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El derecho y el pecado original

Fuentes: Rebelión

«Los científicos modernos tienen mucha fe en iniciar todas sus investigaciones con un hecho. Los religiosos antiguos también creían en dicha necesidad. Empezaban por el pecado, un hecho tan práctico como las patatas. Sea o no posible purificar al hombre en aguas milagrosas, no quedaba duda de que era necesario purificarlo. Sin embargo, en nuestros […]

«Los científicos modernos tienen mucha fe en iniciar todas sus investigaciones con un hecho. Los religiosos antiguos también creían en dicha necesidad. Empezaban por el pecado, un hecho tan práctico como las patatas. Sea o no posible purificar al hombre en aguas milagrosas, no quedaba duda de que era necesario purificarlo. Sin embargo, en nuestros días, ciertos líderes religiosos londinenses, y no unos meros materialistas, han empezado a negar no esas aguas claramente cuestionables, sino la incuestionable impureza del hombre. Determinados teólogos modernos rebaten el pecado original, cuando es la única parte de la teología cristiana que puede demostrarse. […] Tanto los mayores santos como los mayores escépticos han tomado la evidencia del mal como punto de partida de sus argumentaciones.» G.K. Chesterton Ortodoxia

 

Durante los últimos años nos hemos visto envueltos en una intensa polémica entre distintas posturas internas a la tradición marxista. En dicha polémica, y sin perjuicio no sólo de nuestro mutuo reconocimiento teórico sino incluso de nuestra desconcertante armonía preestablecida a la hora de estar a menudo de acuerdo en cualquier cuestión práctica concreta, nuestros presupuestos teóricos no podrían encontrarse más alejados. Nosotros, como marxistas republicanos, ilustrados, o kantianos, según se quiera, y ellos, entre ellos Juan Domingo Sánchez Estop o Juan Pedro García del Campo, como marxistas spinozistas [1]. Consideramos que hace ya tiempo que la discusión entró en un bucle del que es difícil escapar, y con el fin de desactivarlo queríamos añadir una página más a la polémica.

Dado que desde su punto de vista nosotros somos unos marxistas burgueses, liberales, piadosos y filocristianos, queríamos esta vez apoyar su juicio y darles en parte toda la razón. Por ello empezaremos poniendo las cartas sobre la mesa, mostrando aquello que ellos nunca aceptarían y que por nuestra parte compartimos con cierto espíritu de la burguesía, el catolicismo y, por cierto, lo mejor de la historia del comunismo. Por el camino con suerte diremos algo sobre el fundamento de algunas ideas de la Ilustración, como el Derecho o el Estado.

En punto al teorema de Pitágoras probablemente estamos de acuerdo incluso con Genghis Khan. No obstante, en el asunto del Estado y el Derecho somos un club algo menor. Desde luego son muchas (y fundamentales) las diferencias entre Hobbes y Kant, e incluso quizá entre Kant y nosotros. Pero de cara a atajar el bucle que nos envuelve en esta polémica queríamos insistir en aquello que tenemos en común. Y ese sustrato compartido por nosotros con burgueses y católicos se podría resumir en una determinada manera de entender el problema respecto al cual Estado y Derecho son una solución. Y no la única solución, como veremos.

Éste es nuestro desacuerdo radical con el marxismo spinozista, y cierto marxismo ortodoxo en general: Estado y Derecho no son simplemente la respuesta burguesa a la lucha de clases en el interior del capitalismo. No son meros momentos del despliegue de la lucha de clases. Evidentemente el estado y el derecho en condiciones capitalistas habrán de verse profundamente determinados. Y no podemos ignorar (no lo hacemos) que la forma jurídico-política anhelada por la Ilustración, democracias parlamentarias constitucionales en el marco de estados-nación de derecho donde presuntamente rige la soberanía de la ley, sometidos a un derecho internacional coronado a su vez por los Derechos humanos, nace históricamente en paralelo al ascenso de la burguesía, la revolución industrial y el capitalismo. No nos resulta posible ignorar esto. Y por cierto, creemos haber dicho algo al respecto en algún sitio. [2]

Pero para poder entender las numerosas implicaciones que ello encierra, creemos que es imprescindible entender unas cuantas cosas antes. Para entender cómo se conectan Derecho y Capitalismo, conviene entender primero qué es el Derecho y qué es el Capitalismo. Porque podría ser, por más que esto irrite profundamente a conciencias hiperracionalistas como las de Hegel, el materialismo dialéctico o las del materialismo spinozista con el que discutimos aquí, que algunas cosas se conecten con algunas otras, en diversos respectos, y algunas no se conecten con algunas otras. Podría ser, en definitiva, que no todo estuviese conectado con todo, y que en concreto en la sociedad capitalista no todo fuesen momentos del despliegue del Capital.

Consideramos que éste sigue siendo un punto clave del bucle en el que nos vemos envueltos, y por ello intentamos insistir en una de nuestras últimas intervenciones [3] en que lo que los Estados capitalistas tienen de capitalistas no es todo lo que tienen de Estados. Es decir, que hay un respecto de todo Estado capitalista en el que sus funciones y cometidos sólo se pueden explicar por lo que tiene de Estado, y no por lo que tiene de capitalista. Que incluso, de hecho, esas funciones y cometidos son un obstáculo conquistado a fuerza de lucha obrera y republicana contra lo que el capitalismo haría de los estados en el caso de no encontrarse con ningún obstáculo.

Vayamos ahora pues a un punto todavía más general, a ese sustrato que compartimos con muchos de nuestros enemigos (teóricos y políticos) y sin embargo no con nuestros amigos spinozistas. El punto en cuestión, decíamos, es: El Derecho es una solución a un determinado problema, y ese problema no nace con el capitalismo, no es el capitalismo, no se acabará con el fin del capitalismo y es en sí, y en caso de no encontrar solución, casi más peligroso que el peor de los derechos. Ese problema lo podemos llamar de diversas maneras, según por dónde lo enfoquemos: pluralidad, contingencia, finitud de la razón, Historia, Tiempo, finitud del Mundo, pecado original. Pero en definitiva el problema es, claro, el Hombre.

