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El día más esperado

Fuentes: Edición chilena de Le Monde Diplomatique

Hace pocas horas despedía a mi hijo Sebastián en el aeropuerto de Gijón.Como siempre disfracé la tristeza del adiós con un par de chistes, y vicomo mi joven hombre de veinte años, de la mano de su chica, me hacíaseñas antes de subir a la sala de embarque. Como siempre, porque el hombrees animal de […]

Hace pocas horas despedía a mi hijo Sebastián en el aeropuerto de Gijón.
Como siempre disfracé la tristeza del adiós con un par de chistes, y vi
como mi joven hombre de veinte años, de la mano de su chica, me hacía
señas antes de subir a la sala de embarque. Como siempre, porque el hombre
es animal de costumbres protectoras por absurdas que éstas parezcan,
permanecí ahí hasta que el avión despegó. Como siempre, hice un recuento
de las días y horas compartidos, y me detuve en el recuerdo de una
caminata por la playa solitaria mientras él me pedía que le contara mi
último viaje a Chile. Emocionado le narré que había sido un buen viaje,
que me había reencontrado con mis viejos amigos, con mis queridos
compañeros de la guardia del presidente Allende, y que lentamente empezaba
a planear mi regreso.
Mi hijo lucía con orgullo una camiseta del Foro Social Chileno, el bello
dibujo de Federica Matta resplandecía con la luz marina.
– ¿Esa bestia sigue ahí, sin que lo toquen?, preguntó de pronto.
Sí, la bestia, el criminal, el asesino, el ladrón seguía en Chile,
protegido por la más odiosa impunidad.
– Lo pasaremos bien en Chile. Tendré un par de caballos – respondí para
conjurar esa presencia avergonzante.
Cuando el vuelo de mi hijo desapareció del panel de información regresé al
auto, eché a andar el motor, y entonces el milagro de la radio me entregó
la noticia más esperada: la Corte Suprema de Justicia rechazaba el recurso
de amparo presentado por la defensa de la bestia, del criminal, del
asesino, del ladrón, y sería sometido al juicio que espera la sociedad
chilena, los chilenos que viven entre la cordillera y el mar, los que
viven en la diáspora, los que nacieron bajo otros cielos y han crecido con
nuestro amor por el lejano país salpicado de islas.
Confieso que creí que este día tan esperado no llegaría jamás, y no por
desconfianza en la justicia, sino en los encargados de administrarla.
¿Cuántas vidas se habrían salvado si los tribunales chilenos hubiesen
aceptado los recursos de amparo presentados por los familiares de los
desaparecidos, de los asesinados en los centros de detención y tortura, de
los degollados a medianoche y en horas en que sólo los criminales podían
moverse por las calles de Chile?
Entre 1973 y 1989 se presentaron miles de recursos de amparo, los
familiares acudían con testigos que habían presenciado las detenciones,
los secuestros, los robos de personas, y ninguno fue aceptado pues la
justicia chilena estaba en manos de prevaricadores, de cómplices del
dictador.
No creí posible este día, pero al mismo tiempo, porque conozco y admiro la
historia cívica de mi país, siempre intenté convencerme de que el juicio a
Pinochet empezó cuando el último defensor del palacio de La Moneda disparó
el último tiro en defensa de la constitución y la legalidad.
No será juzgado por todos sus crímenes, sino por algunos, tan salvajes y
bestiales como todos los que ordenó desde su cobardía de sátrapa, desde su
vileza de ser mediocre y obtuso, desde el hedor de su traición. Pero será
juzgado, con todas las garantías que nosotros no tuvimos, y nos alegra que
así sea porque creemos en la justicia.
Es deber de todos velar porque no le ocurra nada, que su salud se
mantenga, que no le falte nada, y si es preciso hacer una colecta pública
para mantenerlo vivo, pues la hacemos, ¿cuánto hay que poner? Lo que
importa es que mi hijo, los hijos de todos los que sufrieron, y las
viudas, y los padres que enterraron a sus hijos, y las novias de ajuar
frustrado, y las abuelas que se quedaron con los mimos sin dueño, vean a
la bestia fascista, al criminal a sueldo, al asesino de sueños, al ladrón
de vidas y de bienes, fotografiado de frente y de perfil, con el número de
reo bajo la quijada, estampando las huellas digitales de sus zarpas con la
tinta negra de la vergüenza. Eso es lo que importa.
Mientras escribo estas líneas, mi hijo Sebastián vuela rumbo a Alemania y
yo recuerdo el paseo por la playa desierta. Ahí le conté de mi regreso a
El Cañaveral, aquel lugar sagrado entre los montes en donde el Dispositivo
de Seguridad del Presidente Allende, el GAP, se preparaba para defender la
vida de nuestros dirigentes, de los encargados de hacer realidad el más
bello sueño colectivo de mi generación. Ahí, junto a «Patán», «Galo», «El
Pelao» y otros de los mejores, de los más valientes compañeros que he
conocido y cuya amistad es mi gran orgullo, simplemente recordábamos aquel
sueño lleno de anécdotas y juventud.
Sé que ellos comparten esta serena alegría por este día, por este día tan
esperado, en que la débil luz de la justicia se deja ver entre el humo de
La Moneda en llamas, entre los rostros luminosos de todos los compañeros
del GAP que cayeron y que jamás desaparecieron de nuestra memoria.