La seguridad ciudadana y la seguridad pública no son sinónimos. La primera tiene que ver con la convivencia social en el marco del respeto al derecho ajeno, para lo que existen leyes e instituciones (Justicia, Policía y Penitenciaría) encargadas de mantener el orden así como medios de comunicación, defensores de derechos humanos y universidades que harán las veces de contrapeso. La seguridad pública tiene que ver con la defensa del Estado de amenazas internas y cuenta con instituciones de carácter represivo y el monopolio de la fuerza pública.
Cuando un gobierno, sea el de Bukele en El Salvador o el de Noboa en Ecuador, las confunde de manera intencional, convirtiendo la acumulación de hechos delictivos y la existencia de sujetos criminales (cárteles, bandas) en supremas amenazas a la existencia de la nación, lo está haciendo para construir narrativas de combate (guerra total, lucha sin cuartel) que tienen por objetivo implantar, sin oposición posible, un régimen de control político conservador en base a la represión. Ceder libertades para ganar seguridades, extremo aceptado por la ciudadanía por temor a los delincuentes.
Esta semana estalló en Ecuador un artefacto explosivo que se construyó al menos desde el 2018, cuando el gobierno de Lenin Moreno –que ya comenzaba su giro sin retorno hacia la derecha- no supo o no quiso manejar el modelo económico que heredó de Rafael Correa. Decidió “no seguir con el populismo”, instruyendo a su equipo económico concertar con el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Pero con el FMI en realidad no se negocia, aceptas sus condicionamientos o no tendrás financiamientos. Y Moreno los aceptó: en agosto de ese año aplicó una serie de recortes al gasto público reduciendo la incidencia reguladora y hasta reformadora del Estado (es esta la finalidad de la denominada “disciplina fiscal”) y aumentó el precio de los carburantes. Ese abrupto cambio de modelo económico hacia el neoliberalismo tuvo resultados desastrosos: el Producto Interno Bruto (PIB) ecuatoriano que el 2011 creció a un 8% y el 2017 seguía creciendo al 2.5%, para el 2019 se había estancado y el 2020, con la pandemia, se hundió al -7,8%. Un Estado y una sociedad así debilitadas tuvieron que afrontar la pandemia del año 2020. En materia de seguridad ciudadana, fueron cada vez mayores recortes de los fondos públicos para la prevención del delito, aunque aumentaron los fondos para la represión de las protestas sociales en Ecuador, incluso para enviar material antidisturbios a Bolivia, para el gobierno golpista de Jeanine Añez en 2019. Luego, el 2021 asumió el neoliberal Guillermo Lasso y la historia siguió siendo la misma.
En todo este tiempo se fueron incrementando los índices delictivos y prosperó el negocio del tráfico de drogas, surgiendo bandas criminales cada vez más poderosas, que tenían capacidad para corromper policías, jueces y fiscales. Así llegamos a esta situación que vive Ecuador.
Pero sería incompleto detenerse en el análisis sólo en la génesis del problema.
Desde el mandato del expresidente Guillermo Lasso se intenta convertir de facto el tema de la seguridad ciudadana en un asunto de seguridad pública. Ese presidente dictó 10 estados de excepción para detener el avance del crimen, pero no tenía legitimidad social y menos cuando su cuñado, Danilo Carrera, fue implicado en octubre de 2023 por la Fiscalía en un caso de narcovínculos con la mafia albanesa.
Acorralado, Lasso tuvo que adelantar las elecciones y en esos comicios ganó Daniel Noboa.
Noboa nuevamente intenta hacer hoy lo que Lasso no pudo lograr: encarar el problema de la amenaza del narcotráfico convirtiéndola en una “guerra” para lo que, por supuesto, movilizará a las Fuerzas Armadas dentro de un régimen extraordinario denominado “estado de excepción”. Y buscará aumentar su popularidad y consolidar su gobierno con una respuesta de mano dura a los delincuentes. Tiene muchas posibilidades de lograrlo.
Ecuador está viviendo hoy su propio “ajuste con shock” que, a diferencia del caso argentino con Milei, se da no por una crisis en la economía sino en la seguridad. ¡Qué paradójico! Los mismos neoliberales que originaron el problema y dejaron que crezca, serán los que intenten resolverlo instalando, al mismo tiempo, un régimen autoritario y represivo en el que cualquier oposición inmediatamente será estigmatizada como un apoyo a los mafiosos. Ahí tenemos el caso de El Salvador para demostrar cómo, estos regímenes políticos, terminan erosionando cada vez más la democracia y el Estado de derecho.
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