En efecto el problema en cuestión, de claros tintes hobbesianos, excede el planteamiento de Hobbes, puesto que la cosa va mucho más allá del estrecho presupuesto liberal hobbesiano de la equipotencia de las violencias. Y creemos que hace falta mucho hiperracionalismo, mucho idealismo, para no entenderlo, para no asumirlo como un problema ligado trágicamente al destino de la humanidad, al hecho de que venimos al mundo como por casualidad, cayendo cada uno en un sitio, y que la razón, la justicia, la libertad, siempre vienen después, cuando todo está siempre ya enmarañado y torcido. Que la Razón no guía la Historia sino que más bien aparece cuando ya casi todo el pescado está vendido. Que, como explica el mito cristiano del Pecado Original, el Bien no nos viene dado, el mundo no es («ya») un paraíso armonioso que cohabitamos orgánicamente, y el Bien y el Mal son algo que sólo cada uno de nosotros puede distinguir. Que no hay un Bien Absoluto que nos sea dado conocer, escudriñando la Biblia, la sangre, la tradición, la comunidad, la voz edípica del padre o los genes. Que no hay un camino marcado, que no hay señales de la divinidad en la Historia, que o bien Dios no existe (como sostenemos nosotros) o bien abandonó el Mundo (como sostiene el catolicismo, en una operación que neutraliza la teodicea con mayor eficacia, a nuestro entender, que este pretendido materialismo spinozista, donde Dios está máximamente presente, puesto que es el mundo). Que, por lo tanto, la razón, la Libertad y la Justicia tampoco existen si no es por el empecinamiento en la Historia de ese ser mitad de carne, mitad de palabra, que es el Hombre. Que, en definitiva, la Naturaleza y la Historia son en sí mismas algo que es preciso civilizar, que la Historia tiene que entrar en razón porque por sí misma es o bien una sangría o bien una jaula irrespirable. Y que a partir de aquí, se monte como se monte la solución, eso de lo civil tiene una estructura tal que no es posible librarse del Estado ni del Derecho. Que, en fin, Estado y Derecho son las mediaciones sólo a través de las cuáles la Razón, la Justicia, la Libertad, pueden tomar cuerpo, progresivamente, en la Historia. Y esto con total independencia de que el capitalismo y su potencia hiperhegeliana tiendan a su vez a mediatizarlo todo y usurpar tanto lo que ya había contra el Tiempo y la Historia como lo que debería haber en algún momento, anegando el espacio del Estado y el Derecho; con independencia por tanto de que el capitalismo sea el peor y más rebelde coletazo del Tiempo contra las esperanzas de civilizar el mundo. Desde luego, allí donde el capitalismo domina la Historia, lo que está claro es que quien sale perdiendo es precisamente la civilización. Que el capitalismo pueda ser, y sea, más poderoso que lo civil-político y lo civil-jurídico creemos que no debería significar inmediatamente la sanción de lo civil como algo intrínsecamente capitalista.

Lo que nos separa de la burguesía, el catolicismo y la socialdemocracia en este punto (hay muchas más diferencias, pero queremos aquí centrarnos tan sólo en el carácter inexorable del tipo de problema para el cual el Derecho es una solución), por tanto, es que aquélla se empeña en llamar civilización a este coletazo salvaje del Tiempo y que el otro se empeña en considerar que este coletazo es tan imprescindible como contenible, domesticable: y domesticable no por la razón ni lo civil, sino por la tradición y la religión, coaguladas en ese inmenso aparato metapolítico que es la Iglesia católica. La socialdemocracia parecería un momento cristiano de la burguesía, o un momento burgués del cristianismo, puesto que está de acuerdo en cierto modo con ambas cosas: el capitalismo es domesticable y si se le domestica, es civilización; el capitalismo es civilización porque es domesticable. Para nosotros el capitalismo es civilización en la medida en la que desaparezca, porque es radicalmente incompatible con las exigencias de cualquier operación que pretenda civilizar la Historia.

Lo que sólo a cierto spinozismo ingenuo parece habérseles ocurrido es que no haga falta todo ese cúmulo de mediaciones a través de las cuales resulta esperable que la Historia entre en razón: que la «democracia radical de la multitud y los comunes» sea algo que nos es dado esperar del trabajo de la inmediatez de la presencia de la multitud sobre sí misma. Que Estado, Derecho, Representación, serían mediaciones que usurpan dicha inmediatez, y que sólo en ésta su pura inmediatez, en su desnudo repliegue sobre sí misma, puede esperarse la civilización. Que todo lo que haya de bélico, peligroso, delictivo, supersticioso, opresor o peligroso en el paso de la Humanidad por la Historia es fruto de dichas mediaciones, las cuales con su binomio público/privado desintegran el espacio de «los comunes». Curioso ateísmo. Desde luego lo que está fuera de toda duda es que esta es quizá la propuesta más original de cuantas conocemos.

Nuestro principal problema con el planteamiento teórico de este spinozismo es, simplemente, que no lo entendemos. Y si no lo entendemos ello se debe precisamente a esto: que no sabemos para qué problema su planteamiento es una solución. Su propuesta podría resumirse, y así lo resumen, en una «democracia radical de la multitud y los comunes fundada sobre las pasiones más alegres». Pues bien, el núcleo de lo que no entendemos es esto: ¿cuál es el problema para el cual su propuesta es una solución?

