Recomiendo:
1

Un análisis a propósito del caso de Abel Lescay

El Derecho Penal y la protesta social en Cuba

Fuentes: OnCuba

El Derecho Penal responde, por definición, a necesidades de orden y seguridad. Sin embargo, perspectivas humanistas han intervenido históricamente en su ámbito, hasta hoy, para buscar soluciones menos lesivas y restar las consecuencias penales que suponen la alienación del individuo respecto a la sociedad.

En ello, existen varios principios penales que buscan ponerle límites al poder del Estado y a su derecho de sancionar a las personas. Entre ellos se encuentran los de intervención mínima, legalidad penal, culpabilidad y no discriminación. Sobre ellos se han afincado las oposiciones al crecimiento de las tendencias penales conservadoras, opuestas a limitar los poderes sancionadores del Estado.

En esa lógica conservadora (expansionista penal) las políticas penales y técnicas legislativas se orientaron a “flexibilizar” los principios y garantías básicas procesales, a adelantar la punición (el aumento de delitos que sancionan el “peligro” antes que la “lesión” en sí), a endurecer las penas y a crear nuevos tipos penales.

La persistencia de las tendencias expansionistas penales ha sido una constante, incluso a veces una creciente, y son reconocibles hoy en conceptos como “punitivismo”.

El proceso cubano posterior a 1959 se fue insertando, a lo largo de los años, con altibajos, en esa tendencia expansiva del Derecho Penal, aunque haya estado muy lejos de ser un problema exclusivo de la Isla.

También, aunque se estaba lejos de contar con un Derecho penal mínimo, hubo momentos de verdaderas reformas progresistas en la legislación penal. Fue el caso del Código Penal de 1987, que permitió la despenalización de conductas “insignificantes” y la limitación de sanciones penales para determinados delitos. Era un camino que prometía ser alternativa a lo que ahora conocemos como punitivismo.

No obstante, hoy se observan procesos en el país que avanzan en dirección distinta a la de entonces.

La protesta social y el Derecho Penal

En el campo internacional, el consenso más progresista defiende mantener al Derecho Penal ajeno a la protesta social. Busca minimizar la respuesta jurídica violenta frente al delito con orígenes políticos. El Derecho Penal, un Derecho de última ratio, particularmente en este punto, debe ser el último recurso a emplearse.

Con ello, no se priva al Derecho Penal de su misión de proteger bienes jurídicos, pero se afirma que no todos los bienes jurídicos han de ser protegidos por el orden penal.

Más aún, se afirma que existen bienes jurídicos colectivos —como el debate público y la capacidad ciudadana de interpelar al Estado— que se protegen mejor cuando se les trata por fuera del Derecho Penal. También se recuerda que, por su naturaleza represiva, el Derecho Penal posee un déficit de legitimidad “de origen”, a lo que suma sus limitaciones para proveer soluciones sociales al delito.

Existen otros instrumentos coercitivos que no implican la dureza del Derecho Penal, y resultan menos intervencionistas. Es el caso de soluciones, para posibles conductas infractoras que no suponen grave “lesividad social”, propias del ámbito del Derecho administrativo (multas), del Derecho civil, etcétera.

Con el uso del Derecho Penal siempre hay perdedores: pierde la familia, la educación, la sociedad en su conjunto, la noción de desarrollo y el futuro del país. Su uso expansivo supone una derrota para todo el mundo. Otra lógica, humanizadora, debe regir en el Derecho Penal a la hora de imponer penas.

Con este criterio, el Código Penal Cubano (CPC) establece que, al adecuar la pena, debe tomarse en cuenta “el grado de peligro social del hecho, las circunstancias concurrentes en el mismo, tanto atenuantes como agravantes, los móviles del inculpado, así como sus antecedentes, sus características individuales, su comportamiento con posterioridad a la ejecución del delito y sus posibilidades de enmienda.” (art. 47.1)

El principio rector de la adecuación es la proporcionalidad de la pena. La pena proporcional se preocupa de la trascendencia del hecho delictivo para la sociedad. También, y muy especialmente, de la necesidad de la pena para el individuo concreto, o sea, si la pena es idónea y necesaria para cumplir con sus fines.

