenguaje clásico, sólo suprimiendo la propiedad privada de los medios de producción) y sólo impidiendo -mediante la imposición de la democracia más absoluta- la existencia de instancias de decisión política que se apropien de la capacidad normativa de la socialidad, se puede construir efectivamente una multitud no sometida o, como diría Spinoza, una multitud libre. Y si soy anticapitalista no es porque el capitalismo impida el triunfo del Derecho sino, precisamente, porque el capitalismo impide la democracia; porque la relación Capital construye, articula e impone (en el capitalismo ella articula verdaderamente la soberanía) la apropiación/privatización de toda esa potencia común y colectiva. Soy comunista porque el capitalismo, como antes de él hicieron otros modos de organización de la «física» de la convivencia (otros Modos de Producción) nos despoja de nuestras potencias, nos arrebata todo lo que podemos (hacer) y lo pone en manos privadas, porque privatiza nuestra potencia creativa, porque privatiza la fuerza liberadora de la actividad humana y, expropiándonosla, la pone en manos de unos pocos: en su poder.

En el capitalismo, como han explicado muchos teóricos marxistas (que a nuestros autores les parece que se pasan de listos al querer ser más listos que Kant o que Hegel) siguiendo en esto los análisis del mismo Marx, a diferencia de lo que sucede en otros modos de producción, esa expropiación del poder… se hace (también) en nombre del Derecho.

Marx (autor al que no cito por considerarlo una autoridad sino por ser el teórico que por primera vez articuló los conceptos que nos permiten entender el funcionamiento de la relación Capital) no sólo mostró la inutilidad de los discursos que se enfrentan el capitalismo desde la afirmación de un moralizante deber-ser. Mostró su inutilidad política y también el profundo despropósito teórico en el que se asientan: elaboró una explicación del funcionamiento del modo de producción capitalista en la que demuestra -entre otras muchas cosas- que el Derecho participa de manera decisiva en la (re)producción de las condiciones de existencia del capitalismo.

El modo de producción capitalista es (por utilizar un lenguaje que Fernández Liria ha usado en otras ocasiones), una determinada «física» de las relaciones sociales. Una cierta dinámica de la relación social, una «física», distinta de otras históricamente existentes… pero que, igualmente, produce y reproduce continuamente la dominación de unos y el sometimiento de otros. Marx mostró precisamente que la dominación y el sometimiento no son resultado del azar sino de unas determinadas relaciones (de fuerza) articuladas en una determinada arquitectónica social, en un sistema, en una «física». Y determinó -ese fue su gran descubrimiento- que el asunto diferencial a partir del que se articula la relación Capital es una específica norma de funcionamiento: la generación de plusvalor relativo, una específica forma de establecerse las relaciones de producción. Si en el proceso material de su vida los hombres establecen determinadas relaciones de producción a partir de las que se organiza la vida social, las relaciones de producción que articulan el modo de producción capitalista son las que hacen posible la producción de plusvalor relativo: la relación salarial; lo que hemos llamado la forma-salario. Esa es la ley fundamental desde la que se explica la física del capitalismo.

Buena parte del libro I de El Capital está dedicado a sacar a la luz los procesos en los que se generan las condiciones que posibilitan -sin las cuales no sería posible- la producción de plusvalor: que existan unos propietarios de los medios de producción, que haya otros individuos que no poseen más que su fuerza de trabajo y que haya un mercado en el que sea posible la compra-venta mercancías… entre otros y fundamentalmente esa fuerza de trabajo que algunos «son libres» de vender y no tienen más remedio que vender porque «están libres» de cualquier otro medio de subsistencia. Marx muestra también cómo la generación de esas condiciones del Capital es resultado de un ejercicio continuado de fuerza y cómo el capitalismo sólo existe porque reproduce continuamente la existencia de esas mismas condiciones de existencia: produciendo y reproduciendo continuamente la existencia del mercado, la existencia de propietarios de medios de producción, y la existencia de «obreros libres».