El problema para nuestros amigos parece ser que es, precisamente, el Estado. El cual hoy en todo caso estaría ligado indisolublemente al capitalismo. El Estado entendido como este cúmulo de ideas e instituciones que, consolidadas en la Modernidad, realizan un trabajo que inevitablemente llevaría al absolutismo en diversas formas, al usurpar desde arriba el espacio natural de la soberanía de la «multitud». Lo cierto es que podemos entender e incluso compartir, a pesar de que en el twitter de la Historia Universal hoy en día no sea trending topic precisamente la defensa de la política y el Estado (puesto que desde el Consenso de Washington el pensamiento hegemónico neoliberal ha ganado la batalla contra la idea de Estado, precisamente para hacer que los Estados tengan todo de capitalistas y nada de Estados), que sea necesario cierto discurso antiestatalista para poner de relieve que lo Público ha de implementar no sólo un entramado institucional y legislativo sino también participación colectiva y democrática, en la medida en la que tenga sentido en cada contexto. Y por cierto no nos alejamos aquí ni un centímetro del Robespierre más ilustrado y jacobino (y por tanto más estatalista):

«Huid de la manía antigua de los gobiernos de gobernar demasiado; dejad a los individuos, dejad a las familias el derecho de hacer lo que no daña a los demás; dejad a los municipios el poder de regular por sí mismos sus propios asuntos, en todo lo que no incumba esencialmente a la administración general de la República. En una palabra, devolved a la libertad individual todo lo que no pertenece por naturaleza a la autoridad pública, y así dejaréis con muchos menos recursos a la ambición y a lo arbitrario.» («Sobre la Constitución», 10 de mayo de 1793, en la Convención) [4]

Pero si el problema es el Estado, y la «democracia radical de la multitud y los comunes» su solución ¿qué sucede con el problema para el cual el Estado era una solución? Esto es lo que con perplejidad no nos queda sino señalar: ignorando el problema original para el cual el Derecho y el Estado eran una solución (mejor o peor), difícilmente la propuesta será algo mejor que el Estado y el Derecho.

Podemos ejercitar la imaginación y suponer que nuestros interlocutores han superado el escollo que desde dentro de su propio sistema debería aparecer, creemos, como tal escollo. Es decir, concediendo que si hay crimen, delincuencia, caos, violencia privada, todo ello es producto, resultado, de la presencia del Estado y el Derecho, al menos haría falta montar una «teoría del tránsito» en la que desde alguna instancia, sea o no el Estado, se neutralicen todos esos perniciosos efectos privados de la potencia pública. Es decir, si de la pura inmediatez, de la pura inmanencia de la voluntad de la multitud, lo que sale no son «pasiones alegres» sino «pasiones tristes» (precisamente porque la multitud ha sido siempre ya producida por el poder, por el Derecho y el Estado), ¿también concedemos carta blanca a dichas pasiones? Suponemos que para nuestros interlocutores, el binomio «triste/alegre», inscrito como atributo de la inmanencia y no como una instancia normativa externa y superior, al menos es un binomio que permite discriminar, valorar, normar, distinguir. Entendemos por tanto que allí donde las pasiones sean tristes será preciso algún trabajo, así sea de la inmediatez sobre sí misma, para que éstas se vuelvan alegres. Entonces ¿cómo se transita, a través de la pura inmanencia, de lo triste a lo alegre?

Por ello, antes de aproximarnos al problema que queríamos señalar (el de qué sucedería allí donde por cualquier razón ya se haya conseguido el tránsito y nos encontremos en esa democracia radical de la multitud y los comunes fundada sobre las pasiones alegres, y si allí podría prescindirse del estado; lo cual no es sino una versión del clásico problema marxista «¿habrá estado en el comunismo?»), no podemos dejar de resaltar lo siguiente.

Lo que menos entendemos de nuestros interlocutores es precisamente esto: dado que una fundamentación de lo político en la pura inmanencia a lo que lleva en principio inmediatamente es obviamente a algún tipo de relativismo radical, y dado que no es esto lo que jamás defenderían nuestros compañeros, ¿cómo recuperan, a ras de suelo, en el seno de la inmanencia, algún criterio normativo de discernimiento? Lo cierto es que, como decimos, en sus razonamientos detectamos una especie de operador semántico que haría las veces de «metro» no sabemos si moral, jurídico o político, pero «metro» en cualquier caso. Ese operador semántico capaz de establecer un afuera del puro relativismo en su sistema no es otro que el binomio «pasiones alegres/pasiones tristes». Pues bien, es precisamente esto lo que nos parece sencillamente un gran error, si no directamente una trampa teórica (que, suponemos, se hacen a sí mismos). Sólo teniendo en frente un verdadero fantasma de Ilustración es posible sostener contra una ontología que libera conscientemente espacio para el juicio, jurídico, moral y político (una ontología no inmanente, claro) otro criterio de valoración que sin embargo no se presenta como tal. Por un camino así, lo único que puede suceder (si es que no queremos caer en el puro relativismo, y si es que sabemos cómo es posible evitarlo) es que el criterio opere, pero opere en la sombra, de un modo oscuro y confuso, sin permitirnos establecer un cuerpo de principios, distinciones, mediaciones e instituciones, capaces de producir el entramado de lo civil (o de la democracia radical de la multitud y los comunes, si es que la cosa no es un mero equívoco alrededor de nada más que significantes). ¿Realmente un criterio tal como lo «alegre» y lo «triste» nos permite escapar del relativismo o de algún tipo de religión infantil y voluntarista?

