Resulta inquietante observar cómo se parece la película real que estamos viviendo con el coronavirus a los argumentos más tópicos del género cinematográfico de epidemias, pandemias y bichitos minúsculos en general. La acción siempre empieza en un país remoto, preferiblemente un poco geoenemigo, y es observada por el capitalismo de bien con una mezcla de condescendencia y estupefacción: qué cosas les pasan a estos chinos.
Hasta las escenas costumbristas de esta película real se parecen a las imaginadas antes por los guionistas de California: el otro día, en no sé qué televisión, entrevistaban a un niño de primaria sobre el origen del Covid-19, que tiene nombre y figura de mascota de juegos olímpicos. «Empezó porque un chino se comió un murciélago», balbuceaba el escolar ante la cámara. Era una ternura de escena, muy hollywoodiense.
Ahora entramos en el nudo de la trama, cuando la invasión global del bicho ya provoca en todos los países conflictos entre la seguridad, la prevención y los derechos fundamentales. Las gentes se confinan, los bares se cierran, los hospitales se colapsan, el temor fagocita las relaciones sociales y familiares, las calles se deshabitan, los colegios se llenan de espectros, los supermercados se desabastecen, las bolsas se desploman y, sin embargo, todos procuramos mantener una flemática apariencia de normalidad. Salvo los adolescentes, que telefonean a sus amores como si acabaran de volver a ver el desenlace de Titanic. Pero lo harían igual sin coronavirus, sospecho.
Ahora ya estamos entrando en una crisis de la trama que Hollywood nunca ha resuelto muy realistamente. ¿Qué pasará si el virus no remite con el calor? ¿Si muta repentinamente hacia variedades más mortíferas y despiadadas? ¿Si no se consigue una vacuna y tenemos que pasar el resto de nuestra vida aislados para no propagarlo?
Da la impresión de que, si la humanidad no se extingue por culpa del bicho ese, cosa que nos tendríamos merecida, el ser humano contemporáneo va a tener oportunidad de aprender bastantes cosas sobre sí mismo. En primer lugar, que no queda nadie capaz de salvar el mundo, ahora que Bruce Willis se nos ha hecho tan mayor. Había que haberlo pensado antes.
El neoliberalismo –también llamado sálvese quien pueda— no sirve para enfrentar una pandemia. Por supuesto, las clases pudientes, esas minorías del 1% que copan la mitad de la riqueza mundial, van a estar más protegidas. Pero no se sabe cómo podrán reaccionar los de abajo –incluida la burguesía– cuando la desigualdad se perciba como un asunto urgente de vida o muerte. Todo el mundo ha visto El planeta de los simios, uno de los grandes alegatos ecologistas de la historia del cine.
Algunos tuiteros están apuntando a fórmulas menos drásticas que los simios y, en lugar de esclavizar directamente a la oligarquía humana, se conforman con requisar por emergencia nacional todos los recursos de la sanidad privada para hacer frente a esta crisis. Al parecer, todos los casos de coronavirus que está sospechando la privada los deriva inmediatamente hacia la pública, en fehaciente prueba de su inutilidad para la medicina real, la que hace sanas las calles y no solo cura de rinitis a los duques esnifadores de rapé. Hasta a Javier Ortega Smith han osado derivarlo a la pública, asumiendo el riesgo de que se ponga aun más enfermo de lo que está, que ya es difícil.
Quizá no sería mal momento para que la película continuara con los bancos devolviendo los 60.000 millones que les prestaron los españoles cuando el rescate, para ver si sirven para detener el virus o, al menos, paliar sus efectos. Pero no es un final muy made in Hollywood, salvo que en la escena final el You never can tell de Chuck Berry ponga a mover las caderas a Ana Patricia Botín y Pablo Iglesias al estilo de John Travolta y Uma Thurman en Pulp Fiction. No se lo deseo a ninguno de los cuatro.
De momento, como distopía iniciática antes de encontrar el desenlace del guión, preparémonos para vivir desde casa un mundo de teletrabajo, teleamor, teletiendas, teleamistad, telesueños, televiajes, telefiestas, telefunerales, teleorgías, telecenas, telenaturaleza, telemiedo y, por supuesto, mucha, mucha televisión.
Fuente: https://blogs.publico.es/rosa-espinas/2020/03/11/el-distopico-coronavirus/