Y de ahí deriva otra de las características diferenciales del capitalismo, porque la relación salarial sólo es posible sobre el supuesto básico de la compra-venta de la fuerza de trabajo en un mercado que, necesariamente, tiene que funcionar como un mercado en el que se intercambian equivalentes: en el que efectivamente se intercambian equivalentes… y no otra cosa; en el que, dicho de otro modo, el propietario de los medios de producción compra fuerza de trabajo y la paga siempre «por su valor». Es éste un asunto determinante, y por eso Marx no deja de insistir en que el beneficio capitalista no es el resultado ni de su inteligencia de mercader ni de una estafa generalizada por la que consiguiera pagar a «sus obreros» menos de lo que vale la mercancía que les comprara al establecer con ellos el contrato de compra-venta. El beneficio capitalista no se produce porque se produzca un robo sino porque lo que se produce en la producción es, fundamentalmente, plusvalor. De ahí que sea ridícula una actuación social o política que, contra el capitalismo, considere ladrones a los capitalistas y reivindique un funcionamiento «justo» del capitalismo. Lo cierto es que, mientras en otros modos de producción (que eran modos de dominio y explotación) el dominio estructural se realizaba siempre mediante el ejercicio directo de la fuerza, en el modo de producción capitalista (que es también un modo de dominio y explotación, aunque estructuralmente diferente de otros) se realiza por el cumplimiento del automatismo de la ley del intercambio de equivalentes entre individuos libre-iguales que, efectivamente, y no como una ficción, son libre-iguales a todos los efectos. Y precisamente por eso la (re)producción continuada de las relaciones de producción, en el automatismo del funcionamiento del capitalismo, no precisa del ejercicio directo de la fuerza. La explotación y el dominio, en el capitalismo, en las condiciones normales que su «física» determina, se atiene a ley. Vale decir: se ajusta a Derecho. Y no a cualquier Derecho sino a la ley más racional de todas: la del intercambio de equivalentes.

Lo que muestra Marx, de este modo, es que el dominio capitalista (la explotación y la expropiación de la potencia colectiva en la relación Capital), funciona precisamente haciendo realidad la exigencia del triunfo del Derecho: precisamente afirmando y garantizando la igualdad radical y la libertad absoluta de todos los hombres; que el capital, dicho de otro modo, hace realidad esa gramática social que se despliega como un espacio homogéneo de individuos libre-iguales.

En un texto muchas veces citado (El Capital, Libro I, VIII, 1), Marx lo señalaba con una claridad difícilmente superable: «El capitalista, cuando procura prolongar lo más posible la jornada laboral y convertir, si puede una jornada en dos, reafirma su derecho en cuanto comprador. Por otra parte, la naturaleza específica de la mercancía vendida trae aparejado un límite al consumo que de la misma hace el comprador, y el obrero reafirma su derecho como vendedor cuando procura reducir la jornada laboral a determinada magnitud normal. Tiene lugar aquí, pues, una antinomia: derecho contra derecho, signados ambos de manera uniforme por la ley del intercambio mercantil. Entre derechos iguales decide la fuerza«. Derechos ambos. Derechos iguales. Y entre ellos decide la fuerza.

Y aquí encontramos precisamente el nudo de la cuestión que nuestros kantianos autores no quieren ver. Es la fuerza del comprador la que determinará la jornada laboral en el capitalismo y, lo que es aún más clarificador, sería también la fuerza (y no el Derecho) la que determinaría que la jornada no superara los «límites normales» o la que, en su caso, desmantelaría el propio capitalismo. Lo que está en cuestión en la relación social que se juega en la compra-venta de la fuerza de trabajo es, siempre, quién tiene más fuerza y logra imponer las condiciones del contrato. El capitalismo, igual que otros modos de dominio y explotación, se sustenta en un ejercicio de fuerza. No un ejercicio de fuerza contra el Derecho sino en un ejercicio de fuerza cuyos automatismos se despliegan en la forma del más absoluto respeto al Derecho: mecanismo éste que, precisamente, sirve para ocultar (y funciona ocultando) que el capitalismo es un modo de dominio de unos sobre otros, que la relación Capital es un ejercicio continuado del poder, una determinada relación de fuerzas… en la que está en juego precisamente la fuerza de los contendientes, su capacidad de imponer las condiciones de la relación social o, dicho en otros términos, quién tiene el poder, quién es el soberano (o, si se quiere, quién tiene la sartén por el mango, quien articula, quién planifica, quién decide, quién manda). Seamos claros: quién manda. No si lo hace racionalmente o no; no si se atiene o no a Derecho; no si respeta o no las normas. Quién manda. El Derecho oculta que el modo de producción capitalista es un modo de explotación y de dominio. Y por eso plantear la cuestión del capitalismo como una cuestión de Derecho es plantearla desde la «ficción» de la inexistencia de relaciones de dominio y fuerza.

