El águila es el ave con mayor longevidad de su especie. Puede vivir hasta 70 años, pero para llegar a esa edad, cuando aproximadamente tiene 40, debe tomar una seria y difícil decisión. En esa etapa, sus uñas se han apretado y se han hecho muy flexibles, por lo que no consigue agarrar firmemente a […]
El águila es el ave con mayor longevidad de su especie. Puede vivir hasta 70 años, pero para llegar a esa edad, cuando aproximadamente tiene 40, debe tomar una seria y difícil decisión. En esa etapa, sus uñas se han apretado y se han hecho muy flexibles, por lo que no consigue agarrar firmemente a las presas de las cuales se alimenta. Su pico, largo y puntiagudo, se curva, apuntando contra el pecho. Sus alas han envejecido, se han vuelto más pesadas, y sus plumas son más gruesas. Volar, por tanto, se convierte en un asunto más complicado y difícil.
Entonces, el águila tiene solamente dos alternativas: morir de inanición o enfrentar un dolorido y complicado proceso de renovación, que durara casi medio año. Esa evolución obliga a la majestuosa ave a volar hacia lo alto de una montaña, con el objetivo de quedarse allá, en un nido cercano a una gran pared vertical, donde se hace inexpugnable, y donde no tiene apenas tiene enemigos capaces de matarla. Después de encontrar ese lugar, el águila comienza a golpear su pico contra el muro hasta conseguir arrancárselo. Luego, espera pacientemente el crecimiento de uno nuevo, que usará para desprenderse una a una de sus viejas uñas. Cuando las nuevas comienzan a nacer, se quita las plumas ya gastadas y débiles. Después de casi meses de transformación y cierto rejuvenecimiento, se lanza de nuevo a los cielos para vivir 30 años más.
Al fascismo le pasa algo parecido. Tal vez por ello, desde que Zeus o Júpiter la adoptaron, los símbolos de las naciones que han sido o son totalitarias, aún llevan en las banderas o escudos patrios la imagen de un águila con aspecto vigilante: desde el viejo imperio romano, en la Francia napoleónica, en España, Alemania, EEUU, en la de la actual Kazajstan, en Armenia, en la Italia fascista, en México, en la Silesia polaca (antes ubicada en Chequia), Moravia, en la Rusia zarista, en Panamá (aunque impuesta por USA), en El Salvador (acompañada de un cóndor), en la masacrada y extinta Yugoslavia donde se hace bicéfala, mientras que en otros países, también arrasados por los imperios, que invadieron y aniquilaron a sus pobladores, las aves tienen un aspecto algo menos amenazador, como el poético cóndor andino, que figura en los escudos y/o banderas de Chile, Bolivia, Colombia y Ecuador, o mucho más simpáticos y tiernos, como el tocororo de Cuba, el quetzal (única ave del planeta que no puede sobrevivir al cautiverio) de Guatemala, el flamenco en las Bahamas, el loro sisserou en Guadalupe, Martinica y Dominica, la gaviota de Kiribati y llegando al turpial de Venezuela.
En estos momentos, el capitalismo, que está en crisis y ya ha cumplido la edad, se ha lanzado a la montaña en búsqueda de una pared donde arrancarse a trozos el gastado pico, que ya apuntaba hacia su propio corazón, para aguardar el nacimiento de otro apéndice puntiagudo, más potente, mucho más fuerte y sólido, con el que emprender la renovación de sus garras afiladas, dispuesto a matar, no ya para alimentar a sus polluelos, sino para dominar desde los cielos todo el orbe, para asesinar al que se mueva en la tierra en busca de un mundo mejor.
En estos momentos de debilidad, hay que detener la crisis del águila neoliberal, hay que evitar que cambie su afilada boca, que no pueda mudar las uñas, y para ello llamo a los quetzales del mundo, a los tocororos, turpiales, gaviotas, loros, flamencos y cóndores, a salir en vuelo hacia la montaña dispuestos a cortarle las alas al pajarraco, para evitar que pueda vivir más años. Aunque se cabreen los ornitólogos de ICONA.