El caso de Abel Lescay

Cotejemos estos principios con el caso de Abel Lescay (22 años), estudiante universitario de música, a cuya sentencia los autores de este texto hemos tenido acceso, quien participó de las protestas del 11 de Julio (11J) de 2021.

Los marcos sancionatorios para el caso de Lescay se ampliaron al valorarse: a) el carácter continuado de delito de desacato en su modalidad agravada (es decir, de 1 a 3 años de privación de libertad) b) un delito de desorden público; y c) un delito de desacato en su modalidad simple, también con carácter continuado. La sanción conjunta fue de seis años de privación de libertad.

Para adecuar la sanción, los jueces hicieron especial referencia al contexto en el cual los hechos se realizaron: “una compleja y difícil situación epidemiológica por la que transitaba el país con motivo de la pandemia de la COVID-19”. El tribunal entendió esta circunstancia como “agravante”.

La situación global de la pandemia sirvió de pretexto en muchos contextos para tomar medidas que se extralimitaron, cuanto menos, en coartar libertades y en vulnerar garantías procesales. Por ello, ha sido muy criticado, por muy diversos actores, usar la pandemia como recurso justificativo para jueces y legisladores.

En el orden penal, con más razón aún, la relación de unos hechos con la pandemia —una emergencia sanitaria, económica, social y personal—, no puede ser establecida sobre premisas generales que sirvan de saco para cualquier situación, a los efectos de endurecer las penas.

Por otra parte, la severidad de la pena para el caso de Lescay, a juicio del tribunal, obedeció a la persistencia de su conducta, incluso el propio día de su detención. Para el tribunal, fue el que “con mayor irreverencia se enfrentó a las autoridades policiales del mismo territorio donde residía”.

Aunque en la propia sentencia se reconoce que Lescay “manifestó sentirse arrepentido (de) sus actos repetidos e inconformidad con su detención”, ello no impide decir al tribunal que “denota las escasas posibilidades de que enmiende su comportamiento con una sanción de inferior rigor que la dispuesta”.

Para calzar esta idea, se refiere a su “desajustado comportamiento social”. Según el CPC, la conducta social del individuo y los antecedentes penales son vitales para adecuar la sanción. Los límites entre una sanción privativa de libertad y la posibilidad de que sea subsidiada por otra que no conlleve prisión (como el trabajo correccional sin internamiento), depende, muchas veces, de valorar elementos sociales y personales.

En este orden, la sentencia contra Lescay contiene elementos contradictorios. Se plantea que en el caso de “Abel, Omar y Ángel le obra una desajustada conducta social, lo que fue afianzado mediante las investigaciones complementarias y las certificaciones de antecedentes penales obrantes en las actuaciones”.

No obstante, Lescay no tiene antecedentes penales, según la sentencia. ¿Dónde estaba, entonces, el peso para concluir que Abel tenía una “desajustada conducta social”? Según los jueces, descansa en una investigación hecha por una “autoridad competente” que se realizó “en cumplimiento de las formalidades establecidas para estos casos.”

En contrario, los jueces no ofrecieron credibilidad a tres testigos que “atribuyeron al encartado Abel una conducta positiva como estudiante y en su lugar de residencia”. Tampoco dieron crédito a cartas sobre su conducta positiva como estudiante, enviadas por las principales autoridades de la Universidad de las Artes —ISA— (Rector, Secretaría General, Jefe del Departamento de Composición y Presidente de la FEU) y por la Asociación Hermanos Saíz.

Para el tribunal, la “desajustada conducta social” de Lescay es compatible con su condición de “buen estudiante y profesional”. ¿Cómo se puede, ante estas aparentes contradicciones, imponer una pena —al momento de escribir este texto la sentencia aún no es firme, pues falta que concluya el recurso de apelación— privativa de libertad?