Cuando la dinámica de la lucha de clases pone en peligro la reproducción de la relación Capital, la ficción salta en pedazos y el ejercicio de fuerza se hace evidente como «estado de excepción» en el que «las garantías del derecho» se dejan al margen. Pero eso no niega sino que ratifica el principio general: se evidencia que el capitalismo es un modo de dominio (que fundamentalmente es un modo de dominio… aunque se articula a partir de una determinada manera de establecerse las relaciones de producción… que pueden ser «excepcionalmente» obviadas si el mantenimiento del dominio lo requiere) y se evidencia también que la «excepción» lo es porque la «normalidad» del capitalismo funciona como un atenerse a norma. Por eso (y no por afirmar que en realidad pudiera ser otra cosa) Marx hablaba del «Derecho burgués». Y con él toda la tradición marxista. Derecho burgués, es decir, el Derecho establecido como garante de la (re)producción de la relación Capital.

Sin duda, una de las mayores dificultades teóricas (y políticas) con las que ha debido enfrentarse el marxismo (el pensamiento materialista, sin más determinación, porque si el marxismo nos confiere conocimiento es en tanto que renuncia a contarse cuentos, en tanto que es materialista) es la del análisis del funcionamiento del modo de producción capitalista «en su conjunto». Marx determinó su ley de funcionamiento y dejó sentadas las bases conceptuales desde las que abordar ese análisis, pero a nadie se le escapa que no hizo sino apuntar tendencias. El análisis marxiano, en materialista, insistió en que sólo podemos entender realmente el funcionamiento de las sociedades si las consideramos como una articulación de relaciones materialmente establecidas, como formas de organización de la existencia material. Por eso señaló que en el curso de la vida los seres humanos entablan unas «relaciones de producción», a las que también consideró la «estructura económica» que articula todo el entramado social. En la producción social de su vida, los hombres entablan relaciones determinadas necesaria e independientemente de su voluntad, y ese modo de producción de la vida material condiciona el proceso vital, social, político y espiritual en general. No al revés. Desde ese supuesto puede entenderse, dice Marx, la anatomía de lo que «Hegel, como los ingleses y los franceses del siglo XVIII» llaman «sociedad civil». Para referirse a ese «entramado» en el que la materialidad de las relaciones reales (y su norma de articulación) condiciona (y no al revés) toda la «vida social», utilizó la metáfora arquitectónica de un edificio con una base y una estructura que se levanta sobre ella. Infraestructura económica y superestructura jurídico-política. Sin embargo, eso no significa que el objeto (teórico y político) del análisis que Marx inaugura sea únicamente esa «estructura económica», ni que esa «estructura económica» sea la única realidad existente, ni siquiera que sea lo único determinante. Las metáforas no son sino metáforas. La determinación conceptual es otra cosa. Y, así, aunque en análisis demasiado simples y en prácticas demasiado erradas pudo desarrollarse un cierto «marxismo de lo económico» (ligado en ocasiones al economicismo más burdo y siempre a una independización del discurso de «lo económico»), los teóricos marxistas no dejaron de plantearse la necesidad de contemplar el capitalismo como una totalidad estructurada en cuyo funcionamiento, además, las distintas instancias de la tópica arquitectónica juegan un papel fundamental y también determinante sin el que no podría entenderse nada en absoluto.

El problema de la determinación de las relaciones entre la llamada «infraestructura económica» y la «superestructura jurídico-política a la que corresponden determinadas formas de conciencia social» es uno de los principales asuntos a los que se han enfrentado los teóricos marxistas. Althusser quizá haya sido uno de los últimos… y Pashukanis fue uno de los primeros.

No me extenderé -no es el lugar y esta nota va siendo ya demasiado larga- sobre esta cuestión. Señalaré sólo dos cosas. La primera, que Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, a tenor de lo que escriben, son de los que piensan que lo importante es sólo lo económico y que, «en lo económico», piensan el capitalismo sólo como juego de intereses privados y como continua movilidad que instaura la movilidad como norma. Sólo por eso pueden decir, equivocándose plenamente, que «no hay ninguna íntima imbricación entre el derecho burgués y el capitalismo». La segunda, que en cuestiones de teoría y, sobre todo, de teoría del Derecho, Pashukanis es el referente fundamental sin cuya consideración no puede entenderse nada a propósito del materialismo jurídico. Uno de los primeros autores que puso sobre la mesa la necesidad de plantearse (véase su Teoría general del Derecho y marxismo) el modo en el que el Derecho interviene en la reproducción de la relación Capital más allá de la simple referencia a la falsedad, a la mentira o a la ficción del Derecho.