En efecto, lo que nos parece completamente imposible desde cualquier punto de vista es una contrahistoria inmanente. Lo inmanente es siempre lo real, y por lo tanto la historia de la inmanencia se solapa con la historia de los vencedores. Nosotros podemos entender una ontología trascendente, que dé con algún criterio verdaderamente operativo de discernimiento y que nos permita de algún modo dar la razón a los derrotados. Pero siendo muy conscientes de que cualquier tarea de abogacía de la derrota es una tarea de defensa del no-ser, puesto que lo que no ha vencido no es, ni alberga potencia (inmanente) alguna. Nos es posible también entender, por supuesto, una ontología inmanente que dé la razón a los vencedores, que son siempre los únicos portavoces posibles de la inmanencia, puesto que son los que han mostrado en los hechos que su potencia era la más capaz. Sería el caso de otro célebre spinozista, bastante más coherente (no sabemos si coherente con Spinoza, o sólo consigo mismo, pero definitivamente coherente) que nuestros interlocutores. Nos referimos a Gustavo Bueno, cuya filosofía política no deja de ser un Carl Schmitt de baratillo, pero quien sin embargo expresa de un modo absolutamente cristalino lo que es una toma de partido consciente por la inmanencia. [5] Lo que realmente nos llama la atención es la opción de nuestros interlocutores, que siempre reparten la legitimidad entre los más derrotados de todos los derrotados, pero ello apelando precisamente a la fuerza y a la inmanencia. Cómo es esta operación posible es algo que escapa por completo a nuestra comprensión.

Porque sólo si es ontológicamente inteligible una contrahistoria, una historia del no-ser, una historicidad del no-ser, del deber ser, podremos no sólo escapar al relativismo y a la religión de la fuerza, sino también comprender las múltiples caras por las que la razón puede cobrar fuerza, tomar cuerpo, en la historia. Y sólo así es viable una contrahistoria, en la que los derrotados, si en algún sentido tenían razón, siguen pujando con su aliento en el presente. Una de las ventajas de escapar de la trampa de la inmanencia es que nos podemos permitir entender cómo la lucha por la hegemonía puede ser una más de las caras de esa lucha por hacer operativa en la historia la fuerza de la razón, que es, claro, la fuerza del no-ser. Entender por tanto cómo es posible que en la Historia ocurran acontecimientos que, incluso si son aparcados sangrientamente a la cuneta de la historia por la fuerza, sin embargo constituyen hitos que la Humanidad sencillamente no puede olvidar. En general, cualquier verdadero progreso hacia la libertad o la justicia instituye puntos de no retorno, puntos que marcan externamente, en la historia, entre los cuerpos, a la vista de esos seres mitad de carne, mitad de palabra, un antes y un después. La historia de la inmanencia, en cambio, es la historia del mero después que viene tras el último mero después, en un continuo indiferenciado de pura opacidad del ser. Para que sea posible un antes y un después moral, jurídica y políticamente significativos, es preciso que sea posible una presencia histórica del no-ser, es decir, de la razón, tiene que ser posible pues una corporalidad de la razón.

«Napoleón sólo destruyó una cosa: la revolución jacobina, el sueño de libertad, igualdad y fraternidad y de la majestuosa ascensión del pueblo para sacudir el yugo de la opresión. Sin embargo, éste era un mito más poderoso aún que el napoleónico, ya que, después de la caída del emperador, sería ese mito, y no la memoria de aquél, el que inspiraría las revoluciones del siglo XIX, incluso en su propio país.» [6]

Nos resulta particularmente cómico el momento en el que, en toda buena discusión marxista, alguien declara solemnemente, agarrando por los pelos una frase de Marx, que «entre derechos iguales, decide la fuerza». ¿Cómo es posible la confusión que con esto intentan generar? Lo cierto es que el sentido que con frecuencia se da a esa frase no es ni verdadero ni falso. Es un puro pleonasmo, una empalagosa vomitona de sobresentidos [7]: la única verdad es que la fuerza es lo único que decide, siempre. ¿Qué si no? La fuerza se revela siempre al final, el fuerte es fuerte precisamente porque vence, porque decide. Si algo ha triunfado, entonces tenía la fuerza, esto es así. ¡El problema es pues, claro, cómo conseguir que la fuerza la tenga la razón! Éste y no otro es el cometido del Derecho y la Política, kantianamente entendidos. El Derecho y la Política no son impotencias flotando en el éter, en los cielos de la razón: son la partida física que juega la razón en el tablero de los cuerpos.

Evidentemente dicho esto nada se ha solucionado, queda todo por recorrer. Pero el comienzo está bien, en vez de mal, y eso tiene sus ventajas. A partir de aquí se pueden montar distintos desarrollos, incompatibles entre sí, antagónicos, en pugna teórica e histórica incluso. No es de ello de lo que vamos a tratar aquí, puesto que nos hemos propuesto nada más que subrayar lo que consideramos el núcleo de la recíproca incomprensión con nuestros interlocutores spinozistas.

No sabemos si con esta concepción del Derecho violamos el precepto spinozista que manda «no reír ni llorar, sino sólo entender», pero lo cierto es que a nosotros no nos es objetivamente posible renunciar a abrir un espacio ontológico para que también se pueda «entender» en su propia objetividad en qué consiste eso de «reír y llorar», eso de que el derrotado aliente el futuro o que el presente clame al cielo. Porque, entre otras cosas, no nos es posible renunciar a un proyecto político en el cual un débil privado pueda defenderse ante los tribunales públicos de un fuerte privado. Pero éstos tendrán que ser, claro (y con esto volvemos al problema inicial), más fuertes que cualquier otro poder privado: individual, comunal, empresarial, corporativo, alegre o triste. Y por ello tendrán que ser un tercero superior, un poder con el que ningún particular pueda siquiera imaginar que puede medirse; tendrán que ser Estado.

Tras este pequeño paseo por las nubes volvamos pues al viejo problema, que no está menos en las nubes: ¿entonces, cuando alcancemos el comunismo, habrá Estado? Un primer vistazo podría arrojar el siguiente resultado: en la medida en la que el Estado es el poder público que debe garantizar la ley, garantizando que es la ley lo que reina y no la fuerza privada, y amparando por tanto a quien no disponga de la fuerza privada, protegiéndole de quien sí la detenta ventajosamente, parece que allí donde no haya «fuertes y débiles» privados, porque ya no habrá capitalismo, entonces podríamos prescindir del Estado. Pues bien, creemos que así no se ha entendido absolutamente nada del sentido último del Estado.