¿Qué motivaciones hay para condenar a un joven de esa edad, sin antecedentes, a seis años de privación de libertad por los delitos que se le impugnan? ¿Qué motivaciones pueden existir para no evitar el aspecto “salvajemente racional” del Derecho Penal y someterle a la cárcel? ¿Es posible concebir que, para el caso en cuestión, la prisión de libertad es la única “posibilidad de que enmiende su comportamiento”?

Una respuesta posible se encuentra en todas las mediaciones políticas y judiciales con que —pensamos que en forma equivocada— se pretende dar respuesta estatal al momento político y social tan difícil y conflictivo que vive Cuba.

El desacato como delito

Los hechos probados en la sentencia de Lescay describen conductas constitutivas de varios delitos, entre ellos un delito de desacato en su forma agravada.

La regulación del desacato agravado sanciona hasta tres años a aquella persona que “amenace, calumnie, difame, insulte, injurie o de cualquier modo ultraje u ofenda”, si el ofendido es una persona que ostenta alguno de los más altos cargos institucionales del país. Esta calificación se tomó en cuenta en el caso de Lescay, por insultos contra Miguel Díaz-Canel Bermúdez, Presidente cubano, hecho que puede comprobarse en un video trascendido al público.

La sentencia contra Lescay no menciona la comisión por su parte de actos de violencia física. Sin embargo, el programa Con Filo, de la televisión nacional, aseguró que Lescay reconocía haber tirado piedras (“cosa que él mismo reconoce”, se dijo entonces, a partir del minuto 8.40) Con Filo lo hizo, además, en medio del proceso judicial contra Lescay, violando principios éticos reconocidos a este respecto, que exigen no emplear medios estatales para predisponer la opinión pública frente a un caso en proceso.

La sentencia impone la mayor parte de su sanción por otro tipo de delitos, cometidos en ausencia de violencia física por su comisor: ofensas y desobedecimiento a autoridades, correspondientes a desacato, y desórdenes públicos.

Por los problemas que plantea, desde hace al menos un par de décadas una tendencia internacional demanda despenalizar el desacato. Diversas críticas muestran su incompatibilidad con derechos de expresión, y aseguran que usurpa el principio de soberanía popular, al limitar la crítica y la protesta ciudadanas.

Ello no ha impedido habilitar otras protecciones del Estado, y de sus representantes, menos restrictivas para la ciudadanía, como la réplica a través de los medios de difusión, o el establecimiento de acciones civiles por difamación e injurias, como reclamó Rafael Correa en Ecuador.

Como tipo penal, el desacato recoge una idea premoderna, que aseguraba que “los órganos del Estado por el solo hecho de serlo, eran merecedores de toda la confianza y el respaldo de la población.” Esa visión protegía la honra de las autoridades y buscaba dejarles trabajar “tranquilos”. La idea presupone la cultura del secreto y la noción de que el Estado merece obediencia e incluso lealtad, una tesis de carácter prepolítico.

Si la soberanía radica en el pueblo, y las autoridades públicas se deben al soberano, esa protección es una desigualdad injusta en el trato. El desacato resulta una protección a favor del que debe estar más expuesto a la impugnación pública: el funcionario estatal.

Ese tipo de protecciones a la autoridad obstaculizan el desarrollo de discursos críticos tanto como de derechos personales de expresión, conciencia y participación. En cambio, fortifican la autoridad del Estado que ya de por sí cuenta con recursos de poder, decisión e información muy superiores al de un ciudadano, o grupos de ellos.

En América latina, Argentina fue el primer país en despenalizar el desacato (1993). Otros países iniciaron procesos que terminaron por hacerlo: Paraguay (1997), Costa Rica (2002), Perú (2003), Panamá (2007), Nicaragua (2007), Uruguay (2009), Ecuador (2014) y Chile (2001-2005). Otros hicieron lo mismo, pero a través de sus máximos tribunales de justicia, como sucedió en Honduras (2005), Guatemala (2006) y Bolivia (2012). A la altura de 2016, en la región solo penalizaban el desacato, además de Cuba, Brasil, El Salvador, República Dominicana y Venezuela.