Discutiendo efectivamente con los teóricos del Derecho, trabajando efectivamente con los conceptos jurídicos (algo que, como hemos señalado, nuestros autores no han hecho), Pashukanis no sólo mostró hasta qué punto el Derecho es en sí mismo una relación social, la misma que articula la ley del valor, sino que además contribuyó de manera decisiva a la apertura para el análisis de la cuestión de la naturaleza y funcionamiento del Estado. Su ejecución en los procesos de 1937 cerró, y es lamentable, un campo de análisis -el del Derecho, el del Estado, el de la política- que desde entonces los llamados «marxismos ortodoxos» se empeñan en negarse a considerar. El Derecho, muestra Pashukanis, es la regulación normativa del principio del intercambio de equivalentes que funciona necesariamente en la relación mercantil y, por tanto, es parte determinante del mecanismo social y político que articula la explotación. El Derecho es una relación social y en tanto que instituye como norma fundante de toda norma el intercambio de equivalentes entre individuos libre-iguales, es inseparable del mundo burgués. Dicho de otra manera: sólo hay Derecho en el mundo burgués y todo Derecho es Derecho burgués. Sin la superestructura (jurídica, en este caso), es imposible el funcionamiento del modo de producción capitalista. La función del Derecho es imprescindible en el mantenimiento real, efectivo, del capitalismo… porque las relaciones mercantiles (y todas en el capitalismo lo son formalmente) se rigen por las normas de Derecho. El Derecho genera efectos: efectos normativos, efectos en la normatividad…, modula la soberanía y su ejercicio. Y no insistir en la naturaleza burguesa del Derecho -no insistir en su necesaria desaparición- equivale a dejar la puerta abierta a su pervivencia. En el comunismo no cabe la renuncia (ni voluntaria ni impuesta) a la potencia liberadora e inventiva (constituyente) de la soberanía colectiva. Las únicas normas posibles en el comunismo son las de la soberanía común y compartida (que no derive de medida ni se atenga a norma).

Comunismo: la democracia más absoluta afirmada con soberanía plena. Rechazo de los Absolutos y de las mediaciones: libertad en acto, con minúsculas. Ese es el problema que nos interpela, en lo político y en lo teórico.

Para levantar una práctica capaz de poner fin a la explotación capitalista (para acabar con ella: porque el conocimiento no es un puro negocio con el Ser ni su contemplación desinteresada, sino una práctica tendente a aumentar la libertad, esto es, la capacidad de actuación), para arrebatar la soberanía a los explotadores, para conquistar la capacidad soberana que el capitalismo se apropia, para hacerla común y compartida, para construir el comunismo, necesitamos conocer el funcionamiento de las instancias en las que la relación-capital se articula. Para dominar el mundo (por ejemplo, para no estar sometidos al poder de los rayos o a los vaivenes del clima), necesitamos del conocimiento. Necesitamos «la teoría». También para anular las dinámicas que hacen de nuestra vida una vida sometida a la explotación y al dominio de unos sobre otros.

Para acabar con el capitalismo necesitamos la teoría y el cálculo. Pero eso no equivale a afirmar la existencia de una Razón de la que toda verdad necesariamente deriva. Esa deriva «racionalista» o «ilustrada» es una de las más interesadas mistificaciones de la función y de las características del conocimiento.

Nuestros autores se empeñan en no entender, en considerarlo un montón de tópicos, que lo importante en el modo de producción capitalista no es que no haya planificación o cálculo racional (cosa, por otra parte, radicalmente falsa: hay ambas cosas y ¡hasta qué punto!) sino que es una forma de dominio; que a partir del funcionamiento de la forma-valor se articula una relación social que produce y reproduce el dominio de unos sobre otros. Por eso pueden soñar que el capitalismo se acaba con la planificación y que la planificación exige la existencia de un Estado y el triunfo del Derecho. Es por eso que cuando Carlos Rivera Lugo, en reflexión sobre la actual situación cubana (con una prudencia, repito, que admiro y me confieso incapaz de mantener) sugiere que los planificadores pueden estarse equivocando al planificar la gestación de una nueva clase de poseedores privados de medios de producción… para los que tendrían que trabajar quizá unos nuevamente «libres» propietarios de fuerza de trabajo, cuando Carlos Rivera Lugo sugiere la conveniencia de explorar, como alternativa, otras formas de propiedad común (común, aunque no sea estatal) y de restablecer las formas comunes de poder popular que hicieron a La Revolución precisamente revolucionaria… nuestros autores no pueden por menos que clamar al cielo y dictar sentencia: «escandalosamente errado». Y señalar que, más bien, no hay que pasarse de listos. Que conviene, esto es, confiar en los planificadores. El Comandante y sus herederos son, al parecer, la encarnación de La Razón.

Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero afirman estar preocupados porque abandonemos al enemigo las herramientas teóricas que proporciona lo que llaman la «ilustración republicana». Por mi parte, no encuentro ninguna utilidad a esas herramientas-trampa. Me preocupa que, creyendo que las usan, sean en realidad usados por ellas. Piezas del engranaje de su automatismo.

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