Tal vez no fuera su intención pero cuando el ministro de Justicia español, Alberto Ruiz-Gallardón, al referirse a la legalización de parte de la sociedad vasca, declaró convincente que «el día de la impunidad no ha llegado» y que «los demócratas serán la sombra de los que no defendían la democracia», cerca estuvo de provocar, […]
Tal vez no fuera su intención pero cuando el ministro de Justicia español, Alberto Ruiz-Gallardón, al referirse a la legalización de parte de la sociedad vasca, declaró convincente que «el día de la impunidad no ha llegado» y que «los demócratas serán la sombra de los que no defendían la democracia», cerca estuvo de provocar, sin pretenderlo, una alarma social de incalculables proporciones.
Y es que ya me parecía estar viendo a todos los evasores que ocultan sus fortunas en paraísos fiscales, que han blanqueado hasta la sombra de la que hablara el ministro y a quienes se había asegurado la amnistía, organizar marchas a Madrid, levantar barricadas y enfrentar los nuevos recortes a la impunidad que señalara el ministro. Como desacatarían el anuncio del máximo representante de la justicia española todos los implicados en los cientos de asesinatos a cargo del Estado, con independencia de qué siglas encubrieran el crimen y qué letra del abecedario su nombre. Ellos, de los que sólo algunos pasaron por los tribunales de justicia para que, de entre esos algunos, aún fueran menos los condenados a tránsito en la cárcel, y que hoy son eminentes asesores, escriben libros, se van de vacaciones, representan a empresas, ostentan cargos… no iban a tolerar más atropellos y ya debían estar a punto de declararse en huelga de hambre o de exiliarse a Laponia en busca de trabajo.
Pero el ministro, en lugar de enmendarla, volvía por sus yerros y recalcaba sus irrenunciables intenciones: «que nadie cometa el error de pensar que la Justicia va a dejar de funcionar o que el Estado va a renunciar a investigar, detener y juzgar a todos aquellos que se sitúan al margen de la ley».
Y ya imaginaba a todos los ilustres delincuentes al frente de administraciones bancarias y otros despachos, volcar contenedores, quemar cajeros o caerles a pedadras a las lunas de los bancos. Como se declararían en rebeldía, ocuparían edificios y enfrentarían a las fuerzas del orden, todos los mangantes oficiales en gobernaciones, en ayuntamientos, en parlamentos y tribunales, que habían creído a salvo sus bien recompensadas biografías.
Suerte que el ministro, que tampoco olvida su pasado, antes de incorporarse en alguna plaza a los perroflautas indignados, recuperó su lucidez habitual y resolvió el embrollo: «que nadie desconfíe de la democracia española».
Y nadie desconfía, ni siquiera ellos. Su hedor es inconfundible.
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