Podemos ignorar la realidad más urgente, ignorar incluso que uno de los grandes dramas de los procesos revolucionarios de América latina es la falta de un entramado institucional, judicial, policial y militar republicano eficazmente controlado por el pueblo. Algo que imposibilita profundizar en los cambios y legislar adecuadamente. Pongamos por ejemplo el caso de Caracas, una ciudad en la que las bandas de malandros parecen tener un poder que escapa con frecuencia al control de las fuerzas públicas. En esta situación, cuando el gobierno revolucionario decide poner un militar en cada autobús (donde los asaltos armados a los viajeros son inquietantemente frecuentes), la medida se encuentra con el rechazo generalizado de la población. ¿Por qué?, ¿porque la ciudadanía rechaza la tutela del estado y prefiere la inmediatez de la multitud de viajeros organizados espontáneamente contra las potencias tristes de los malandros? Pues resulta que no: el problema es, precisamente, que los ciudadanos sospechan que montar a un militar en el autobús no es introducir ahí a la fuerza pública sino, más bien, a un mero particular con una pistola. Nadie confía en que al poner a un militar por cada autobús pudiese estar presente ahí, entre los cuerpos, la potencia pública. Para los usuarios de los autobuses es evidente que si había meramente un «señor con una pistola» en cada autobús, no sólo los otros pistoleros les robarían igual sino que además se verían cada dos por tres metidos en medio de «una tremenda balasera». Si un militar deja de ser el representante de un poder con el que ningún particular se atreve a medirse y pasa a ser un simple hombre armado con el que cualquiera puede medir sus pistolas, el resultado es, como es lógico, la dictadura de los malandros, capaces de imponer incluso situaciones que se parecen bastante a un toque de queda

Asumido que en el mundo real la elección nunca es «policía o no» sino «policía o mafia» (y asumido que a menudo la policía es evidentemente la más peligrosa de las mafias, no solo en aquellos «estados fallidos» como el norte de México, sino también en Europa, donde la policía es cada vez más una banda armada a las órdenes de esos poderes privados que son los mercados financieros) podemos no obstante hacer un ejercicio de imaginación y suponer qué sucedería allí donde efectivamente reinara una holgada igualdad económica, sin excluídos ni explotación. Supongamos pues ahora por tanto un escenario donde cada uno es materialmente dueño de su cuerpo, su vida y su tiempo. ¿Podríamos prescindir, allí, de Estado y Derecho? Pues bien, en dicho escenario lo que no podemos imaginar es que podamos prescindir de ese ser histórico, mitad de carne mitad de palabra, del Hombre.

Así pues, si la posibilidad del crimen, la crueldad o la venganza son «un hecho tan práctico como las patatas», ¿quién preferimos que medie en los conflictos? ¿organismos públicos democráticamente controlados o corporaciones «alegres»? No nos importaría contestar algo así como «la organización de los comunes» siempre que eso significase (1) que esa organización garantizase el derecho de los individuos a ser infinitamente diversos en sus preferencias respecto a la densidad comunitaria de las pautas comunes y, por lo tanto, (2) que se tratase de un común virtualmente universal y trascendente (sí, trascendente) a cualquier asociación, confesión, sindicato, corporación e incluso familia o grupo de amigos. Entre otras razones porque alguien nos tiene que poder proteger eventualmente de los amigos y de la familia. No insistiremos, por lo demás, en esa peculiar faceta de ese inmenso atadillo de manías, casualidades y malentendidos que es el Hombre y que podríamos llamar psiquismo (el resultado de ese accidente, que suponemos no producido por el capitalismo, y que se produce allí donde los niños vienen al mundo en el vientre de una madre y aprendiendo una lengua materna), responsable de traducir dramas edípicos en guerras tribales, confusiones atroces, y enemistades inciviles. Simplemente no entendemos cómo es posible renunciar a la propuesta ilustrada de que todo ese cúmulo de accidentes y contingencias que somos, todo aquello que «traemos ya de casa» cuando habitamos el espacio civil, todo lo inmediato, es necesario resolverlo como ciudadanos y no como padres de familia, maestros de taller, vecinos del barrio, camaradas o cuñados. No entendemos, pues, cómo es posible, por amor a la inmanencia, renunciar a las mediaciones precisas para civilizar lo inmediato. Un planteamiento para el cual lo inmediato sea en algún caso la libertad nos parece de un idealismo que ralla ya en el misticismo. La libertad en la historia siempre es, si es que alguna vez es, el último resultado, nunca el comienzo.

Para concluir el punto relativo a la función pacificadora del Estado, podríamos resumirlo todo en algo tan sencillo como esto: jamás podremos prescindir del Estado porque es imposible que no haya un tercero superior, porque siempre hay ya, con carácter inmediato, un poder que ejerce su dominio sobre los demás hombres, y si uno no quiere Estado racional de Derecho, se tendrá que conformar con un estado mafioso, un padre de familia, un capataz, un amo, un líder religioso, una banda callejera o un malandro. Es decir, porque siempre vamos a ser cuerpos, y siempre el poder va estar disputado y hegemonizado por alguna instancia superior, la elección no será nunca «Estado o no» sino siempre «Estado o padre de familia, Estado o líder religioso, Estado o mafia, Estado o corporaciones empresariales, Estado u oligarquía, Estado o poderes financieros, Estado nacional propio o injerencia extranjera, Estado o malandro, etc.». Nuestros interlocutores spinozistas serán sin duda mucho más materialistas que nosotros, porque a nosotros el materialismo tan sólo nos da para asumir que no nos queda más remedio que ser trozos de carne en la historia. Es un materialismo bastante humilde, y con muy pocas pretensiones ontológicas, pero es bastante práctico para evitar la metafísica y la religión. Nos pasa como a Marx, quien en palabras de Chesterton «a diferencia de los materialistas, siempre prefería un hecho por encima incluso del propio materialismo».