Por supuesto, ello no configura un panorama demasiado alentador para la protesta social en el continente. Amén del caso extremo de asesinato de activistas sociales en países como Colombia, Honduras o Brasil, un amplio repertorio de acciones limita la protesta y generan diversos tipos de daños para los protestantes.1 Ahora bien, la figura del desacato aparece cada vez menos dentro de este repertorio represivo.

Por su parte, el nuevo proyecto de Código Penal cubano mantiene el desacato. Repite el marco sancionador, pero aumenta los cargos institucionales protegidos contra el desacato.2 Ese proyecto —que no ha sido sometido a consulta y plebiscito como se ha hecho con el proyecto del Código de las Familias— posee contenidos de expansionismo penal, lejanos del Derecho Penal mínimo, o de la noción de última ratio. Así, está lejos del espíritu humanizador que acompaña las nociones progresistas del Derecho Penal, y se coloca a favor del punitivismo.

La regulación de la protesta social en Cuba y su contexto político

La Constitución cubana protege (art. 56) los derechos de reunión, manifestación y asociación, que a su vez limita a cumplir “fines lícitos y pacíficos”, y cuando se reconozcan “por el Estado siempre que se ejerzan con respeto al orden público y el acatamiento a las preceptivas establecidas en la ley.”

A pesar del mandato constitucional de 2019, aún no existe ley que regule esos derechos. La interpretación dominante después de 1976 exige contar con leyes complementarias para ejercer derechos, en vez de aplicar la Constitución de modo directo.

La Constitución no ampara de modo expreso la protesta. Aún así, la protesta es una forma de ejercer el derecho de manifestación —ambas se asimilan muchas veces en leyes y convenciones internacionales— con un sentido de oposición y reivindicación que no necesita pedir permiso en determinadas situaciones.

Sin derecho a la protesta, el resto de los derechos pueden devenir falacias sobre el papel. La genealogía de esta idea se encuentra en la tradición republicana, revolucionaria y democrática, de la soberanía popular y del derecho de resistencia frente a la autoridad, que reconocieron tanto Carlos Marx como José Martí como Fidel Castro en ocasión del juicio del Moncada. Es parte de la noción de República a la que constitucionalmente se obliga el Estado cubano, y que también está recogida en tratados internacionales, alguno de los cuales Cuba ha firmado, pero no ratificado.

La regulación constitucional de la manifestación favorece de modo asimétrico al Estado, el mismo que sería objeto de la protesta. Por ese camino, aumenta la posibilidad de criminalizar la protesta ante el mero hecho de tratarla de ilícita por parte de autoridades estatales, sin que existan canales efectivos para impugnar tal decisión desde la ciudadanía.

La regulación vigente sobre la manifestación, incluso de poder desarrollarse, conforma una versión de protesta que podría limitarse a condiciones de “tiempo, lugar y modo”. No hay debate en Cuba sobre las formas en que tales limitaciones pueden vaciar el sentido propio de una protesta, e incluso hacerla inefectiva.

Aún menos, existe debate sobre nociones más radicales —revolucionarias— de la protesta que la entienden como acto desinstitucionalizado, que ejerce fuerza para presionar al poder constituido. Apenas existe reconocimiento sobre el espacio legítimo que deben tener expresiones de disrupción frente al sistema político. Es una lógica que afirma un hecho tan simple como potente: un obrero que lance una piedra durante una huelga no elimina el derecho a huelga.

La política estadunidense de injerencia interna, con el objetivo declarado de “cambio de régimen”, es parte del contexto cubano. Es una variable clave, en tanto aporta un elemento diferencial, con el que no cuentan la inmensa mayoría de los países, y que atraviesa el espacio de decisiones que toma el gobierno cubano.

Esta política —de más de 60 años— “ha fracasado en sus objetivos”, como declaró la administración Obama al proponer un “nuevo comienzo” para las relaciones con Cuba. Sin embargo, sigue aplicándose con presupuestos y condicionalidades que son inaceptables en Derecho Internacional. No obstante, responder a ella con políticas restrictivas de derechos humanos, y estrategias represivas de las diferencias, hace parte de los problemas, no de las soluciones.