Continuando con el ejercicio de imaginación, y transportándonos al momento posterior al fin del capitalismo, seguimos sin saber cómo podríamos allí prescindir del Hombre. Un ser que, por ser de carne, enferma y necesita comer; que por ser de palabra necesita aprender las palabras y saberes precisos. Exactamente del mismo modo que es imposible civilizar la Historia sin policía, resulta completamente imposible (y no por alguna razón adicional o superpuesta: la separación de las funciones del Estado en «liberales» y «sociales» es uno de los juegos de manos más eficaces del liberalismo, pero también uno de los más absurdos y fácilmente refutables) civilizarla sin seguridad social ni sistema de instrucción pública. Se trata de mediaciones tan imprescindibles como la policía en el camino de lograr que de ese baile de cuerpos que es la sociedad salgan ciudadanos.

Lo que nos preocupa especialmente de ese escenario en el que hayamos alcanzado ya la «democracia radical de la multitud y los comunes fundada sobre las pasiones más alegres» es precisamente la idea de «multitud». En lenguaje hobbesiano (y en este punto es como decir en lenguaje moderno) «multitud» es esa yuxtaposición inmediata de fracciones no necesariamente alegres ni necesariamente pacíficas, que sólo pueden llegar a llamarse pueblo cuando encuentran en la unidad del soberano estatal una manera de expresar civilmente la unidad de su voluntad. Sin unidad de su voluntad no son un pueblo, sino múltiples fracciones. Entendemos que el término en cuestión tiene que tener alguna relación con esto, y que su recuperación spinozista tiene que tener alguna relación con lo que anteriormente decíamos de que para nuestros interlocutores el problema es el Estado, y la «democracia radical…», la solución. Entendemos pues que el término «multitud» viene a denunciar la usurpación que el Estado, como instancia capaz de representar la voluntad del pueblo, realiza contra la multitud. El problema es precisamente éste. La idea de Representación es quizás el nudo gordiano de toda filosofía política. Según cómo se fundamente el problema de la Representación se defenderá el absolutismo regio, la monarquía constitucional, el parlamentarismo con democracia más o menos universal y más o menos participativa, la dictadura del partido, etc. Lo que nos llama la atención es que una teoría política se permita sencillamente esquivar el problema de la representación. Porque nos parece tanto como ignorar el problema para el cual las ideas de soberanía y representación son una solución: ese problema no es otro que el de la «pluralidad». La pluralidad es eso con lo que se encontraron en Roma, al tener por primera vez que encontrar la manera de conducirse políticamente sin unidad religiosa del cuerpo político, integrando eventualmente a cualquier religión. Eso que obliga al soberano a hablar un lenguaje «civil» en vez de «religioso». De nuevo aquí lo que sucede es que nunca es posible elegir entre «representación unitaria de la pluralidad del cuerpo político» o «no representación». La elección es «o representación unitaria de la pluralidad del cuerpo político, u homogeneidad del cuerpo político». Y precisamente esto, homogeneidad sustancial del cuerpo político, es lo único que puede permitir eludir las mediaciones requeridas por la necesidad de representar unitariamente la pluralidad: o se establecen las mediaciones, o se suprime la pluralidad. Esto bien lo sabía Carl Schmitt. Por todo ello no podemos más que quedarnos con la boca abierta cuando lo que se reclama es «democracia radical de la multitud» y esto además con plena conciencia de que lo que se está suprimiendo con ello son las instituciones y mediaciones requeridas por el problema de la representación (unitaria de la pluralidad). Nos consta que nuestros interlocutores saben que quienes más eficazmente han dado la batalla contra la idea de representación, y precisamente por lo que tiene de idea burguesa, fueron los fascistas. En efecto, éstos defendieron siempre contra la burguesía, democracia. Y no una democracia formal, parlamentaria, etc. (no una democracia «burguesa», insistían) sino una democracia sustancial. Y si por democracia sustancial se entiende una democracia que permite expresiones inmediatas de la voluntad popular, expresiones que no precisan de las instituciones y mediaciones de la democracia parlamentaria, entonces resultará por completo imposible esperar una unidad inmediata de dicha voluntad si no es gracias a la unidad moral de las distintas fracciones que componen la multitud. Entendemos por supuesto que nuestros interlocutores no son fascistas, lo que no entendemos es exactamente qué son. Porque una vez hay pluralidad (y esto es como decir «una vez que el Hombre fue arrojado a la Historia después del neolítico») o se logran expresiones unitarias de dicha pluralidad, o se suprime la pluralidad. ¿Cómo si no podemos hablar de «un» cuerpo político, «un» pueblo, «una» multitud? Es por ello que el concepto de pueblo (frente al de multitud) es un concepto en tensión, puesto que alude al mismo tiempo a esa instancia que puede cambiar la ley del Estado, y a esa instancia representada y por tanto producida por las mediaciones del Estado. Un concepto que alude, pues, tanto a lo que de inmediato tiene el pueblo como a lo que tiene de mediato. Sin llegar al fascismo, lo que está claro es que el nombre correcto para esa instancia que consiste en homogeneizar moralmente el cuerpo político nunca puede ser otro que Religión. Y si nuestros interlocutores no son fascistas (que no lo son) lo que difícilmente serán es laicos. Nos parece que hay opciones intermedias entre «laicismo o fascismo», pero se nos escapa cuál es exactamente la de nuestros interlocutores y cómo de religiosa (en el sentido indicado) es. Pero lo que nos parece obvio desde cualquier punto de vista es que la presunta «democracia radical de la multitud» no puede ser sino una «religión radical de la multitud (y de los comunes, fundada sobre las pasiones más alegres)«.

Y con esto alcanzamos el último lado del problema para el cual el Estado es una solución. Decíamos hace un momento que frente a la idea de multitud, la Ilustración propuso la idea de «pueblo». Y decíamos que «pueblo» es al mismo tiempo el nombre del lado inmediato de la voluntad del cuerpo político y del lado mediato de la misma. El pueblo es siempre constituyente y constituido. El pueblo hace leyes y obedece leyes. Pero como esto sucede en la Historia, el encaje nunca es perfecto, y se trata de un movimiento progresivo a través del cual el soberano-estatal ha de representar cada vez mejor al depositario «natural» de la soberanía, que es el pueblo. En este movimiento, quien ejerce la soberanía inmediatamente es el estado (que es quien de hecho decide), quien la posee mediatamente (a través de todas esas instituciones que permiten transformar la pluralidad en unidad, sin suprimirla), es el pueblo.

Pues bien, y con esto alcanzamos el final, resulta que la Ilustración ha visto en la pluralidad un bendito problema que sólo podemos celebrar. La Ilustración, como movimiento laico del hombre en la historia, ha consistido en cierto modo en celebrar el pecado original, celebrar la infracción de Adán y Eva contra la ley de Dios; celebrando por tanto que seamos nosotros, y sólo nosotros, quienes tengamos la tarea de descubrir qué es el Bien para cada uno. ¿Por qué? Porque los únicos posibles portavoces de la Razón en la Historia son esos seres mitad de carne, mitad de palabra que son los hombres. Y sucede como veremos ahora una cosa con el lado de la palabra, y es que, a su vez, la palabra del hombre es mitad naturaleza e historia, y mitad razón.

Por la voz del hombre lo que inmediatamente habla siempre ya es la voz de los ancestros, la voz de la tradición, la voz del padre, la voz del líder espiritual. Ésas son las voces «inmanentes» del hombre. Sólo porque la Historia ha fracturado la homogeneidad sustancial de las comunidades humanas le es dado al hombre albergar la esperanza de una Comunidad universal de la humanidad diversa, sin homogeneidad sustancial, la esperanza de una verdadera libertad. Es decir, sólo porque unas palabras cuestionan a otras, sólo porque hay pluralidad, es posible que pueda hablar en algún momento la palabra racional del hombre, y no la palabra de los ancestros. No entender esto es como no entender el llamado «paso del mito al logos», como no entender que la «palabra» de un pueblo es la expresión de la loi de famille de dicho pueblo, y que el objetivo es civilizar ese espacio de la «famille» para que hable la loi civil. Pero una vez entendido esto no es posible de ningún modo (a no ser que se quiera suprimir la pluralidad, reintroducir el mito, y así oponerse de verdad a ese proyecto de laicismo en la Historia que es la Ilustración) esquivar al Estado. Porque si decíamos que el estado ejerce inmediatamente la voluntad para que la pueda ejercer mediatamente el pueblo, ahora es preciso añadir que si el poseedor «natural» de la soberanía es el pueblo ello se debe a que el pueblo es el único «cuerpo» que puede realizar el trabajo de otorgar paulatinamente la soberanía a la razón, a la libertad, que en la Ilustración como movimiento liberador y laico es la verdadera titular natural de la soberanía, por encima incluso que los pueblos.

Porque una vez expresada la voluntad de un pueblo, eso supone un antes y un después para el estado, que podrá o bien combatirla despóticamente o bien adaptarse democráticamente a ella. Pues bien, resulta a su vez que una vez expresada la voluntad no de un pueblo en concreto sino de la Humanidad (lo cual es lo mismo que decir de la razón), ello también supone un antes y un después. Que un pueblo exprese su voluntad de conducir por la izquierda o por la derecha es algo que interpela a su estado. Que un pueblo exprese su voluntad de abolir la esclavitud, imponer el sufragio universal, dar el voto a la mujer o separar la iglesia del estado, es algo que interpela a cualesquiera terceros pueblos, a la Humanidad.

Sólo así es posible entender como el «tono retórico» de la Declaración universal de los derechos del hombre y el ciudadano, escrita por franceses, era la de un pueblo que hablaba en una primera persona del plural no francesa, ni siquiera temporal. Los franceses, decían, «recordaban» que los principios que por primera vez se estaban escribiendo en un papel en la historia, «habían sido olvidados durante mucho tiempo por los pueblos». Este tono «platónico», como de anánmesis, de la Declaración de los derechos del Hombre se debe al hecho de que lo que por primera vez de un modo radical nacía en la historia era la posibilidad de un derecho a la escala de cualquier pueblo, y no simplemente la codificación escrita de las costumbres de un pueblo. [8]

En definitiva, lo que nos parece es que la enumeración que lleva a cabo el Schmitt de La era de las neutralizaciones y despolitizaciones, contando cómo lo político históricamente va desplazándose de la religión al estado, la economía y por último la técnica, es una enumeración finita que agota las posibilidades. Y si el S.XX ha desplazado lo político de su espacio ilustrado (el estado) hacia ese otro espacio neofeudal que es lo tecnoeconómico, sólo cabe o recuperar la democracia en el sentido de recuperar las instituciones y mediaciones propuestas por la ilustración (y permitir que por primera vez cobren verdadera fuerza en la historia) o recuperar la religión (pues apelar a la unidad inmediata de la multitud, como decimos, sólo es posible suprimiendo la pluralidad por la vía de homogeneizar moralmente el cuerpo político, y eso es la definición política de lo que es la religión). Es por ello que lo que tenemos pues en común nosotros con burgueses y católicos es lo que tenemos de antirreligioso frente a la profunda religiosidad «materialista» de nuestros compañeros spinozistas. Puesto que no podemos aceptar que la moral usurpe el espacio de la política y el derecho.

Consideramos en definitiva que el discurso de nuestros compañeros está desde nuestro punto de vista «en las nubes» del discurso más «mainstream» de nuestro tiempo histórico: el de la antipolítica, el de la renuncia a las formas políticas de la modernidad. Pretendemos pues que nuestra propuesta, una propuesta que no nos hemos inventado nosotros y que no tiene nada de original, está más cerca de la tierra, más bien en el murmullo «underground» de los actuales movimientos de emancipación de los pueblos contra las tecnocracias neoliberales. Unos movimientos que encuentran su coherencia precisamente en la recuperación de aquel sol que iluminó el mundo en 1793.