Cualquier tipo de interferencia arbitraria sobre una comunidad nacional soberana es ilegítima.3 Ser agentes verificados de tal interferencia arbitraria es ilegítimo, e impugna el imperativo moral que reclama el ejercicio justo del Derecho. No existen derechos de participación democrática exigibles si se forma parte, comprobadamente según Derecho justo, de una agenda extranjera de intervención arbitraria sobre cualquier país soberano.

Sin embargo, la legitimidad de la defensa estatal tiene condiciones. A 60 años de 1959, invocar a secas el “derecho de la Revolución —o del Estado— a defenderse”, sin mencionar los correlativos deberes del Estado y los derechos de los ciudadanos, es negar, incluso, contenidos fuertes del propio discurso oficial cubano.

Es desconocer dos constituciones y tres reformas constitucionales aprobadas tras 1959. Es rechazar todo el proceso de institucionalización y los procesos en los que la ciudadanía cubana ha propuesto modificar aspectos de ese orden político. Hacerlo ahora es ir, además, en contra de la promesa constitucional del “Estado socialista de Derecho”, regulada en la Constitución vigente, pero cuya realización parece una contradicción en sí misma respecto al diseño y la práctica del modelo político.

Otros debates pendientes: la justicia ante el Derecho

Otro tipo de debates políticos permanecen ausentes. No existe apenas discusión sobre el “Derecho de los excluidos”: cómo personas en situación de carencia social y exclusión política, que experimentan la violencia de la pobreza y de la falta de representación política a través del Derecho, ven reforzadas su condición y duplicados sus victimismos: por la pobreza y por el castigo legal que reciben por protestar ante ello.

El discurso oficial cubano es ajeno a ideas como estas: No hay democracia alguna sin espacio para la protesta. La apelación al “consensualismo” (“somos mayoría”), y al “constitucionalismo” (“la protección del orden constitucional”) con la que ha explicado la respuesta judicial frente al 11J, replica visiones liberales muy restrictivas sobre la democracia, que desconocen el conflicto como clave de la elaboración de la política, y rehúsan instancias de diálogo social y de canalización política de los conflictos.

Si bien el discurso oficial cubano, señaladamente el de Fidel Castro, ubicó la pobreza como una violación de los derechos humanos, esa idea no se aplica al escenario interno que dio origen al 11J. La pobreza y la marginación son contrarias a cualquier noción fuerte de democracia, y abren derechos políticos sobre las formas en que ambas pueden ser impugnadas.

Por todo ello, la transformación del comportamiento estatal cubano en torno a la protesta social necesita conectar dimensiones como clase social, género, color de la piel, con condiciones de pobreza y desigualdad, con el Derecho; y reconocer la agencia popular en demanda de derechos y de espacio de participación como núcleo de la elaboración democrática de lo político.

***

Notas:

1 Entre ellos, se identifican la penalización de conductas; la intervención de Fuerzas Armadas; la abusiva presencia policial en el “control preventivo” de protestas; detenciones masivas, arbitrarias y violentas; la presencia de personal policial uniformado sin identificación visible y de agentes infiltrados; la escasa regulación del uso de la fuerza; impunidad de la violencia policial; vigilancia y trabajo de inteligencia contra movimientos sociales, etc.

2 “Si el hecho previsto en el apartado anterior se realiza respecto al Presidente o Vicepresidente de la República, al Presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular, a los demás miembros del Consejo de Estado o del Consejo de Ministros, a los diputados de la Asamblea Nacional del Poder Popular, al Presidente del Tribunal Supremo Popular, al Fiscal General de la República, al Contralor General de la República o al Presidente del Consejo Electoral Nacional, la sanción es de privación de libertad de uno a tres años.”

3 Aquí usamos ideas que antes escribimos en este texto.

Fuente: https://oncubanews.com/opinion/columnas/la-vida-de-nosotros/el-derecho-penal-y-la-protesta-social-en-cuba/

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.