«A partir de 1794 resultó evidente para los moderados que el régimen jacobino había llevado la revolución demasiado lejos para los propósitos y la comodidad burgueses, lo mismo que estaba clarísimo para los revolucionarios que «el sol de 1793», si volviera a levantarse, brillaría sobre una sociedad no burguesa [9]

Notas

[1] Esta discusión se ha desarrollado, entre otros, en artículos como » De la Ilustración a la Excepción «, de Juan Domingo Sánchez Stop ( Logos: Anales del Seminario de Metafísica , Nº 40, 2007 , págs. 345-358 ) o » Democracia y comunismo » y » El derecho, la teoría, el capitalismo y los cuentos «, de Juan Pedro García del Campo (http://www.rebelion.org/mostrar.php?tipo=5&id=Juan%20Pedro%20Garc%EDa%20del%20Campo&inicio=0), así como en las respuestas por nuestra parte en » Comunismo y Derecho » (http://www.rebelion.org/mostrar.php?tipo=5&id=Carlos%20Fern%E1ndez%20Liria%20y%20Lu%EDs%20Alegre%20Zahonero&inicio=0) o «Comunismo, Democracia y Derecho» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=119482).

[2] Fernández Liria, Carlos y Alegre Zahonero, Luis. El orden del capital. Madrid, Akal, 2010.

[3] «Derecho, Estado y propiedad. La libertad republicana contra la concepción liberal del Estado» (http://www.temas.cult.cu/revistas/70/014-021%20Zahonero.pdf)

[4] Citado en el excelente artículo de Gauthier, Florence «Robespierre, por una república democrática y social», Sinpermiso, 23/7/2005.

[5] Citamos por extenso: «[…] En general, cabe considerar metafísicas a todas las teorías que fundan el derecho natural en un supuesto «orden de la naturaleza humana», como si este orden estuviera actuando antes del «despliegue» (que en realidad no es tal despliegue, puesto que no hay nada previo capaz de desplegarse) de la propia Humanidad, bien sea desde fuera, por disposición divina trascendente, bien sea desde dentro, por disposición genética inmanente. Circunscribimos nuestra tesis a aquellas normas que sólo cobran sentido a través de las normas positivas; lo que equivale a afirmar que no existe un derecho natural normativo independiente y previo al derecho positivo. […]

El derecho positivo sólo puede fundarse en la capacidad de un Estado para imponer un sistema de normas. El derecho natural que le asiste no es otro que el que procede de su propio poder. Esto no quiere decir que las normas impuestas por este poder hayan de ser arbitrarias y estúpidas; por lo menos tienen que tener la capacidad de resistir a las fuerzas de reacción que ellas susciten. Y cuando encuentren una oposición organizada, el único derecho que puede asistir al legislador es el «derecho a ejercer su autoridad», apoyada en la fuerza, que no es sólo violencia, sino también capacidad de persuasión o de engaño. […] Es absurdo, por ejemplo, atribuir un derecho natural de (supuestos) primeros ocupantes a los mayas, aztecas o incas que ocupaban las tierras americanas a la llegada de los conquistadores españoles. El único derecho natural que les asistía era la capacidad de resistirlos. Por consiguiente, y en principio, cualquier pueblo tendrá el «derecho natural» para invadir los territorios ocupados por otros pueblos, y beneficiarse de sus recursos (del oro o del petróleo) si tiene poder suficiente para ello. […]

¿Qué es lo que limita este poder? La resistencia del propio pueblo invadido y las alianzas de él con los demás Estados que concierten, en un momento dado, oponerse a aquél que pretenda romper el equilibrio de un orden coyunturalmente establecido. Es decir, el derecho internacional público viene a constituirse ahora en el verdadero «derecho natural» que actúa «por encima de los Estados».

Pero ello no significa que el derecho internacional esté fundado en algún orden natural inmutable (y trascendente), puesto que se funda en la correlación misma de las fuerzas políticas, que es, por naturaleza, variable. Por ello las normas internacionales no actúan desde un aparente más allá (metamérico, el Género humano), que sobrevuela sobre las sociedades políticas históricas […]

Por ello, si en cualquier momento un Estado se siente capaz de alterar una norma internacional, es decir, de resistir por sí solo o con la alianza de algún otro, la reacción de terceros Estados, no por ello podrá decirse que se ha violado el «Derecho internacional», sino sólo su expresión coyuntural; pues por encima de la «Sociedad de los Estados» no existe ningún poder capaz de imponerse a todos. De otro modo: un Estado que dispone de la capacidad de alterar una norma consensuada por un gran número de Estados (jamás por todos) no viola el orden, supuestamente invariable, del Derecho internacional; sólo transforma un orden en otro. […]» Gustavo Bueno, La vuelta a la caverna. Terrorismo, guerra y globalización. Parte I, parágrafo 7. pp.169-171, Byblos, Barcelona, 2005.

[6] E. Hobsbawm, La era de la revolución. 1789-1848, Barcelona, Crítica, 2012. p.83 [Subrayado nuestro]

[7] No deja de resultar chocante que, en El capital, esa frase aparezca precisamente en el capítulo en el que Marx realiza una defensa encendida y contundente del derecho laboral y de toda la legislación fabril inglesa que se va desarrollando a lo largo del siglo XIX.

[8] A este respecto, conviene recordar la diferencia radical entre la Declaración de 1789 y la de 1793, y las diferencias que había entre una y otra en torno a la cuestión del sufragio universal, la esclavitud o la libertad de comercio. Dar la batalla contra la «ilustración» como un todo unitario implica ignorar la diferencia entre el momento «liberal, burgués» de la Ilustración, y el momento «republicano o plebeyo» de la misma. Nos remitimos aquí a cualquiera de las fantásticas intervenciones de Florence Gauthier.

[9] Hobsbawm, E. op.cit. p.71 [subrayado nuestro].

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